Por Pepa Kostianovsky

Lo que nació como una relación correspondida, armónica y feliz, lo fue durante una década en la que nació una familia con dos hijos, proyectos y mucho amor. Pero la vida no siempre es lo que esperamos y el amor no salva de la tristeza ni del dolor que generan las pérdidas de quienes más amamos. Una “tercera en discordia” aparece cuando menos la esperan para destruir ese mundo feliz de forma brutal y arrebatarles el sueño de un futuro juntos.

Eduardo Dios era diez años mayor que yo. Y nuestro matrimonio sólo duró diez años, porque entró a tallar una tercera en discordia. Y se lo llevó.

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Era mucho más vieja, mucho más fea que yo. No tenía atractivos, ni sueños, ni qué compartir. Ni siquiera era capaz de ser cariñosa o imprevisible (como dicen que sabemos ser las mujeres), ni sensual. No copiaba para él las recetas de su madre, ni le conseguían las camisas de tela finita y celeste que el gustaban, ni se reía de sus humoradas. No vieron juntos “¿Arde París?” doce veces. No aprendió con él que las cáscaras del queso se comen, que las hojas de lechuga se parten con la mano. No fueron a Europa con los primeros pesos que pudieron juntar en su vida. No tuvieron dos hijos hermosos.

Él jamás le regaló perfumes, ni un anillo con dos hileras de chispitas, ni un auto usado en el que el dueño anterior había pegado una calcomanía que decía “Sonríe, Dios te ama”.

Ni le había declarado su amor mientras bailaban y hacía malabarismos para no pisarla con sus enormes mocasines. No le había dicho: “Si no querés contestarme ahora, puedo esperar. Pero no pienses demasiado porque yo te quiero mucho”.

Ella no le había regalado “Isabel viendo llover en Macondo” con una dedicatoria cursi, ni un corte de franela inglesa que ni siquiera alcanzó a entregarle al sastre. Ella no sabía el punto de cocción en el que le gustaban los bifes. Ni cuantas gotitas poner en su café.

Ella ni siquiera lo quería.

Pero una mañana helada vino a buscarlo a un hospital gris de Montevideo. Con la complicidad del millón de puchos que había fumado en su vida, se lo llevó.

No le importó que fuera mío. Ni siquiera preguntó de quién era. Me lo sacó de un golpe tan brutal que casi no pude llorar.

Me dejó a cambio las pesadillas y el remordimiento. Por no haberme atrevido a combatir su dependencia del cigarrillo. Rechazaba la impertinencia de ponerle límites, de no dejarlo fumar en el cuarto, de sacarle la cajetilla que él agarraba al mismo tiempo en que apagaba uno para encender el otro. Aun cuando ya el año anterior había hecho una crisis. Cuando ya, desde la vuelta del maldito exilio en Buenos Aires, su palidez, su desaliento y su cansancio eran el anuncio claro que ella andaba rondando.

Paradójicamente, así como despierta no puedo perdonar mi negligencia, mis pesadillas apuntan a sus culpas. Es recurrente encontrarlo en una fila, esperando un colectivo. Y yo le pregunto por qué se fue. Y él no me contesta, simplemente sube al ómnibus y se va. Y yo me despierto y tardo unos segundos, que parecen horas, en entender que no es así, que nunca más va a cruzarse en mi camino, que ella se lo llevó. Que está muerto.

El día en que regresé de Montevideo y entré en nuestra casa, volví la vista atrás y miré la puerta. Y entonces, cuando tomé conciencia de que ya no la vería abrirse para él, me ganó la cobardía. No quise quedarme allí. Sentía que podía enfrentar todo, menos la intrínseca crueldad de esa puerta por la que Eduardo ya no iba a llegar.

Eduardo había viajado a Montevideo con su amigo Gustavo Suárez por algunos negocios. Un vuelo desviado por el mal tiempo que les obligó a pasar la noche de un domingo helado, en el aeropuerto de Buenos Aires y le costó, en principio, una gripe, que casi enseguida se complicó en una neumonía y un cuadro agudo de edema pulmonar.

En la madrugada del viernes, Gustavo llamó a avisarme que había internado a Eduardo en el Hospital Británico y estaba muy grave. Conseguí un vuelo de Pluna que salía esa misma mañana. Lo encontré agonizando, pero consciente. Sus hermanos llegaron esa noche, desde Buenos Aires. Los médicos nos advirtieron que su corazón no resistiría más que unas horas.

Murió en la mañana de ese domingo. El más frío. El más triste. El más gris.

Lo enterramos el lunes. Lo estrecho de la comitiva, sus hermanos Carlos y Roberto, su amigo Gustavo, mis tres primos uruguayos y yo, contrastaba con la inmensidad de la pena.

Al día siguiente volví a Asunción.

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