Por Pepa Kostianovsky - Fotos: gentileza y archivo

Este relato nos lleva de la mano hacia un momento feliz, el amor correspondido, el noviazgo y la alegría de conocer a la familia del que será su esposo en la bella Buenos Aires. Anécdotas felices y momentos que hacen sonreír al recordarlos.

En una fiesta familiar, a mediados de mayo, a la que fui llegando tarde porque suponía que iba a ser bastante aburrida con el pretexto de que tenía clases hasta las 10, lo vi al entrar.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Su estatura lo hacía sobresalir casi una cabeza por encima de la concurrencia. Podía distinguir la frente amplia, el cabello lacio y los lentes. Eso, no más, ya me gustó.

Como la sala era pequeña y estaba llena de gente, no hacía falta demasiada estrategia para conseguir pasar justo en medio del grupo. Y nos presentaron. Resultó ser porteño y nos quedamos charlando aparentemente tan fascinados la una como el otro. Pero para mi sorpresa, el muy bodoque ni siquiera me pidió el número de teléfono. Y demás está decir que no me llamó.

Lo encontré un par de veces, bailando en la boîte del Hotel Guaraní con una rubia hermosísima. Apenas intercambiamos saludos.

Hasta que en el mes de enero, mi amigo Alberto Sekman, otro porteño que andaba dando vueltas por aquí, me invitó a su cumpleaños. No sería nada especial, sólo salir en un grupo de diez o doce a comer en un bolichón. Sin embargo, era inusual, ya que Alberto siempre andaba sin un peso. Después me enteré de que el festejo lo bancó Eduardo, con la condición de que yo fuera convocada.

Esta vez fue más piola, me pidió el teléfono. Y me llamó. Y salimos. Y nos pusimos de novios. Porque no solamente me gustaba a mí, sino que pasaba con las mejores calificaciones el test familiar. Eduardo era culto, inteligente, ingenioso y encantador.

Tenía sus defectos. Por ejemplo, hablaba rapidísimo, lo que hacía que al principio yo no entendiera la mitad de lo que decía, especialmente si era por teléfono. Por lo cual me limitaba a responder siempre “sí”, con lo que el pobre no solo pensó que yo era “buenita”, sino que se casó conmigo.

Otro de sus flancos débiles era no ser judío. Eso, en mi casa, pesaba poco y nada. Pero un día mi mamá se enteró de que era circunciso y no se le ocurrió nada mejor, “dada la feliz circunstancia” de sugerir que nos casáramos por el rito judío.

Lo lanzó de sorpresa, mientras estábamos cenando. Por un instante, nos quedamos todos mudos. Hasta que mi padre, con su proverbial sabiduría sentenció: “De ninguna manera. Estas conversiones impuestas son absurdas. Eduardo es, por sobre todo, mi amigo. Y yo a un amigo no le pido que haga el ridículo”.

Mamá ni siquiera se atrevió a volver a tocar el tema.

El 27 de diciembre del ‘69 aprobé la última materia de Derecho. Y el 6 de enero me casé con Eduardo Dios. Hacía un calor de 40 grados. Pasamos la noche de bodas en una suite del piso 15 del Hotel Guaraní, donde se descompuso la refrigeración. En los entreactos habremos tomado una docena de duchas. Yo salía al balcón, empapada. Eduardo se angustiaba pensando que alguien podía vernos, en cueros y abanicándome con la bandeja en la que nos habían traído las copas y la botellas de Cordon Rouge.

Unos meses antes de la boda tuve que acompañar a mi hermano a hacer unos trámites en Buenos Aires.

Eduardo quiso que aprovechara para conocer a su madre y sus hermanos. Para el efecto fui munida del vestuario correspondiente. Un trajecito rojo y uno de casimir y franela gris, cuya falda –por expresa disposición de mi mamá– era dos “dedos” más larga de las que habitualmente usaba. Para impresionar a mi futura suegra como una muchacha recatada.

En compensación, los centímetros se los resté a la falda del conjunto rojo, con el que una mañana salí a hacer compras con mi hermano y nuestro amigo Beto Krasnianky que, casualmente, estaba también en esos días en Buenos Aires.

En una tienda, la dependiente resultó ser paraguaya y nos atendió muy afablemente. Al despedirnos nos dio saludos para su familia –creo que era de Carayaó y, por supuesto, no tenían teléfono– y me dijo: – “Vos por aquí andás muy de minifalda, eh ¿Y si se entera tu mamá?”.

Habíamos salido del Hotel Crillón, instalado frente mismo a la Plaza San Martín, y fuimos caminando hacia Corrientes, con la intención de desayunar en algún sitio especial.

Lo especial resultó ser la Pizzería Roma, que se estaba abriendo justo en el momento en que pasábamos; Adolfo y “Beto” no pudieron resistir el aroma de la muzzarella. Sin perder la compostura, consumimos nuestras correspondientes porciones.

Y retomamos Florida.

Entramos en James Smart como si fuéramos tres aristócratas ingleses. Ellos elegían camisas y yo pañuelos de hilo y una chalina de vicuña para traérsela de regalo a mi novio. El vendedor era un señor mayor que parecía el duque de Windsor.

Aquello era el summum de la paquetería. Era una delicia vernos reflejados en los espejos. Ellos dos con sus ternos combinados en gris y azul. Yo con mi primoroso modelito. En un momento, el detalle imprevisto y blancuzco reclamó mi atención. Giré rápidamente y bajé la vista, paré para encontrarme con una generosa condecoración de muzarella que se escurría cadenciosa y grasienta en mi solapa izquierda. La saqué con un gesto tan veloz como casual. No podía colocarla en el cenicero, so riesgo de que al marcharnos el vendedor analizara el material. Comerla resultaba asqueroso. De modo que opté por guardarla en mi cartera, como quien saca un prendedor. Y continué con la elección de los pañuelos. Soberbia.

Por su parte, el equipo gris cumplió su función. “Chicha” y mis cuñados se quedaron encantados con la elegantísima paraguayita. Por especial encargo de Eduardo preparó para nosotros –Adolfo y Beto eran, lógicamente, de la partida– un “puchero a la española” sensacional, que fue nada más que su carta de presentación, ya que además de ser una cocinara excepcional, era cariñosa, simpática y adorable. Una gran señora. La quise mucho. Y no sólo porque era la madre de Eduardo, lo que en sí ya era un gran mérito.

Dejanos tu comentario