“Cada periodista asesinado o neutralizado por el terror es un observador menos de la condición humana” (Barry James, en Press Freedom). Para dar respuesta a ese flagelo, se lanzó el “Plan de Acción de Naciones Unidas sobre la seguridad de los periodistas y la cuestión de la impunidad”. Sobre ello se habla este domingo en este espacio, cuando estamos en medio de un conflicto que vuelve a desangrar a la humanidad.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
El 3 de mayo del 2013, en San José de Costa Rica, las y los periodistas nos propusimos, una vez más, “hablar sin miedo”. Era el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Por aquellos tiempos se calculaba que cerca de 1.500 trabajadores y trabajadoras de medios habían sido asesinados. Para dar respuesta a ese flagelo, se lanzó el “Plan de Acción de Naciones Unidas sobre la seguridad de los periodistas y la cuestión de la impunidad”. Barry James, en Press Freedom, una de sus obras, sostiene que “cada periodista asesinado o neutralizado por el terror es un observador menos de la condición humana. [Porque] Cada ataque deforma la realidad al crear un clima de miedo y autocensura”. Esa misma afirmación es la primera de las frases en la introducción de aquel documento que la Unesco sostuvo como “necesario para defender el derecho fundamental a la libertad de expresión y, al hacerlo, para velar porque los ciudadanos estén bien informados y participen activamente en la sociedad en su conjunto”. Pero, además, destaca que ese plan tiene como objetivo también, “obrar en favor del establecimiento de un entorno libre y seguro para los periodistas y los trabajadores de los medios de comunicación, tanto en situaciones de conflicto como en otras, a fin de fortalecer la paz, la democracia y el desarrollo”. Propone luego “incorporar las cuestiones de la seguridad de los periodistas y de la impunidad de los ataques perpetrados contra ellos en las estrategias de las Naciones Unidas a nivel de los países” con el fin de “alentar [a los Estados Miembros] la inclusión, en el análisis nacional, de un indicador sobre la seguridad de los periodistas”. Pero va más allá y se propone “alentar a los Estados Miembros a que cumplan plenamente la Resolución 29C/ 29 6 de la Conferencia General de la Unesco, titulada “Condena de la violencia contra los periodistas”, en la que se hace un llamamiento para que adopten el principio de imprescriptibilidad de los delitos cometidos por personas culpables de crímenes contra la libertad de expresión, perfeccionen y promuevan la legislación” en ese sentido. Recibimos aquella iniciativa con esperanzados aplausos. Si bien algunos indicadores son alentadores, entiendo que es necesario ir por más porque, en el 2013, también se instó a los países a que “perfeccionen y promuevan la legislación” en estas cuestiones y “a que examinen la manera de […] incluir también la promoción de la seguridad de los periodistas y la lucha contra la impunidad en situaciones en las que no hay un conflicto”.
ESPERANZAS RENOVADAS
Desde entonces, pasó una década. Estoy claro que ninguna ley contra femicidios u homicidios conseguirá que se deje de matar hombres, mujeres, transgéneros. No. Ninguna sociedad está blindada contra la criminalidad. No. De allí que, con el tiempo, quienes no dejamos de trabajar en contra de este tipo de violencias y sus efectos, nos esperanzamos cuando desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se plantea la necesidad de trabajar con nuestras miradas puestas en las que se conocen como las Tres P: Prevención, Protección y Procuración de Justicia. Pero que quede claro. No solo apuntamos a prevenir muertes de periodistas, sino también a evitar lo que el relator especial en Libertad de Expresión de la CIDH, Edison Lanza, el 15 de marzo del 2017, llama “el fenómeno de las zonas silenciadas”. Así define y categoriza “a diversas regiones de las Américas cuyas comunidades están siendo desinformadas y silenciadas por efecto de la violencia desatada por el crimen organizado para asegurar sus fines ilícitos, en algunos casos actuando en complicidad con autoridades locales o regionales infiltradas por las ramificaciones de estos grupos”. Precisa también que “este tipo de violencia afecta particularmente a los periodistas y trabajadores de los medios de comunicación que en la última década han sido víctimas directas de asesinatos, secuestros y agresiones en estos complejos contextos de violencia”. Quien quiera leer y entender, que lea y entienda. Quien quiera oír, que oiga. Pasó otro lustro. Nuestros muertos y muertas, nuestras víctimas, al igual que sus familiares, amigas, amigos, compañeros y compañeras de trabajo –que también son victimizadas cuando esas y esos seres queridos son alcanzados por la muerte– esperan respuestas.
UN HOY DE VIOLENCIA EXTREMA
La aldea global vive un momento de violencia extrema que nos afecta a todos y a todas. La guerra que Rusia le impone a Ucrania y a una buena parte del mundo, ocupa las primeras planas de los medios tradicionales –con mayor o menor despliegue– desde casi tres semanas. Grave. Las sociedades civiles de los dos países involucrados en forma primaria por el conflicto padecen las consecuencias. Las y los ucranianos mucho más porque en cada una de sus jornadas tienen que protegerse, en muchos casos sin lograrlo, de las lluvias de metralla que pone fin a sus vidas hasta algunas lunas atrás en paz, en democracia y colmadas de ilusiones. Las y los rusos que no fueron lanzados a la batalla y se encuentran muy lejos de la frontera en disputa, se angustian por las restricciones a las que se ven sometidos por sucesivas condenas económicas impuestas por los Estados Unidos y Europa que las y los limitan, básicamente, en sus prácticas de consumo. Otros, según se afirma entre 15 y 20 mil, murieron sin saber por qué o, peor aún, interpelados por relatos absurdos que nunca pudieron confrontar con otras fuentes para intentar saber por qué tienen que asesinar o por qué pueden ser asesinados. Las y los que todo lo saben procuran explicar lo inexplicable a partir de sesudas parrafadas que nos hablan de geopolítica, de historia, de religiones y de futuros. Siempre a la luz del día de hoy. Nada para comprender ni justificar sembrar la muerte en nombre de patria, de nación, de raza, de creencias, de comercio, de alimentación a quienes trabajamos por una ética humana, por una ciudadanía global o, para ser más preciso, por sociedades en paz, justicia y con instituciones sólidas, como lo propone el ODS (Objetivo para el Desarrollo Sostenible) 16 de la Agenda 2030. Penoso.
“PARA LIMPIAR LA ESCORIA”
Se desconocen aún cifras ciertas, confiables, sobre la cantidad de asesinatos que produce esta guerra. ¡Sí, guerra! Aunque Vladimir Putin, el comandante de la invasión a Ucrania, o el Patriarca Kirill I de Moscú –cristiano ortodoxo– no la llamen así porque se trata de “una operación especial” por la seguridad de Rusia “para limpiar la escoria”. Hasta el jueves último, los colegas periodistas Eugeni Sakun, Brent Renaud, Pierre Zakrzewski y la colega Oleksandra Kuvshynova, la “fixer” [así llama nuestro colectivo de trabajadoras y trabajadores de medios a choferes, guías, traductores que cooperan con las y los enviados en los lugares donde se producen los acontecimientos] se encuentran entre quienes son víctimas a las que los encontró la muerte cuando procuraban contar historias, en este caso, de guerra. Así lo reporta el colega Idafe Martín, desde Bruselas, al diario Clarín de Buenos Aires y reseña que, “desde el 2014 (cuando Rusia se anexionó Crimea y empezó a apoyar con armas, dinero y hombres a los separatistas armados del sureste ucraniano), han sido asesinados en el país (Ucrania) 13 periodistas”. La tele global permitió a quien quisiera ver cómo un vehículo con cinco trabajadores y trabajadoras de Sky News –TV británica– fueron tiroteados sin ningún motivo por los milicos rusos en un check point. “¡Journalist… Journalist… Press…!”, gritaban desesperados. Las ráfagas de ametralladoras acallaban sus voces. “¡Zhurnalistka… Nazhimat’..!. tronaba la voz de un fixer en ruso. Salvaron sus vidas milagrosamente. Como también, por fortuna, “los daneses Stefan Weichert (reportero) y Emil Filtenborg Mikkelsen (fotógrafo), tiroteados el 26 de febrero cerca de Ohtyrka”. Informarse para informar, es un derecho humano.
MATAR PARA QUE NADIE SEPA
Asesinar periodistas es una clara violación de esos derechos. Donde fuere. Matar trabajadoras y trabajadores de prensa es el grado más alto al que dictadores, autócratas, anócratas y criminales sin cargos políticos llegan con la voluntad de censurar. De ocultar, de mentir, de engañar. Para que la sociedad civil no sepa qué pasa en Ucrania, qué pasa en México o en cualquier parte. Las violencias contra este colectivo se extienden. Las organizaciones delictivas transnacionales de alta complejidad, las mafias en todas sus versiones, los señores de la guerra que trafican armas, los y las narcotraficantes, las y los que esclavizan personas, las y los explotadores sexuales de adultos, adultas, niños y niñas, los que comercian y denigran a migrantes, a desplazados, a personas en situación de tránsito y hasta delincuentes que fungen como líderes y/o lideresas políticas, también apuntan y dirigen sus armas y agresiones contra periodistas. Más cerca, en Latinoamérica –sin guerra, sin “operaciones especiales”– la situación es grave, dramática y trágica. De tanta intensidad y frecuencia que hasta se corre el riesgo de que se naturalicen socialmente esas prácticas criminales envueltas en la mayor impunidad.
DE ESTE LADO DEL MUNDO
En México, en lo que corre de este año 8 periodistas –José Luis Gamboa Arenas, Margarito Esquivel Martínez, Lourdes Maldonado, Roberto Toledo, Héber López, Jorge Camero Zazueta, Juan Carlos Muñiz y Armando Linares– fueron víctimas de sicarios. En Paraguay, en los 30 años que van desde el fin de la dictadura, 19 colegas fueron víctimas de homicidio. En Colombia, según Flip –desde 1977– 162 periodistas cayeron. Algunas y algunos asesinados por los grupos paraestatales, otros y otras porque así lo ordenaron los “narcotraficantes patrones del mal”. Entre ellos, Guillermo Cano –director del diario El Espectador– que el 17 de diciembre de 1986 fue ejecutado por matones a sueldo del Cartel de Medellín. Su sentencia de muerte lleva la firma de Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. En México, el primero de los asesinatos de periodistas que registra el Comité de Protección de Periodistas se remonta al 25 de diciembre de 1860. La víctima, Vicente Segura Arguelles. El flagelo de matar a los mensajeros es de larga data. Hay quienes dicen que se originó en la vieja Roma. Pero el mayor incremento en este tipo de hechos criminales se verifica, según la fuente, a partir del 2006. Algunos observatorios marcan el inicio del flagelo, en ese país, en el mismo inicio del siglo. Como fuere, hasta el 2012, dicen que las y los asesinados son poco más de 80. Si las víctimas se contabilizan desde 1980, el número, abrumador, asciende hasta algo más de 300. En Chile, dos años atrás, multitudinarias marchas que desembocaron en un grave estallido social fue el disparador para que el entonces presidente Joaquín Piñera ordenara gigantescas operaciones de represión violatorias de los derechos humanos que produjeron miles de víctimas entre la sociedad civil y no menos de 300 hechos de violencia extrema, con abusos sexuales, agresiones de todo tipo y miles de detenciones que tuvieron también como blancos preferenciales a las y los periodistas. Las colegas Pamela Vásquez, Jessica Acuña y el colega Marcel Gaete, en un reporte de excelencia que emitió el canal chileno La Red, dan cuenta que “solo dos causas por agresiones a periodistas, de un total de 300, fueron formalizadas” hasta el momento, “25 meses después”. Mora judicial. En Brasil, Perú, Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Cuba, Estados Unidos, Venezuela, Rusia, Arabia Saudita, también se verifican tragedias como las que se reseñan. Algunas zonas de la aldea global parecerían tornar a barrios peligrosos en los que la ilegalidad disputa con la legalidad sus áreas de poder y territorios. Los tribunales nacionales no parecen efectivos en la procuración de justicia para que el peso de las leyes caiga sobre sicarios y autores intelectuales de crímenes contra periodistas. No. Los Estados no exhiben públicamente voluntad inequívoca para prevenir y proteger a periodistas, comunicadores, comunicadoras, trabajadoras y trabajadores de medios. Apena. Una buena parte de la sociedad civil comienza a mirarlos como cómplices de las y los peores criminales. Aunque no lo crean.