En este relato se refleja la vida del exilio en Buenos Aires en una época muy difícil también y dolorosa. El trabajo de periodista desarrollado con éxito allá y el temor por la vida. Y, al final, el regreso de la familia con la intervención de amigos que no abandonan y una anécdota muy singular de un inolvidable 31 de diciembre del ‘78.
- Por Pepa Kostianovsky
En la Argentina se vivían los tiempos más crueles de la dictadura militar. No era fácil conseguir trabajo. Por noviembre apareció una revista nueva, “La Semana”, de Editorial Perfil, que luego se convertiría en la actual Noticias. La dirigía Jorge Fontevecchia, quien había estado por Asunción intentando la aventura de una publicación para Argentina, Uruguay y Paraguay, para la cual me había pedido una o dos notas.
Tomé coraje y fui a verlo. La redacción estaba en un piso de Corrientes esquina Talcahuano.
Me recibió con mucho afecto. Y cuando le conté por qué estaba allí, no dudó un instante, aun sabiendo que mi experiencia era mínima. Llamó a su secretario de Estilo, Edgardo Ritacco, y me presentó:
–Esta piba es del Paraguay. Desde hoy trabaja en la revista. Dale una mano.
Ritacco me miró con cara de “esta es lo único que me faltaba”.
Jorge lo ignoró y me dijo:
–Vos tomate tu tiempo. Andá escribiendo tranquila. Estoy seguro que en un mes publicamos algo tuyo.
Me senté a escribir, terminé la nota y se la pasé a Ritacco.
La leyó y con un obvio cambio en su actitud me indicó algunas pautas. La hice de vuelta.
–Está perfecta, va en este número –dijo con una sonrisa de alivio.
Demás está decir que fuimos amigos entrañables.
En los meses que trabajé en “Semana” volví a poner en práctica mi periodismo de imaginación. Las agencias de servicios noticiosos venden entrevistas, reportajes, fotografías internacionales de diferentes tarifas. “La Semana” era una publicación nueva, se imponía alguna austeridad.
Un día, la vendedora de United Press trajo unos materiales. Entrevistas que costaban 70 o 100 dólares. Una fotografía sensacional de Sofía Loren con un epígrafe de dos líneas, que costaba 10.
Comprá esta –le sugerí a Fontevecchia.
–Sí, es muy buena. La podemos mandar en la página de variedades.
–Dámela –le contesté.
La Nación publicaba ese mismo día una noticia sobre un incidente protagonizado por la Loren en el aeropuerto de Roma, donde la habían retenido por unas horas por un problema fiscal. Ella residía entonces en París, obviamente por ventajas impositivas. Intervino un abogado y pudo abordar el avión.
Con esos datos, escribí una entrevista, describiendo la magnífica sala de su departamento sobre la Avenue Foch, el sofá de cuero color caramelo, el impecable chemisier de Saint Laurent y hasta un gesto de morderse los labios que le impedía disimular los restos del desagrado. La conversación estaba salpicada de anécdotas divertidas.
Demás está decir que no firmé la nota. Por entonces, la revista “7 Días”, nuestro principal referente, tenía –o decía tener– una corresponsalía llamada “L’Express”.
Como también a las tradicionales galletitas Express les había aparecido una competencia en el mercado, galletitas Prix, ni siquiera tuve que gastar neuronas en elegir el nombre de nuestro corresponsal en Europa: “Le Prix”, a quien le atribuí a partir de entonces la autoría de mis audaces “exclusivas”.
Pero vivir en Buenos Aires era terrible. Era mayo del ‘77. Un sábado por la mañana salí con Pipó, que había cumplido seis años, a hacer unas compras. Sobre la avenida Cabildo la policía perseguía a un chico que intentaba huir en un colectivo. El oficial lo alcanzó y con una pistola en la nuca lo obligó a caminar hasta la esquina donde ya tenían boca abajo a otro pibe. Los pusieron juntos y allí mismo, sobre el asfalto y a la vista de cientos de personas, dispararon haciendo estallar sus cabezas.
Soy absolutamente incapaz de describir aquellas imágenes.
Huí de allí y resolví volver con los niños a Asunción. El pretexto fue conseguir que alguien influyera sobre Stroessner para contrariar las órdenes del cerdo de Montanaro. Fueron meses intensamente dolorosos.
En octubre, por fin. Papu Rojas y Jalilo Safuán consiguieron una audiencia con Abdo Benítez, quien les prometió hablar con su jefe. Papá había vuelto a Clorinda, porque estaba convencido de que la proximidad sería favorable.
Dos días después, Papu recibió la llamada con el salvoconducto. Él mismo fue a buscarlo.
Motivado por el acierto de la superstición de papá, Eduardo también se instaló en Clorinda. Pero los días transcurrían sin que ninguno de los amigos lograra interceder.
Una mañana, abrumada por la impotencia, decidí ir a Caacupé. Subí a un ómnibus y, sin siquiera entrar en la Basílica, me quedé ahí un par de horas, pidiéndole a la Virgen Patrona que nos permitiera volver.
Un amigo había prometido hablarle a Stroessner en el momento del saludo de fin de año. Pero tampoco se dio. Ese 31 de diciembre, ya pasado el mediodía, me disponía a ir a Clorinda para acompañarlo a Eduardo, cuando sonó el teléfono.
Era Chichú Villamayor, modista y amiga entrañable de mi tía Cata y de Manón de Abdo Benítez.
Dice Manón que te vayas ahora mismo a buscarlo a tu marido –me dijo.
–¿Cómo? –pregunté sorprendida.
–Mirá, llamala a Manón, que te explique.
–Me dio un número. Ella misma me atendió.
–Andá a buscarlo a tu marido. Mario dio orden en la frontera de que no los molestaran. Por favor, cuando llegues, llamame y contame cómo se portaron esos tipos.
No me dejó siquiera darle las gracias.
En efecto, crucé sin ningún problema. Y hasta nos dieron la bienvenida cuando entramos.
No sabíamos quién había movido la “varita mágica”.
Después nos enteramos de que esa mañana, cuando Manón la llamó a Chichú para retirar el vestido que iba a lucir por la noche, le respondió:
–No te voy a terminar el vestido si vos no le pedís a Mario que solucione el problema de Cata. Ella está muy triste porque no lo dejan volver a su sobrino.
Unos minutos después, Manón volvió a llamarla para decirle que estaba resuelto.
Ni ella ni Abdo nos habían visto jamás. Creo que hasta ese día no sabían ni que existíamos.
Imagino que ella lució esa noche un traje maravilloso.
Nosotros recibimos el ‘78, aquí, todos juntos.
Muchos años después, estando Abdo Benítez preso en el Hospital de Policía, fui a visitarlo. Se sorprendió.
Le dije que solamente quería darle las gracias. No sé si él recordaba por qué.