El casco antiguo de la ciudad tiene siglos que trajinan como bucles en nuestro presente, pero también tiene historias del hoy que antes que callarse deben ser oídas y rescatadas. En las vidas más cotidianas y honestas caben las historias de todos y especialmente las de los que trabajan a diario en diversas tareas.
- Fotos: Nadia Monges-Cristóbal Núñez
En un país envuelto en precariedades, el sacrificio que representa para cada trabajador desarrollar la vida, el día a día en condiciones adversas, puede llegar a nublar de la compresión la noción de que ese sacrificio es colectivo, de que no solo a uno le pasa.
La mirada entre pares casi es un sueño imposible. Ante tanta la urgencia de lo individual cada uno en su mente se rodea de gente sin nombres, sin anhelos, sin suerte y para algunos, sin voluntad. La historia de los otros está oculta por la necesidad en primera persona.
La ciudad está llena de pares que no se ven, no pueden, no tienen tiempo, no se recuerdan, no se protegen. Acá la historia de 5 trabajadores que tienen sus historias de vida, igual a la de muchos otros y otras, estas vidas se dibujan en el casco histórico de la ciudad más importante del país.
Fuimos al centro de la ciudad en busca de sus palabras porque en esa zona de la capital se generaron siempre este tipo de tareas que hoy, luego de dos largos años de pandemia y crisis, se muestran en todas sus debilidades. Nuestros cinco entrevistados no bajan los brazos a pesar de todo.
“30 AÑOS EN ESTE LUGAR”
“Tengo 60 años y 30 años en el taxi, en este mismo lugar… 30 años. Vicente Niz me llamo. Vine acá en 1990″, comenta Vicente, uno de los taxistas que trabajan en la intersección de Colón y Presidente Franco.
De padre carpintero, él aprendió el oficio desde muy joven. “Mi papá tenía su carpintería. A mí nunca me gustó, pero yo soy carpintero profesional”, señala.
Emigró a finales de los 70 con destino a Buenos Aires, donde su habilidad con la madera le dio de comer en un primer momento. Después se acercó a los autos, fue mecánico, trabajo con el que pudo hacerse de capital para comprar su actual puesto en la parada y su primer auto amarillo para hacer viajes: un Hyundai Pony modelo 1978.
“Ahí a la vuelta estaba en la agencia de Nuestra Señora y la de Brújula. Aquel tiempo estaba Garibaldi en su mejor momento. Nosotros teníamos que escondernos de los usuarios para poder almorzar o desayunar, había muchísima gente y no dábamos abasto. A veces teníamos que levantar el capó para disimular que estamos tipo en reparación”, relata.
Vicente es padre de tres hijos, dos de ellos ya mayores. Comenta que el presente laboral es completamente distinto, que la ciudad es distinta, que la carencia es mayor y el futuro incierto.
Hijo de un carpintero, apegado al trabajo, Niz es delegado de la parada ante la APTA, líder y referente en un oficio que se destiñe de a poco en el óleo del presente.
“TODA UNA VIDA”
“En total tengo más o menos 65 años de antigüedad como vendedor. O sea, 50 años hace que estoy trabajando acá y antes en mi pueblo natal, en Puerto Rosario, en San Pedro, ahí vendía medialunas y también diarios. Mi hermano era panadero”, comenta Juan Valdez Martínez, de 74 años.
Él parte cada mañana desde el barrio Primer Presidente rumbo al casco antiguo de la ciudad capital. Frente al Puerto de Asunción instala dos mesitas, dos sillas y una conservadora. “Caramelos, chupetines, diarios, cigarrillos, eso es lo que vendo, ¡gaseosas! No vendo cerveza y nunca luego nada de bebidas alcohólicas, no me gustan así para vender”, comenta don Juan.
Cinco décadas atrás, ya marcado por su condición material, siendo adolescente llegó a la gran ciudad con su hermano de la mano de la conscripción militar. No pasó mucho para que un hueco en la calle se convirtiera en su lugar donde ganarse el pan y desde ahí volverse un testigo de la historia de la ciudad.
“Acá antes había mucho movimiento. Me acuerdo por ejemplo de los barcos de pasajeros, de Nuestra Señora de la Asunción, del barco Presidente Stroessner, Pingo, Cruz de Malta y Anita Barthe”, recuerda.
Sin familia ya, don Juan está obligado a pasar cada día frente a un lugar que en otros tiempos era el centro de Asunción y hoy es el día después de la decadencia. “Es muy poquito 560.000, eso no alcanza, por eso es que tengo que salir a ver qué hay, con los 74 años que tengo no me alcanza”, confiesa la precariedad que vive con el “sueldo por tercera edad”.
“CON ESTE TRABAJO EDUQUÉ A MIS HIJOS”
“Con una prima vine a trabajar acá frente de La Riojana y después de un año me reubicó la municipalidad acá, hace 41 años. Así nomás luego antes era –señala su local con la mirada–, en cajas nomás luego venía la manzana y encima de la tapa poníamos las cosas para vender, siempre fue acá la cuestión vender frutas”, presenta su historia Stella Mary Lezcano Fernández (59).
Ella tiene un puesto de venta de frutas en la vereda de Alberdi, entre Oliva y Gral. Díaz. “A los 19 años empecé acá. Tengo dos hijos. Una nena de 40 años y un varón de 37 años. Ya soy abuela, estoy feliz de la vida. Con este trabajó les eduqué a ambos”, comenta.
Orgullosa de su trabajo y de su relación afectuosa con los clientes de hace tantos años, ella igual nunca quiso que sus hijos la acompañen en su labor. “Es muy peligroso para ellos”, dijo.
Tía Nina, como la conocen, arranca sus actividades a las 3:00 de la mañana en San Lorenzo, va de compras al Mercado de Abasto y antes del primer rayo de sol cerca del río ella tiene el puesto armado: mesitas, sombrillas, banquitos.
Conversadora y alegre comenta que para la crianza de sus hijos contó con el apoyo de su madre y que fue ella la solitaria aportante para la olla desde su separación, hace más de 3 décadas.
“A mí no me agarró nada en el golpe (1989), pero mi mesa lo que llevaron allá a la plaza, tenía todo agujeritos mi mesa, en serio, se resguardaron los policías con ella durante los tiroteos. Me la trajeron otra vez.
“NO CONSEGUÍ TRABAJO EN OTRO RUBRO”
“Inicié hace 6 meses. Llegué a este rubro porque no consigo trabajo en lo que tengo experiencia. Trabajé en supermercado, ferretería e inventarios”, comenta Analía Ovelar. Ella tiene 44 años y trabaja para un servicio de delivery.
“El ambiente laboral es como cualquier otro, tiene sus días buenos y otros malos. La ventaja es que tengo tiempo para mis hijos y mi nieto, en especial para mi niño de 9 años, también mi ganancia la obtengo al culminar el reparto. La desventaja es que hay días en los que se saca poca ganancia y está también el peligro constante de un accidente o un asalto”, explica.
Nació en Encarnación, pero desde muy niña vive en Asunción. En la actualidad su labor la coordina diariamente desde el Whatsapp con cada cliente, sus recorridos son de entre 4 a 7 horas.
“El mercado laboral está pesado, es muy difícil de conseguir un trabajo con sueldo fijo, con seguro social, quizás sea por mi edad. Pero acá estamos luchando y yendo para adelante”, señala. En su trabajo anterior fue sancionada por asistir a su hijo que estaba enfermo. “Entre mis hijos y mi trabajo, escojo mis hijos”, lo dice desde la experiencia.
“SIGO SIENDO UNA PERSONA HUMILDE”
“Yo nunca quise trabajar en la cocina. En casa hacía las cosas, pero yo siempre fui muy coqueta. Me arreglé siempre y la cocina me daba olor a aceite y esas cosas. No quería eso. Hasta ahora uso guantes para trabajar. Siempre una tiene ese olor a fritura acá, aunque te laves todos los días la cabeza”, señala María Elena Rojas (66), propietaria de un local de comidas en el Mercado Municipal Número 1, donde trabaja desde 1991.
Recién casada Mary, como la llaman, dejó los trabajos precarios que tenía y quedó a expensas del aporte de su marido para las labores de crianza. Años después, con tres hijos la necesidad la puso un nuevo desafío. “Mi mamá me dijo que venga a trabajar con ella. Vinimos, teníamos una mesita en un pequeño espacio para cocinar”, señala.
Ella es originaria de Asunción y con su trabajo ayudó a la formación de sus hijos: un diseñador gráfico, una ingeniera y una médica psiquiatra.
“Antes, a las 3:00 de la mañana ya había clientes. Acá muchísimos clientes teníamos, porque a esa hora trabajaban personas en diferentes cosas. Algunos cerraban la jornada y otros venían a desayunar. Ahora la cosa cambió, arrancamos a las 5:00 recién, hay menos clientes”, narra.
Trabajar en un emprendimiento que le robaba mucho tiempo, 12 a 14 horas por día, también le permitía tener el dinero que antes no podía producir por sí misma.
“Mi marido me dice que la plata me cambió. No, es que es así la vida, yo siempre sigo siendo una persona humilde. Lo que pasa es que mi autoestima se elevó al nivel donde tenía que estar, porque antes estaba ahí (muestra el suelo con su mano), yo no trabajaba, no generaba plata, siempre la mujer trabaja en la casa, no generaba plata”, comenta.
En otros tiempos el centro brindaba en el comedor del Mercadito opciones para la alimentación, pero la pandemia dio golpes certeros a ese espacio.