La relación iba en desgaste, cada vez que se encontraban los insultos escarbaban más y más en la dignidad de uno y otro. Justiniano Altamirano, de 45 años, y Lidia Beatriz Guzmán, de 31 años, una pareja de argentinos recientemente instalada en Paraguay, se acercaban al punto de quiebre; a un sitio de no retorno.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Era una pelea tras otra en la casa del barrio Palma Loma de la ciudad de Luque. Un viejo reloj en la pared marcaba las 23:00 del jueves 10 de abril de 1980. La relación de pareja pasaba por el peor momento, el trato de Lidia y los celos sicóticos de Justiniano gene­raban horas y horas de pro­vocaciones y amenazas.

Al día siguiente, la mujer salió bien temprano sin darle explicaciones a Justiniano. Tomó sus cosas y dejó que la puerta se cierre tras ella, como mudo testigo de una escapatoria más a su espan­tosa realidad.

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Él quedó en la casa cuidando a la pequeña de ambos. Aseó las habitaciones, lavó las ropas y cocinó el almuerzo. Cuatro horas después, cerca de las 13:30, Lidia regresó. Apenas cruzó la puerta prin­cipal, los reclamos –con voz imperante– la interpela­ron, ¡¿dónde estabas?! ¡¿con quién estabas?! Una vez más las peleas perturbarían en la casa, pero esta vez llegarían al límite.

Tras una engañosa pausa en el día –una falsa tranquili­dad– uno de los dos exhibi­ría un oculto lado cruel, un perfil violento quedaría al desnudo. Justiniano estaba intranquilo, todo lo que su mujer le dijo esa tarde lo dejó con mil demonios hablán­dole al oído. Lo perturbaban, se sentía inseguro y los celos en erupción, si no lo sacaba, una vez más, estallaría.

Faltaba una hora para que el viernes acabe, cuando la dis­cusión se reanudó. Los insul­tos esta vez tenían una carga mayor. Ella le habría dicho a Justiniano “pobre negro” y lo amenazó con que ese día se convertiría en el “hom­bre más cornudo”. Eso ter­minó por detonar la bomba que contenía el argentino en su interior.

Fuera de sí, con una rabia incontrolable, fue a bus­car un martillo; una herra­mienta con la que tenía mucha habilidad. Al regresar a la habitación del matrimo­nio, descargó su furia en la frente de la mujer, Lidia cayó desvanecida con el cráneo hundido, no se escuchó una sola palabra más. La pequeña hija de ambos dormía apaci­ble en un cuarto contiguo, mientras su padre aún tenía planes con el cuerpo de su mamá.

Al ver que no respondía, Alta­mirano arrastró el cuerpo hasta el baño, impregnando un sendero de sangre en la casa. Luego fue hasta la cocina, tomó un cuchillo de carnicería y comenzó a des­cuartizarla poco a poco. Fue­ron dos horas que le llevó cer­cenar en 11 partes el cuerpo de su esposa. Le sacó los tres anillos que tenía, uno de ellos lo cortó con una pinza.

Su intención era deshacerse de cualquier rastro que pudiera llevar a la policía a reconocer el cadáver, esto lo llevó a un paso más de lo macabro. Primero cercenó los dedos pulgares, a la par que rebanaba cada una de las yemas de los dedos para evi­tar su identificación a través de las huellas dactilares.

Le cortó la cabeza, los senos y, finalmente, las extremida­des. Ambas piernas las vol­vió a cortar en dos partes. Al concluir, ocultó los res­tos en bolsas de basura y lim­pió toda la sangre. En un acto aún más enfermizo, metió la cabeza de la mujer en la hela­dera. Estaba envuelta en una bolsa de polietileno, al lado de la mamadera de su hija. Justiniano se secó las manos con una toalla, caminó de nuevo hasta la habitación y una vez que se sentó en la cama matrimonial se quebró en llanto.

Sábado 12 de abril de 1980. Recorriendo la ciudad de Luque en su camioneta e hija en brazos, Justiniano arrojó las partes de su esposa, creando un caos en los primeros hallazgos que recién se darían el lunes 14 de ese mes.

En la tarde del lunes, un perro arrastraba un brazo humano, en plena calle del barrio Laurelty. El espanto de los vecinos no tardó en repicar en los teléfonos de la policía. El rastrillaje se inició minutos después en busca de más restos. En ese momento solo se sabía que se trataba de una mujer porque llevaba esmalte en las uñas. A pocos metros de ese lugar, el otro brazo y las piernas fueron encontrados.

Los restos humanos fueron llevados al Centro de Salud de Luque, esperando completar el cadáver e intentar identifi­car con las huellas dactilares; la policía se encontró con dos contratiempos: La mujer era extranjera y hacía solo meses que se instaló en el país y lo segundo: el asesino quitó las yemas de los dedos lo que dificultaba el trabajo forense.

Ese día, Justiniano hizo anuncios en los periódicos sobre la desaparición de Lidia y no dejaba de asistir a la comisaría en busca de alguna actualización sobre ella. Poco a poco iba creando su coartada.

El atardecer amenazaba la jornada de búsqueda, afor­tunadamente los investiga­dores lograron encontrar los demás pedazos de la víctima. En el camino que conecta las ciudades de Luque y Areguá localizaron los muslos y los senos de la víctima. A 600 metros del barrio Valle Pucú de Areguá fue el hallazgo de la caja torácica, acompañada del torso de la mujer.

Pero la identidad plena no fue sino hasta dar con la cabeza en la zona de Yukyry, en el límite de la ciudad de Are­guá y Luque. Era Beatriz Lidia Guzmán. Como sentido común para la policía, Alta­mirano era el primer sospe­choso, pero aún no contaban con suficientes indicios para detenerlo.

UN ESPOSO PREOCUPADO

A la policía no le convencía el relato de Altamirano, su actitud de esposo preocu­pado por la desaparición, su ida insistente a los perió­dicos y las comisarías, para realizar denuncias sobre el paradero desconocido de su mujer dejaban un sabor de montaje en los agentes. En los interrogatorios esca­paban algunas incoheren­cias con cierto nerviosismo, esto ahondaba más la duda policíaca.

El lunes 14 de abril, Altami­rano fue a la comisaría 3ª de Luque, donde también presentó una denuncia por desaparición de persona. La policía –ya en conocimiento del hallazgo de los restos de una mujer– acompañó a Jus­tiniano hasta su casa. Los agentes querían una fotogra­fía de Lidia Beatriz Guzmán.

LA CENICIENTA MUERTA

Luego de la denuncia que hizo el sospechoso, los inves­tigadores no se despegaban de él, ahora lo llevarían hasta la morgue de la ciudad para que haga un reconocimiento y despejar dudas. Allí le exhi­bieron una de las piernas halladas. Altamirano res­pondió con un “no, no es mi mujer”. Según él, Lidia no usaba esmaltes con brillan­tina. La sospecha aumen­taba. Los agentes incrédulos esta vez le pidieron ir nueva­mente a la casa. Ahí confis­carían uno de los zapatos de Lidia, volvieron a la morgue, lo calzaron en el necrosado pie y cupo perfectamente. Como si fuera un final alter­nativo y cruel del cuento.

La policía también confiscó varios frascos con tinta para uñas, interrogó a una mani­curista a quien Lidia acu­dió antes de la pelea con su esposo, y ella confirmó a tra­vés de fotografías que era el esmalte que utilizó para el trabajo que le pidió la mujer.

EFECTO DOMINÓ

Mientras la policía derribaba cada argumento del sospe­choso principal, otro agente fue a inspeccionar la camio­neta que condujo. Ahí encon­tró rastros de sangre en la tapa de la guantera y tras un análisis forense, los policías encontraron envuelto en un papel tres anillos, uno cor­tado. Fausto Justiniano Altamirano fue llevado esposado hasta la comisa­ría de Luque, ahí le infor­maron que estaba detenido por el crimen de su mujer, Lidia Beatriz Guzmán. Tras un corto interrogatorio con­fesó el crimen. Todo se vino abajo para el asesino, como en un juego de dominó.

LA RUEDA DE PRENSA

Un inusual frío en la noche del martes 15 de abril abrigó una improvisada conferen­cia de prensa en el predio de la comisaría de Luque. Jus­tiniano accedió a conversar con los periodistas. Las pre­guntas hechas por un comu­nicador del diario Abc Color interpelaban el lado oscuro del hombre.

–Periodista: ¿Por qué mató a su concubina?

–Altamirano: Porque creía en su infidelidad, además porque me maltrataba de palabras.

–P: ¿Se da Ud. cuenta de la magnitud y gravedad de su crimen?

–A: Sí, pero en el momento que cometí el crimen, no sé qué se apoderó de mí, no recuerdo cuantos golpes le di en la cabeza con el martillo.

–P: ¿Cuánto tiempo le llevó descuartizar el cuerpo de su mujer?

–A: No puedo precisar, pero habrán sido dos o tres horas, pero una vez terminado fui a llorar cerca de la cuna de mi hija.

–P: ¿Es Ud. carnicero?

–A: No, pero en la localidad donde vivía, en Córdoba, muchas veces faenaba ani­males.

–P: ¿Cómo andaban Uds.?

–A: Bueno, ella tenía un com­portamiento que no me gus­taba.

–P: ¿Cómo comenzó el caso?

–A: El viernes ella salió temprano y regresó cerca de las 13:30. Yo me quedé con mi hija, lavé la ropa y cociné. A su regreso tuvi­mos una violenta discu­sión, pero se volvió a calmar.

–P: ¿Qué pasó esa noche?

–A: Volvimos a discutir, esta vez ella me trató de lo peor y no quiero repetir las pala­bras porque me da vergüenza y allí fue que como conse­cuencia de esa ofensa deni­grante, tomé un martillo y le pegué violentamente en la cabeza. Ella cayó en el dor­mitorio semimuerta. Tomé un cuchillo y empecé la tarea de descuartizarla.

–P: ¿Por qué descuartizó el cuerpo?

–A: Para poder deshacerme más fácilmente del cuerpo, pues no era conveniente car­gar con un bulto voluminoso que podía hacer desconfiar a los vecinos.

–P: ¿Por qué intentó publi­car un anuncio en los diarios sobre la desaparición de su mujer?

–A: Bueno, eso para despis­tar.

–P: ¿Tiene antecedentes por crimen en Argentina?

–A: No, mi prontuario está limpio, es la primera vez que mato.

EL JUICIO Y SU MUERTE

En diciembre de 1982, ante el juez del crimen de la capital, Justiniano negó el crimen. La estrategia de su abogado era invalidar la confesión hecha a la policía y periodis­tas. Intentó sostener que los agentes lo torturaron para que confiese. El juzgado no hizo lugar y el 31 de ese mes fue condenado a 20 años de prisión con la carátula de homicidio agravado.

En el año 1986, la abogada Gilda Burgstaller le propuso llevar su defensa solicitando la revisión del caso, esta vez el plan sería el cambio de la calificación a homicidio sim­ple y así reducir la pena. El 7 de julio de ese año, la Corte Suprema de Justicia, presi­dida por Luis María Argaña e integrada por los magis­trados Justo Pucheta, José Alberto Correa, Francisco Pusineri Oddone y Alexis Frutos Vaesken, resolvió reducir la pena a 12 años de prisión. El 15 de abril de 1992, finalmente, Justiniano salió de la cárcel. A mediados de los 90 falleció de causas naturales.

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