En esta entrega, los relatos nos llevan a una vieja casona en Buenos Aires donde se practica el espiritismo y a la que la autora llega de la mano de una amiga que cree que podrá comunicarse con su esposo fallecido. Una anécdota con humor que sirve de comienzo a la búsqueda del sitio donde descansa el cuerpo que es visitado en cada viaje a Buenos Aires.
- Por Pepa Kostianovsky
Volví al hotel y se me ocurrió llamar a una amiga de la época en que trabajé en la revista. Sara Harry es esencialmente buena y chiflada. Además es espiritista.
Cuando le conté por qué estaba en Buenos Aires, no titubeó. Me exigió que la acompañara esa misma noche a una sesión.
Casualmente era una fecha en la que su Escuela recibía invitados, para que invoquen a sus muertos.
–Si estuviste tan próxima a él –afirmó– es seguro que “baje”.
Para mí aquello era absolutamente disparatado. Pero la tentación fue irresistible. Fuimos.
Era en una vieja casona de barrio. La antesala estaba “adornada” con fotografías de hombres y mujeres que, lógicamente, habrían sido retratados en vida. Pero tenían caras de muertos.
Cuando pasamos al salón, donde había más de cien personas en una improvisada platea, advertí que pasaba lo mismo con los asistentes. Era la gente más rara que vi en mi vida. Más que feos, eran espectrales.
Unos minutos después, en la tarima que hacía de escenario, se instalaron unos personajes. Seis de ellos se sentaron en sillas, de frente al público y con los ojos cerrados. Y uno hizo de maestro de ceremonias.
Después supe que los seis eran los médiums receptores. Y que el que hablaba era el vidente.
Empezó por invitarnos a sacudir las manos con energía, “para despejar el aire y permitir que los hermanos bajen”. En eso estuvimos alrededor de quince minutos.
Luego, el vidente observó a los otros seis y empezó a relatar.
“Sobre el hermano Juan hay una persona, es un hombre, de unos cuarenta años, es rubio y lleva una camisa azul”.
Alguien del público alzaba la mano y preguntaba: –”¿Te llamás Fulano de Tal?”. Si el “receptor” afirmaba con la cabeza, el que había preguntado se acercaba y se quedaba hablando con él en voz baja. Y así sucesivamente.
Hasta que de pronto dijo: “Es un señor mayor, de traje oscuro, tiene bigotes y anteojos”.
–Debe ser tu papá –aseguró Sara y se levantó a preguntar: “¿Te llamás Isaac Kostianovsky?”. Cuando la “receptora” hizo un gesto afirmativo, me quedé muda. Nos acercamos. Nos tomó a ambas de las manos. Sara dijo: “Aquí está tu hija Pepa”. La otra replicó: “Cuánto me alegro que estén aquí, porque veo que han encontrado el verdadero camino”. Y nos despachó.
Sara quería quedarse e insistir porque estaba segura de que Eduardo bajaría.
Para entusiasmarme dijo que en varias oportunidades había bajado la vedette Nélida Lobato, menudo purgatorio, de los esplendorosos escenarios de la calle Corrientes, a aquel macabro tablado.
Me resistí a continuar con semejante absurdo. Y logré que saliéramos. Pero no pude convencer a mi amiga de que papá jamás hubiera dicho semejante estupidez. Ni muerto.
Y mirando para arriba, exclamé: “Ay, Eduardo, si tenés balcón a la calle y me estás viendo, te estarás volviendo a morir de risa”.
Después de dos o tres años, fui con mis hijos a Buenos Aires. Pensé que debía llevarlos a visitar la tumba de su papá y fuimos a la Recoleta. Con un enorme ramo de rosas. Intenté encontrar el panteón, pero fue imposible. Al punto que Pipó se puso nervioso y ya no quiso seguir. Con mucha pena, dejamos las flores a los pies de una estatua de mármol y nos fuimos.
Pensé que nunca volvería a intentar esa búsqueda tan dolorosamente frustrante.
Pero Olga perseveró. Muchos años después, ya adulta, fue sola. Consiguió que un funcionario del cementerio la ayudara a ubicar en los libros de registro el sitio en el que estaba su padre. Y dejó las rosas donde debían estar.
Después me enseñó el camino, que por cierto era mucho más complicado de lo que yo recordaba.
Desde entonces, tanto ella como yo, vamos hasta allí cada vez que viajamos a Buenos Aires.
A mí, siempre el recorrido me resultó complejo. El referente es una santa rita que florece gran parte del año. Hasta que un día advertí que el panteón estaba al final de un pasillo, junto a la pared lindera del cementerio. Es decir, que da a la calle, justo frente al Village Recoleta.
Desde entonces, ni siquiera entro al cementerio, simplemente dejo las rosas junto al muro. Y me siento a tomar algo en la vereda de enfrente.
Imagino que Eduardo cruza todos los días, da un vistazo a la librería, elige alguna novedad y se instala a tomar largas tazas de café, con su infaltable cajetilla de rubios, cortos y sin filtro.
Es posible que más de una vez hayamos coincidido.