Pocas ciudades en el mundo tienen la suficiente capacidad de hacernos sentir el amor a primera vista como sí lo tiene la ciudad de Jerusalén y quienes la hayan visitado al menos una vez en su vida saben que ese amor es capaz de sobrepasar largamente todo lo conocido o esperado.

En ningún lugar del mundo los visitantes pueden encontrarse a cada paso que dan con la ver­dadera historia de la humani­dad y en Jerusalén uno no solo se encuentra con eso, sino que es la propia ciudad la que va dejando que los visitantes la descubran, no importa si se trata de sentir con la palma de la mano los restos de la pla­taforma del templo de Salo­món, construido hace más de 2.000 años por el rey Herodes El Grande o solo disfrutando ver los milenarios olivos en el huerto de Getsemaní.

Un recorrido por Jerusalén, sobre todo si se trata del sec­tor de la Ciudad Vieja, puede literalmente llevarnos hasta las entrañas de una ciudad conquistada o capturada por cada uno de los pueblos que prevalecieron en su momento en la región, pero eso sí, siem­pre liberada nuevamente por el pueblo que, de la mano de su más afamado rey, David, la hizo su capital hace más de 3.000 años.

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Jerusalén no puede ser entendida sin su vínculo con el pueblo judío, el mismo pueblo que dolorosamente tuvo que abandonarla tras el asedio romano en los prime­ros años de la era cristiana y oficialmente regresó como el Estado de Israel a una parte de ella en 1948 hasta reunificarla por completo bajo su dominio y adminis­tración en 1967 durante la Guerra de los Seis Días.

AMOR A PRIMERA VISTA

En setiembre del 2016 junto con tres periodistas de Amé­rica Latina fuimos invitados a cubrir una exposición tec­nológica en la ciudad de Tel Aviv y la organización decidió alojarnos en Jerusalén a los cuatro, quienes llegamos a la ciudad costera por separado.

Tras pisar suelo israelí cerca del amanecer, en mi primer viaje al Medio Oriente, dejé el aeropuerto Ben Gurión y subí al vehículo en el que un conductor árabe me espe­raba para llevarme hasta el hospedaje donde permane­cería por nueve días viajando a Tel Aviv y a otros lugares como parte del recorrido para conocer sobre las inno­vaciones y las startups israe­líes en ese entonces y, por cierto, cada una de esas inno­vaciones, creaciones, inven­tos o aplicaciones merecen un artículo propio.

El recorrido de casi 100 kiló­metros entre Tel Aviv y Jerusa­lén transcurrían entre los pri­meros minutos del amanecer y la soledad del desierto, a veces interrumpida por algunos pequeños pueblos o un intenso follaje que rápidamente se des­vanecía entre la arena.

AL RITMO DE ADELE

El conductor casi no hablaba desde que salimos y en el aeropuerto solo preguntó mi nombre para luego salu­darnos en inglés y sin demo­ras iniciar el largo recorrido. Sin embargo, recuerdo per­fectamente aquel momento en que llegamos a una zona con un intenso verde donde se notaban variadas plan­taciones, todo rodeado por suaves colinas.

Sonaba una canción de Adele dentro del vehículo y el con­ductor giró la cabeza y señaló hacia el lado izquierdo de la autopista y me dijo: “Estamos en el Valle de Elah, donde David mató al gigante”. El detalle de la canción, que en aquel momento desco­nocía su nombre y menos aún quién la interpretaba, quedó grabado en mi alma para siempre. Era el primer lugar profundamente ligado a la historia de la humani­dad que el camino hacia Jerusalén me presentaba en primera persona.

Sin poder creer que me encon­traba allí, simplemente me recosté, guardé esa imagen de las colinas verdes y los cul­tivos del Valle de Elah y dis­fruté de una canción que hoy con solo oírla me transporta hacia ese momento del ama­necer en el Medio Oriente.

Ni me había repuesto aún de la emoción de haber cruzado por el valle donde el pequeño había dado una lección a la posteri­dad, derribando con una honda a Goliat, el gigante a quien desa­fió, cuando se presenta frente a nosotros, imponente y sober­bia, la santa ciudad de Jerusa­lén, toda blanca de arriba para abajo y de derecha a izquierda.

CIUDAD BLANCA

Luego me enteraría de que todas las construcciones rea­lizadas en la ciudad, desde los tiempos del rey David, quien la convirtió en capital de su reino hasta la fecha, deben necesariamente realizarse con la piedra de una misma cantera y las paredes no pueden ser pintadas y hasta ahora, aun cuando exista una ciudad muy moderna, todas las construcciones se realizan con el mismo tipo de piedra.

El corazón de Jerusalén es defi­nitivamente la Ciudad Vieja, la que guarda sus más valiosos recuerdos y tesoros. En ese pequeño espacio de menos de un kilómetro cuadrado comenzó toda su historia. Allí, en la superficie se encuentran los restos de una de las cua­tro plataformas que soste­nían el templo de Salomón y que hoy es conocido como el Muro de los Lamentos, hasta donde llegan los judíos a orar. Del otro lado del muro está la primera obra maestra del islam, el Domo de la Roca, una de las construcciones que, con su cúpula dorada, caracteriza a todas las imágenes de la ciu­dad y que, a diferencia de lo que se cree en Occidente, no es una mezquita ni tampoco el lugar más sagrado para los musulmanes que la visitan.

A pocos pasos del Domo de la Roca, la mezquita de Al Aqsa, con su cúpula oscura y mucho menos espectacular que su vecina dorada, cobija al lugar desde donde, según la creencia islámica, el profeta Mohammed (castellanizado como Mahoma) subió al cielo en un caballo alado y conoció a Alá. Al Aqsa es el ter­cer lugar más sagrado de la fe islámica, luego de La Meca y Medina en Arabia Saudita.

CUATRO BARRIOS, TODO UN MUNDO

La Ciudad Vieja se divide cla­ramente en cuatro barrios, el armenio, el judío, el árabe y el barrio cristiano. Este último, bastante próximo a todos los demás sitios icónicos de las otras religiones monoteístas más extendidas en el planeta, no solo guarda reliquias del cristianismo, sino que con­tiene a los lugares donde la religión predominante en la mayor parte del mundo tuvo su nacimiento.

La iglesia del Santo Sepulcro es una obra arquitectónica con­temporánea y que fue cons­truida alrededor del lugar donde Jesucristo fue cruci­ficado, muerto y sepultado, dando inicio a la parte funda­mental del cristianismo, su posterior resurrección.

Miles de peregrinos llegan hasta el lugar todos los días, número que por supuesto se acrecienta en fechas relevan­tes como la Semana Santa o la Navidad. El barrio cris­tiano cobija a la mayor parte de las diversas formas que tomó el cristianismo luego de que los apóstoles, cum­pliendo el pedido de su maes­tro, comenzaron a espar­cirse por el mundo antiguo. Por eso no es extraño ver a sacerdotes cristianos coptos egipcios o conocer el sector de la Iglesia cristiana siria con sus respectivos ritos y ceremonias.

Cada barrio es una historia diferente y dentro de cada uno de ellos nuevamente un paso que se da guarda un hecho digno de ser narrado.

En la iglesia del Santo Sepulcro hay un altar que está ubicado sobre un piso de vidrio blindado, donde se puede observar nítida­mente la roca del Gólgota y en ese lugar se cree que fue colocada la cruz donde Jesús fue muerto.

Pero quienes construyeron ese piso con gruesos cris­tales dejaron un resquicio bajo el antiguo altar para que los visitantes puedan, no sin gran esfuerzo, colarse bajo la pesada estructura de madera, meter el brazo para y con algo de suerte palpar la roca con la propia mano.

A REPLANTEARSE TODO

Tres de nosotros realiza­mos ese esfuerzo y la impre­sión que sentimos no tenía comparación con otras que alguna vez vivimos y el cuarto del grupo, declaradamente ateo pero que disfrutaba del recorrido por estar pleno de cultura e historia, se negó a meterse bajo el altar para intentar palpar la textura de la roca del Gólgota.

Tras tanta insistencia, final­mente se metió bajo el altar e iba relatando que estaba por lograr el contacto con la superficie de la roca. De repente el silencio, las pala­bras callaron y permaneció casi acostado en el piso con la palma de la mano extendida dentro del resquicio.

Pasamos algunos minutos todos en silencio y aguar­dando que nuestro amigo pudiera levantarse, pero no lo hacía. Cuando por fin dio muestras de que iba a hacerlo, pidió que lo ayude­mos a salir debajo del altar. Apenas lo vimos y nos dimos cuenta de que estaba llo­rando amargamente y solo atinó a decir: “Luego de esto, tengo que replantearme toda mi vida de nuevo”.

No preguntamos más nada y continuamos silenciosa­mente el recorrido por el resto de la iglesia del Santo Sepul­cro y la impresión que nos causó ese momento no pudo siquiera ser quebrada cuando ingresamos a la pequeña gruta donde fue colocado el cuerpo de Jesús tras ser muerto en la cruz aquel viernes.

Así fue nuestro primer día en la ciudad sagrada. En los días siguientes vendrían recorridos en los que aflorarían toda clase de sentimientos, como la visita al Museo del Holocausto Yad Vashen o al Museo del Libro, que guarda los valiosos Rollos del Mar Muerto. Jerusalén es definitivamente un viaje sin retorno y no en vano los jero­solimitanos guardan un dicho popular: “A Jerusalén nadie va, solo se regresa”, dejando en claro que la blanca y santa ciudad es sin lugar a dudas la capital de la humanidad.

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