Tres años de sufrimiento llevaron a Sonia a decir basta y terminar su relación con el padre de su hijo. Regresó de la Argentina y se instaló en casa de sus padres, dejando atrás su sufrimiento. Pero el terror no terminaría. Con los meses la peor de sus pesadillas se cumpliría en el kilómetro 43 de Chaco’i.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Un último suspiro del 2014 pensó, exhaló profundo y luego soltó el aire liberador por la boca. En ese breve instante terminó por convencerse; era momento de dejarlo. Tres años en Buenos Aires, y cada uno de esos días fue­ron un calvario. Harta de los golpes y maltrato, tomó una decisión: separarse de él y volver a Paraguay. Ella sabía que era una peligrosa deter­minación, recordando las amenazas de venganza que recibió si hacía algo como eso. Pero no le importó, su hijo – de 3 años– estaba en medio del conflicto y ya no permi­tiría más abusos.

Juntó cada una de sus ropas. Las del pequeño y la suya, mientras tomaba con una mano el osito y con la otra el escarpín de su hijo, Jesús, recordó esos breves bue­nos momentos que tuvieron como pareja al principio; pero como un latigazo a su memo­ria rápidamente recordaba el puño cerrado azotando su ros­tro durante las madrugadas, en especial los fines de semana cuando Julio César González llegaba ebrio; tambaleante y a gritos desataba un infierno. Desde lo más intenso hasta lo que parecía ínfimo, como no poder contar un chiste, reír o escribir con otras personas; todo por celos, ello borraba por completo el romance poco después del nacimiento del pequeño. Ya había soportado demasiado.

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Al llegar al país, Sonia Mabel Benítez, también puso un final a su matrimonio y esta­bleció un régimen de visitas para Julio. Pero sin saber que esto detonaría aún más la ira de ese hombre. Fuera de sí, de toda razón y enceguecido por los celos, asumiría una postura normal para aparentar como si aceptara la ruptura, pero den­tro suyo ocultaba una decisión atroz.

Era enero del 2015. Jesús tenía cinco años, pasaron dos años de la ruptura y algunas ame­nazas intermitentes se hicie­ron cotidianas, pero nada que ponga en riesgo la decisión que Sonia tomó.

Julio fue a buscar a su hijo a la casa de su ex mujer, lo llevó el fin de semana como lo previó el acuerdo. Pero las horas pasa­ron y el fin de semana se exten­dió, Julio no regresó nunca con el niño y las llamadas no contestó. La desesperación de Sonia comenzó a incremen­tarse y todo tipo de pensa­mientos invadían su cabeza, esperaba lo peor. Julio se llevó a su hijo fuera del país para ale­jarlo de ella en venganza por la separación.

Pero Sonia lo subestimó. Julio finalmente respondería a las llamadas a mitad de semana. Comenzó con un mensaje escalofriante. “Voy a matar a Jesús, a nuestro hijo…”. Esto a Sonia le revolvió el estómago. No sabía cómo reaccionar. Fue hasta la comisaría once de Arroyo Seco, en los límites de las ciudades de Villa Elisa y San Lorenzo. Pidió hablar con el jefe de la dependencia y le explicó la situación. Para ese entonces Jesús llevaba tres días sin volver a la casa. El jefe de la dependencia, un experi­mentado hombre de 42 años, le dio una alternativa: fingir que ella accedería a volver con él, y retirar la denuncia policial. Ya que eso demandaba – el hom­bre– para que Jesús retorne a la casa de su madre.

Sonia evaluó la situación, la vida de su hijo estaba en riesgo, ella ya no sabía qué esperar de aquel hombre que en algún momento le juró amor. Ahora estaba convertido en el ver­dugo del motor de su vida, su pequeño hijo. Lo único que le traía algo de tranquilidad era asumir que Julio nunca daña­ría al pequeño y que solo hacía eso para presionarla y que ella acceda a volver con él.

NUEVE Y SEIS, LA SUERTE DE CADA LADO

A ella no le quedó de otra. Acce­dió al plan del jefe de policía y prometió darle esa respuesta a la próxima que Julio se comu­nique con ella. Pasaron los días, la desesperación aumentaba. Sonia no sabía nada de Jesús. El niño solía decir que su padre era malo, que quería ser como el Hombre Araña para resca­tar a su mamá. Esas frases tan profundas e inocentes de su pequeño comenzaban a deso­llar la serenidad que intentaba, al menos, demostrar.

Al noveno día, Julio se comu­nicó y dijo por teléfono: ¿y… qué decidiste? Increpó a Sonia con un tono de poder, como si tuviera el control de toda la situación. Del otro lado, la mujer no esperó mucho para responder. Quería demostrar seguridad y que él no notara el engaño. “Sí Julio, está bien. Pensé las cosas y voy a reti­rar la denuncia, volveremos a ser una familia feliz como me pediste…”. Sonia lo citó no muy lejos de la comisaría, sobre la Ruta Acceso Sur. Él la aguar­daba con el pequeño a su lado, lo tomaba de la mano. Poco des­pués del saludo, de ese beso de “todo estará bien”, la policía lo rodeó y le ordenó que suelte al pequeño y lleve ambas manos detrás de su nuca. Al verse intimidado por los agentes, a Julio no le quedó otra salida que entregarse, pero al mismo tiempo –que obedecía a los policías– miró fijamente a su ex esposa, sus ojos se clavaron en los de Sonia. Esa mirada que mezclaba traición y prometía venganza.

Las manos en la espalda, suje­tas con el frío metal de las espo­sas. Iba sentado en la patru­llera C-432. Julio era llevado directamente a un calabozo de la comisaría once central. Un joven agente que iba con él de custodia se atrevió a preguntar: “¿Dónde estuviste todo este tiempo?”. Mucho se te buscó. Julio giró levemente la cabeza, dejando el horizonte a través del parabrisas, para dirigirse al policía. “En casa de mi mamá, en Paraguarí. Nunca me moví de ahí”. Al llegar a la comisa­ría, lo encerraron a espera de la orden que reciban de la Fis­calía. Horas después conocería su destino, el fiscal apenas dio un mandato de arresto de diez días, nada más.

Pero si esa determinación pare­cía una sorna, la del juzgado sería aún peor. Entendieron que no hacía falta tantos días de prisión y redujeron la peti­ción a seis días. Julio tenía aún más suerte que cualquiera, algo que a Sonia le arrebató nueva­mente la paz.

Un magistrado agregó –a exi­gua resolución– algunas medi­das restrictivas como portar armas, consumir drogas y alco­hol, y no tener contactos con la víctima.

Apenas pasó un mes de la medida dictada y todo le fue retirado. Como si nunca haya ocurrido. Julio estaba deci­dido a contraatacar y fue hasta la Defensoría de la Niñez en la ciudad de Fernando de la Mora, ahí inició una demanda de filia­ción. Hasta ese entonces no había reconocido a Jesús como su hijo. Prometió cambiar, olvi­dar a Sonia y dedicarse a su hijo; asignándole una mensualidad para su manutención.

El nueve de marzo una jueza del Menor le concedió la demanda. El pequeño portaba su apellido desde ese instante. Pero no fue todo, la Defensoría, también le estableció un nuevo régimen de visitas. “Acá está, ya podés visitar a tu hijo, Julio”, dijo la asistente del juez: Lourdes Bareiro, mientras extendía el brazo derecho para entregarle el documento con su rúbrica. Julio le agradeció estrechando su mano.

MI ÚLTIMA DESPEDIDA

El sábado 14 de marzo, Julio se presentó en la casa de Sonia. Sonriente y con una actitud amable –como un hombre nuevo– saludó con cariño a Jesús, lo abrazó, tomó su pequeña mochila y se retiraron.

Sonia los miraba alejarse, algo en el pecho la presionaba. No dejó que su angustia se agudice pero la atormentaba, tanto que provocaba ira y ante la ley no podía hacer nada. Los ojos se embargaron con lágrimas y elevó una oración pidiendo la guarda de su pequeño.

Por la tarde, esa fobia a la dis­tancia se consumaría en un presagio. Su teléfono sonó y era Julio. De fondo –a lo lejos– se escuchaba su voz que daba una orden: “Tomá, despedite de tu mamá”. Al segundo, Sonia escuchó la voz gimoteando de Jesusito y dijo: “Hasta siem­pre mamá, es la última vez que hablo contigo…”. Luego la lla­mada se terminó.

Sonia, desesperada inten­taba encontrar consuelo en su familia. Ellos la calmaban diciendo que solo era parte del perverso accionar de Julio, que todo pasaría ya que esta vez una orden judicial estaba de por medio.

Cada hora desde aquel momento fue un terrible y constante presentimiento. No lograba dormir, no podía estar tranquila. Llegó el domingo y solo esperaba que el reloj de pulsera le marcara las 20:00, el momento en que terminaba el régimen de visita para ese hombre.

Las manecillas cargaban una tonelada, el paso del tiempo se le hacía lento y de suplicio. Al dar las ocho de la noche, Sonia miró fijamente a la puerta prin­cipal de la casa. Nadie la gol­peaba, nadie aplaudía. No había mensajes, ni llamadas en su teléfono. La voz de su intuición retumbaba agresiva en su conciencia, pero la recha­zaba. Decidió creer que se tra­taba solo de un retraso por el tráfico o salieron tarde de la casa de su madre en Paraguarí.

Se hizo medianoche y la madre de Jesús entendió que Julio lo hizo de nuevo. Volvió a que­darse con el niño para presio­narla a volver, era la cuarta vez que hacía lo mismo. A diferen­cia de las anteriores lo planificó mejor, demandando recono­cerlo y prometiendo que todo sería diferente.

Lunes 16 de marzo. Sonia estaba desesperada, llamaba insistente a Julio, pero él no contestaba. Con la idea puesta en que se trataba de otra jugada de su ex pareja para obligarla a estar juntos, fue hasta la comi­saría de la ciudad de Fernando de la Mora para denunciar la falta del cumplimiento del régimen de relacionamiento. La policía hizo poco. Solo escri­bieron todo lo que ella decía, pero esas letras se imprimían estériles en un cuaderno de novedades. Nada la calmaba.

Finalmente llegó un mensaje, uno que le dejaría pasmada. Dejó de respirar y repasó cada línea de lo que leía intentando convencerse que no era real. El texto decía: “Le maté a Jesu­sito y su cuerpo está en el kiló­metro 43,5. Antes de llegar a Puerto Elsa, a 50 metros de la ruta, en el monte”. Era Julio, avisando que asesinó a su hijo. Sonia comenzó a llorar, incontenible, todos sus mie­dos se confirmarían, todas las amenazas desde que partió de Buenos Aires para dejar todo su pasado violento comenza­ron a revivirse.

Su hermano se acercó, se puso de cuclillas entre las piernas de Sonia y sosteniendo con ambas manos su rostro le preguntó ¿qué pasó hermana, decime? Lo mató, Julio mató a Jesús y me envió el lugar donde aban­donó su cuerpito, respondió sollozando.

Y entonces vamos, hay que confirmar si es real o este tipo está jugando contigo, dijo el hombre. Sonia se contuvo y esas palabras de su hermano despertaron algo de ilusión. Quizás sea cierto y esta mani­pulándome de nuevo, se con­soló la mujer.

Ambos tomaron un bus en dirección al municipio de Puerto Elsa. Seguían atenta­mente el paso de los kilóme­tros en el andar cansino de ese camión, iba atestado de comer­ciantes que se dirigían al lado argentino para aprovechar las ventajas de los precios, algo que invadía día a día la ciudad fron­teriza.

Llegaron al punto, bajaron y encendieron una linterna, comenzaron a buscar ince­sante, según la descripción que le dio Julio. Iban apar­tando con las manos las malezas, se habían aden­trado en ese matorral más de 50 metros y no hallaban rastro del pequeño, gritaban su nombre pero no había respuesta. Sonia pensaba en Jesús, apenas tenía cinco años y estaba viviendo todo ese infierno. Se recriminaba como madre si hizo bien en dejar a su padre, si era mejor soportar ella la violencia, los golpes, los insultos a cambio que su “bebé” este bien. No me perdonaré decía para ella, y menos a él. ¡Jesús! Gritaba una vez más, esperando que la oscuridad y el tenue viento norte les devuelva una tierna voz dándoles su ubicación, pero fue inútil. No encon­traron nada.

Sonia, hermana, tenemos que irnos. Se hace tarde y acá no hay nada. Ese loco te está usando para hacerte sentir mal, te esta manoseando para que vuelvas con él, como ya lo hizo varias veces, atinó con calma su hermano. Tratando de convencerla que ese sitió Jesús no estaba.

Ella accedió y dijo: “Vamos a casa, voy a esperar que llame de nuevo y veremos luego con la Policía”, respondió.

Martes 17 de marzo. El teléfono celular de Sonia comenzaba a repicar al unísono con el vibra­dor que sucumbía sobre una mesa de madera. Su mente se despabiló, pensaba a lo lejos, buscando una respuesta. Tomó rápidamente el móvil y contestó: “¡¿Hola?!” –”Sonia, Julio soy”, contestó al otro lado. “¿Dónde está Jesús, Julio, qué hiciste con él?”, replicó ella. “¿Todavía no encontraste el cuerpito de Jesús? ¿Vos ya hiciste la denuncia, Sonia?” –”ya me fui Julio, ¡quiero saber dónde esta mi hijo!”. Se podía sentir que rompería nueva­mente en llanto, su voz se que­braba. –”Pobrecito… segura­mente ya tiene gusanos… Anda búscalo vos, ya que la policía no hace nada”, luego de eso cortó a la llamada.

Sonia tomó rápidamente sus pertenencias y salió de la casa, su hermano la alcanzó y dijo: ¿A dónde vas tan apresurada? Me voy a buscar a mi hijo, con­testó la madre. –”¿Ah, ya te lo va a entregar?”, preguntó insis­tiendo su hermano. La mujer solo atinó a decir: “No, iré a encontrarlo en el lugar que Julio me dijo…”. Ambos nue­vamente fueron en busca del pequeño.

EL RASTRO DEL PEQUEÑO

Nuevamente tomó un bus a Puerto Elsa, el calor se inten­sificaba en la tarde. El viento noreste soplaba firme y calaba profundo en sus fosas nasales, un hedor se impregnó y les dio un alerta, se miraron fija­mente, como si pensaran exac­tamente lo mismo.

Ese olor se hacía más intenso a medida que llegaba al punto que indicó Julio. Ambos se levantaron de sus asientos y –Sonia– de un golpe secó estiró el cordel del timbre. El chofer frenó con firmeza y tras unos metros las llantas pararon su marcha.

Los hermanos se internaron en la misma zona, siguieron las indicaciones. Esta vez la luz del día iluminaba y eso ayudaba.

La fetidez era cada vez mayor, hasta que la mujer vio algo que la dejaría inmóvil. Era la pequeña mochila de Jesús, estaba entre los matorrales. Encima de ella una carta diri­gida a ella, acompañado de su número de teléfono. Julio escribió eso con su caligrafía, para que alguien la notifique si encontraba el cuerpo.

Su hermano se acercó a ella, y dijo: “Sonia, allá hay algo. Una toalla, pero no quiero que vayas” –”déjame ir, yo sabré si es la toalla de mi hijo”, contestó. La tristeza sucumbió en su her­mano, ya no podía sostenerlo y estalló en llanto, la abrazó y posando su fuerte mentón en el rostro de su sangre le dijo: “Sonia, es el cuerpo de Jesu­sito… está muerto”.

Julio asesinó a su hijo asfixián­dolo. Tapó con sus manos la diminuta boca y nariz del pequeño, hasta que dejara de respirar. Arrojó su inerte cuerpo en medio de un mato­rral, junto a su bolso, cargado siempre de la ilusión de que algún día su papá deje de las­timar a su mamá.

EL PRÓFUGO AMENAZABA

En el sepelio de Jesusito no había paz. Los mensajes de hostigamiento de Julio aún llegaban. El hombre advertía con volver para terminar su trabajo: asesinarla y también a sus padres.

Pasaron tres meses y no había rastros de él, más que algunos rumores sobre su huida a la Argentina.

Una vez que confirmaron esta pista, la policía de homicidios planificó un engaño. Uno de los agentes dijo ser médico de Sonia, lo convenció que ella quería volver con él, que estaba enferma y necesitaba de su ayuda. Durante un mes conversaron, constantemente hasta que se convenció y acce­dió a verse con el supuesto doc­tor en la Terminal de Retiro de Buenos Aires.

Pero eso no ocurrió, apenas confirmaron su identidad, un grupo de policías de Interpol lo detuvieron y entregaron a las autoridades paraguayas.

Dos años después –a media­dos de agosto del 2017– un tri­bunal pospuso el juicio oral por una acción dilatoria de la defensa. Pero un mes después la audiencia se llevó a cabo y el 21 de setiembre, en plena pri­mavera, la esperanza renacería por justicia. El juez bajó el mar­tillo de cedro, sentenciando a 27 años de cárcel a Julio César González Cáceres.

Etiquetas: #siempre#mamá

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