Un conflicto familiar en la distribución de finanzas desató una matanza en el 2010. Un oscuro pasado pondría como protagonista a un sangriento padre lleno de codicia que se cobraría con su propia sangre, con tal de quedarse con su dinero.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Al mirar su reloj de pulsera, se fijó que el minutero llegó a la meta diaria. Eran las 19:30 de un jueves 4 de noviembre del 2010. Hyung Jin Lim ordenó su escritorio para cerrar la fábrica textil que administraba en el barrio Pa’i Ñu, en la ciudad de Ñemby. Tenía 30 años, y aunque ener­gía le sobraba para un par de actividades más, su cuerpo le pedía un descanso. El destino era la casa, pensó.

Pero su imaginación recibió una irrupción, era el estruen­doso sonido del motor de una motocicleta. Un hombre bajó de ella e ingresó por la puerta principal, a Hyung le llamó la atención que no se sacó el casco para nada y continuaba caminando hacía él. Metió la mano bajo la campera de cuerina negra, al devolverla llevaba consigo una pistola. Aquel misterioso hombre dis­paró varias veces a corta dis­tancia. Hyung se desvaneció, bañado en su sangre. El ase­sino subió a su motocicleta y aceleró a fondo. Dejando el rastro de la cubierta quemada sobre el pavimento.

Malherido, con convulsiones por la pérdida de sangre y la pulsación débil, Hyung logró alcanzar el teléfono y pedir ayuda. No se hizo esperar, en poco tiempo lo estaban lle­vando a un hospital privado de la ciudad de Fernando de la Mora, a ocho kilómetros del lugar del tiroteo. Después de los primeros auxilios lo lleva­ron a otro hospital en Asun­ción, pero la complejidad de esas heridas demandó que lo muevan, nuevamente, a otro sitio. Para el momento en que llegaron al Hospital de Trauma estaba muerto.

La muerte por encargo demandó la presencia de un fiscal y la policía. Un forense fue el primero en anunciar su ingreso al cuarto de la mor­gue en el derruido hospital. Las baldosas algo amarillen­tas y la camilla fría de acero inoxidable componían el cli­ché perfecto de una película policial, pero aquello no era ficción. Mataron a un hombre con dos certeros disparos, el que lo hizo fue un profesional. Uno de esos proyectiles per­foró su cuello, fue el más letal al seccionar la arteria caró­tida, el otro se incrustó en el abdomen. La conclusión del médico fue una muerte por shock hipovolémico, la exce­siva pérdida de sangre lo mató tras una larga agonía.

El jefe de Homicidios llegó al hospital poco después del resultado final. Para ese momento la policía ya contaba con el material de las cáma­ras de seguridad, los movi­mientos que hizo el asesino les resultó familiar. Pensó que tenían algo de entrenamiento. No cualquiera mataría de esa forma, sin titubeo, con cer­teza sobre su objetivo. Y en puntos del cuerpo que con­ducirían a la muerte.

Tomó el documento de iden­tidad en la mano y el investi­gador se hizo la siguiente pre­gunta ¿qué deudas tenía este muchacho para morir así?

–¡Sánchez, vení! Averiguá quién es –apuntando a la cédula paraguaya–, si tiene antecedentes o algún asunto pendiente. Dijo Silguero, aquel comisario de varios años en el departamento, dio las primeras instruccio­nes para llegar al punto de inicio. Sánchez era un subo­ficial, llevaba seis meses en el departamento y comen­zaba a ganarse la confianza del comisario.

–Ah, Sánchez. Por poco y olvido, hablá con nuestros contactos, a ver si saben algo de este desastre. Ve con gente de la cacerola (cárcel) tam­bién.

Silguero tuvo razón, en las calles el rumor sobre el cri­men era pestilente. Conje­turas de todo tipo, pero una si tenía el peso de algo suspi­caz. El informante vinculó a personas de la comisaría 20 metropolitana con un con­victo del penal de varones del barrio Tacumbú. El dato apestaba, tenían como sospe­chosos a policías.

Sánchez regresó a la oficina, junto a Silguero. Le entregó sus anotaciones y el rostro de preocupación del canoso agente de 46 años descubría un caso que no sería fácil de resolver. El nombre clave estaba escrito a mano, con una penosa caligrafía. Sán­chez era astuto pero no un buen calígrafo. El convicto era Flavio Rivarola, un hom­bre encerrado por homicidio y robo.

–Bueno, vamos a pedir a la fis­calía que intervenga el telé­fono. Seguro que tiene uno. Hay que apretarle a los de la cárcel para que te den, y una vez que tengas eso volvé acá con el cruce de llamadas, ¿copiado Sánchez?

Sí señor. Copiado. Con fir­meza. El joven policía asin­tió con la cabeza las directri­ces de Silguero. Esa pericia le llevaría algunas semanas.

LOS PROVEEDORES

Sánchez corrió tan a prisa que logró hacer en dos minu­tos desde la entrada princi­pal sobre la calle Azara a la oficina de Homicidios. La información del cruce de lla­madas le quemaba las manos y más porque confirmaba sus primeras intrigas. Dos poli­cías de la 20ª Metropoli­tana fueron los proveedores del arma que se utilizó para matar a Hyung, esto lo supo porque los vínculos de las lla­madas entre el convicto Fla­vio Rivarola conducían a los oficiales Antonio Monzón y Juan Rodríguez, los cartu­chos coincidían con el plomo obtenido del cuerpo de la víc­tima. La conexión era muy precisa.

En el mes de febrero del 2011, tres meses después del cri­men, la policía de Homicidios llegó hasta los dos agentes en el barrio Tablada de Asun­ción. La estación de policías de esa zona comenzó a lle­narse de curiosos. La inco­modidad era palpable, pero Silguero no estaba dispuesto a ceder. Sus sospechas eran serias, ambos estaban incri­minados.

–A ver Sánchez, que hay con­tra estos dos, deciles…

Entre orgullo y una desilu­sión mezclada agudamente, Sánchez dijo con voz firme:

–De acuerdo a la información manejada, estos dos policías dieron las armas a los sica­rios. Es más, con estos datos llegamos al sospechoso de haber disparado: Jorge Manuel Cuevas Rodríguez. ¿Les suena…?

LA CONEXIÓN

Sánchez nuevamente hizo su corrida intempestiva hasta la oficina de Sosa, esta vez lle­vaba en manos la tesis sobre lo que llevó a la muerte de Hyung.

–¡Jefe, jefe, mire!

–¿Mba’e piko Sánchez la nde problema?

–Señor, la pista de Rivarola, los policías y el sicario ahora tienen sentido. Mira nomás: Hyung Lim es hijo del indus­trial textil Sung Bae Lim, un hombre de 62 años, que el 3 de diciembre del año pasado tomó de rehén a su ex pareja, la comerciante coreana Eun Suk Chung Kim, en su nego­cio del Mercado 4 ¿Te acor­dás? Salió en la tele, jefe. Entre los dos había una gran deuda, y ese señor la tuvo así durante horas.

–Eh… más o menos mi hijo, continúa nomás. Sigo sin entender tu teoría, contestó el escéptico jefe de Homici­dios.

–Está bien, acá viene lo inte­resante: En medio de una larga discusión con los poli­cías de la Tercera Metropoli­tana, y hasta disparos de por medio, el coreano le soltó a la mujer, pero antes exigió que el embajador de Corea del Sur llegue hasta el lugar y ahí negociaría. Todo esto porque Sung Bae Lim le reclamaba a la mujer y sus hijos, unos 700 mil dólares y 53 máqui­nas. Él perdió la fábrica textil Futura, en un litigio judicial. Con esto amenazó con ven­garse si no le daban el dinero que le correspondía, aunque haya perdido ante la justicia.

Después de varios días de estar escondido, no le quedó de otra y se entregó, fue el 7 de diciembre. Le imputaron por homicidio doloso en grado de tentativa, privación ilegítima de libertad, coacción, coac­ción grave, toma de rehén y amenaza de hecho punible. Todo eso le llevó a la cárcel de Tacumbú, y ahí existen registros de cómo comenzó a tratar con Rivarola, nuestro hombre clave en la contrata­ción del sicario. Ahí tenés jefe, esa es la conexión. Su propio papá ordenó matarle por la deuda, al dividir la empresa textil dentro de la familia.

LA LISTA MORTAL

Octubre del 2012. Casi dos años después del crimen de Hyung, algo llamó la aten­ción de los agentes de Homi­cidios. La voz de un hombre alertó sobre un documento que serviría a la policía para prevenir atentados. Las coor­denadas eran una cabina tele­fónica en las inmediaciones del Mercado 4.

El comisario Silguero puso en marcha su automóvil y fue en persona a verificar de qué se trataba. De entre los nombres resaltaba el suyo y el de una fiscal, Carolina Spezzini. Por ambos ofrecían 25 mil dóla­res para eliminarlos.

–Las cámaras de seguri­dad vean en qué nos pueden ayudar. Quiero todo lo que está alrededor de este local. Ordenó Silguero.

Treinta minutos después tenían la descripción de la camioneta que utilizó el men­sajero.

–Una camioneta Nissan, Pick-Up, está a nombre de Park Jong Kwi, este coreano figura en nuestra triangula­ción con Sung Bae Lim, este fue el que financió y contactó con Cuevas, el sicario.

Para la policía no existía dudas que Sung estuvo siem­pre detrás de este y otros atentados en torno a deudas que contrajo y venganzas que declaró.

UN TIBIO TRIBUNAL

Noviembre del 2013. ¡Pasen los acusados, Antonio Mon­zón Sanabria, Juan Mauricio Rodríguez Cañete, y a Jorge Manuel Cuevas Rodríguez! Se escuchó la voz deman­dante del presidente del tri­bunal, finalmente la inves­tigación por la muerte de Hyung llegó a juicio.

La pena fue de 27 años de cár­cel para Monzón, como autor material de los disparos, 22 años de encierro para Rodrí­guez Cañete y 18 años para Cuevas Rodríguez, estos últi­mos en calidad de cómplices.

Ese mismo juzgado encontró culpables al mismo grupo de sicarios por otras muertes que rodearon a Sung Bae.

Pero la impunidad cultivó fortuna en el cerebro de la operación, al menos en la justicia logró una evasión. El hombre fue absuelto de su primer cargo por la toma de rehén contra su ex mujer luego de que un juez lo decla­rara insano. Esta misma excusa utilizó para evadir todos los otros cargos.

Pero la muerte lo acechaba desde antes, en el 2014, en la oficina de un juzgado, un infarto fue el magistrado.

Etiquetas: #Herencia#sangre

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