Hoy Toni nos lleva a un recorrido por las casas de Arlequín Teatro, con una historia de perseverancia en un difícil pero exitoso camino trazado por José Luis Ardissone hace exactamente 40 años.
- Por Toni Roberto
- tonirobertogodoy@gmail.com
Son las 19:30 en punto del martes 3 de mayo del 2022, suena el timbre en la calle Antequera 1061 y se activa el mapa de los recuerdos, las evidencias, diría Margarita Durán, al instante se enciende en mi memoria aquel viejo local que fuera del Olaf Discotec, donde en mi infancia allá por 1980 pasaba imaginando “viejas historias vikingas” caminando por el empedrado, en plena Villa Morra.
Unos años después, en 1982, José Luis Ardissone, arquitecto de profesión, convertiría el espacio en el lugar donde muchos fuimos a ver una obra por primera vez gracias al proyecto “estudiante al teatro”, “Las troyanas”, “Todos en París conocen”, con Perlita Fernández Monzón, o “Muerte de un viajante”. Para muchos que hoy somos “cincuentones” son inolvidables aquellas experiencias, al día siguiente de ver piezas del teatro universal conversábamos en aula con la docente, haciendo una especie de crítica de teatro ayudándonos a formar nuestro sentido estético.
UN ENCUENTRO CON TERESITA TORCIDA
Pero yendo a los orígenes, José Luis Ardissone al volver de estudiar arquitectura en Río de Janeiro, meca de la modernidad en Sudamérica, abrió un estudio con Paolo Pederzani, que fue muy próspero, sobre la calle Fulgencio R. Moreno entre Yegros e Independencia Nacional, más adelante, en 1969 inauguraba Amandau, una casa de decoraciones en la calle 25 de Mayo entre EEUU y Pasaje Molas.
Es ahí donde nace su relación con el teatro, en 1970 con una visita de Teresita Torcida al local para ver algunos muebles, justo en aquella época había asistido él a una obra en la que actuaba Teresita y la acción transcurría en la casa de un arquitecto y era tan fea la escenografía que él pensó: “Ahí no puede vivir un arquitecto”, entonces aprovechó la presencia de Teresita, diciéndole: “Señora, si usted alguna vez necesita alguien que le haga una escenografía, con mucho gusto cuente conmigo, a lo que ella me contestó: “bueno gracias, gracias”; “yo pensé que era un cumplido simplemente lo que me decía, pero a la semana me llama y me comenta: ‘María Elena Sachero y Mario Prono, directores de la compañía del Ateneo, quieren hablar con usted’, allá corrí a hablar con ellos y me ofrecieron hacer la escenografía de ‘Un rostro para Ana’ de Mario Halley Mora, ese fue mi primer trabajo profesional en el teatro, a partir de ahí preparé otras varias escenografías para el Ateneo y un buen día formamos el Grupo Gente de teatro con Teresita Torcida, Gustavo Calderini, Rafael Arriola, Clotilde Cabral y Mario Kravetz”.
VILLA MORRA 1982
Sigue contando Ardissone: “Un día me dijo Mario Kravetz: ‘¿querés actuar en la próxima obra?’, era lo que yo estaba esperando, que me ofrecieran un papel como actor y así hice mi primer personaje actoral en el teatro profesional, mi personaje se llamaba señor Bonassola, yo era el jefe de un cajero y la obra se llamaba ‘La farsa del cajero que se fue hasta la esquina’, a partir de ahí las cosas se fueron dando, diez años con Gente de teatro hasta que decidí hacer teatro todo el año, para ello me puse a buscar un local. Encontré en Villa Morra uno que transformé gracias al apoyo de Tessy, mi señora, que me permitió utilizar todos los bienes que teníamos en conjunto, vendí terrenos, hice préstamos, colaboraron amigos y al final inauguramos Arlequín el 3 de mayo de 1982.
LA FUNDACIÓN LA PIEDAD Y LA CALLE ANTEQUERA
“Pasó el tiempo y llegó el momento de abandonar aquel primer local, conseguimos refugio por una temporada en la fundación La Piedad donde ahora está la Academia Paraguaya de la Historia, después apareció el ingeniero Ernesto Montero, que me dijo que me quería mostrar un local que era un depósito, como era originalmente el de Villa Morra, y me preguntó: ‘¿Te parece que acá podés traer tu teatro?’, yo como arquitecto le dije que sí, él me respondió: ‘bueno, es tuyo, hacé aquí tu teatro’, le respondí que le agradecía mucho, pero que realmente ya no estaba en condiciones económicas para invertir de nuevo en una sala; acto seguido me pregunta: ‘¿cuánto vas a necesitar?’, y le respondí: no sé, tengo que hacer un cálculo, entonces me contestó: ‘prepará y avisame’; preparé un anteproyecto e hice un cálculo, le llamé tres días después y le dije que necesitaba 50.000 dólares, estamos hablando de 1991, creo que con esa suma podemos concretar algo, y me respondió: ‘Vamos a ver que hacemos’. Pasaron como seis meses, no me llamaba y pensé, bueno, no va a pasar nada, pero un día sonó el teléfono y era él, que me dijo: ‘está la plata, podés empezar a trabajar’. Inmediatamente nos pusimos en campaña, a hacer el proyecto, a traer albañiles, a arreglar todo el local, por el camino faltaron 25.000 dólares más, el ingeniero se puso con ese dinero y finalmente pudimos inaugurar nuestro segundo local el 13 de agosto de 1992 con la obra ‘Llama un inspector’ de J. B. Priestley”.
La pasión de Ardissone hizo que contra viento y marea siga soñando sin claudicar y continúa relatando: “El ingeniero nos había dicho que nos daría el local sin cobrarnos alquiler y que al cabo de 10 años si nosotros seguíamos existiendo como entidad nos iba a transferir, pero por el camino él tuvo dificultades económicas, había sido que fue hipotecada la propiedad a un banco y no pudo cumplir; entonces, el banco le quitó y a partir de ahí nuestro jefes propietarios eran otros y empezaron a cobrarnos alquiler, pero al poco tiempo ellos también quebraron y el local pasó a ser de la Superintendencia de Bancos que no nos cobraba alquiler, pero nos dieron un plazo de tres meses para abandonar el local. Ahí si empezamos a buscar abogados, a ver qué hacíamos y la única solución era adquirir el inmueble, mi hermano Roque tuvo la generosidad de comprarnos y donarnos, es así que a partir de 1998, más o menos, somos dueños del local”.
Así en una fresca tarde de mayo, José Luis Ardissone nos relató pasajes inéditos de la historia del recorrido de Arlequín, desde el viejo local de Villa Morra, pasando por una propiedad del doctor Barbero, hasta el actual, ahí en los límites de los barrios San Roque y Gral. Díaz, con su eterna mirada al ocaso del Sol y a la aurora de alguna nueva obra.