Terminar la secundaria y elegir una carrera universitaria pueden ser todo un drama. A pesar del desinterés de la protagonista de la historia, la presión materna pudo más y allí estuvo el diploma de abogada para adornar la pared. Pero para el entorno familiar el título universitario, la profesión de los hijos e hijas era –y aún es– algo de vital importancia.

  • Por Pepa Kostianovsky

Por si a alguien le inte­resan los motivos que me llevaron a estu­diar abogacía, les diré que fue absolutamente casual. Yo no tenía el menor interés en las leyes, a las que jamás consi­deré dignas de arrimarse a la justicia.

Al terminar el bachillerato solo tenía diez y seis años y estaba bastante harta de tener que acumular datos que no me interesaban en absoluto, como el orden de los planetas en relación con la distanciad del Sol, las declinaciones del latín, el funcionamiento del intestino grueso y el uso de la tabla de logaritmos, que hasta hoy sigo sin saber qué cuer­nos son.

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De modo que mi abanico voca­cional era particularmente estrecho. Mi mamá sugería que estudiara odontología, que a su criterio era una carrera ideal para una mujer porque podía instalar el consultorio en la sala, sin tener que descuidar la casa. Contradictoria mi mamá, ¿no? Demás está decir que su propuesta ni siquiera era con­siderada.

Mi hermano quería que estu­diara Arquitectura. Sencilla­mente porque él estudiaba Ingeniería y de ese modo podríamos consolidar nues­tro incesto intelectual. Pero yo era pésima para el dibujo. Y las matemáticas, a pesar de resultarme divertidas, me daban pereza.

Mi papá veía lógico que estu­diara Letras o Historia. Pero mi mamá dijo que si “pasaba algo”, con tales carreras me moriría de hambre dando cátedras. No sé si necesito aclarar lo que significaba “pasar algo”. Como bien suponen, se refería a una virtual viudez, abandono de marido (por entonces una no se divorciaba si el marido no la dejaba plantada) o definitiva “solteronía”.

La verdad era que yo no quería estudiar. Nada. Pero mi mamá se podía llegar a morir. Y ni hablar de mi hermano, que se negaba a admitir la mediocri­dad de mi cerebro. Papá que, además de irresponsable y libre­pensador, podía ser más realista, intentó contener aquella crisis familiar, argumentando: “No es por halagarla, ni porque sea mi hija, pero la verdad es que la pobre es bastante burrita”.

Ni siquiera me dieron la opor­tunidad de agradecerle su apoyo, Mamá le ordenó que no se meta. Y siguió martiri­zándome con conjeturas abso­lutamente abstractas como el futuro, las oportunidades, la independencia, que a mi me importaban un pito.

En eso andábamos cuando apareció por casa, como por casualidad, Carlitos López, mi compañero de colegio pre­ferido, mi amigo del alma. Nos sentamos, como siempre, a tocar guitarra y hablar de cual­quier cosa, cuando de pronto él abordó el tema.

¿Es cierto que no querés ir a la universidad? ¡Vos estás loca! ¿Qué vas a hacer, si ni novio tenés? Entrá aunque sea en Derecho, que es una boludez.

Pintó mi panorama con pince­ladas tan certeras que impactó en mi ánimo.

Y acepté la idea.

Tal como había imaginado, Carlitos había sido convocado por mi madre, que irrumpió celebrando mi reencuentro con la cordura y agradeciéndole a mi amigo su invalorable aporte.

Ingresé a Derecho y cursé regu­larmente la carrera. Me recibí de abogada y jamás me preo­cupé siguiera de matricularme. Ya durante la época de estu­diante, en que hice una pasan­tía con el doctor Hugo Allen, comprobé que tenía alergia a los tribunales y a todo su con­tenido humano y mobiliario.

Carlitos López fue lo suficien­temente astuto como para irse a vivir a Australia, por si se me ocurriera tomar venganza de su comedido golpe a mi liber­tario timón.

Debo, sin embargo, confesar que no me causó mayor per­juicio. Algo de lo que aprendí me sirve de vez en cuando. Y la Facultad de Derecho, ade­más de un antro de pyragües y un caldero de ignorancia, era un ambiente muy divertido. La mitad de los profesores no se molestaban en dar clase. Y de la otra mitad, la mayoría les importaba un rábano que uno asistiera o no.

De modo que nos servía de pretexto –a mi, a mis amigas entrañables, Teresa Capurro y Myriam Gianni, y a la casi totali­dad de las chicas que optábamos por tan pomposa carrera– para ir de rigurosa faldita cortona y tacos altos, a coquetear con los novios ajenos. Solamente a una tonta se le podía ocurrir ponerse de novia con un estudiante de Derecho. El encanto estaba en tener un candidato en otra dis­ciplina y “cabezudear” con los futuros colegas.

Los límites de estos operativos por lo general quedaban des­marcados por los corredores de la vieja casona de Mariscal Estigarribia y Yegros, que había sido la caballeriza de Madame Lynch y albergó por años a la Facultad de Derecho. Alguna vez podían implicar un des­plazamiento furtivo hasta la Munich de Benjamín Cons­tant. O una sesión de vermouth en el súper pullman del cine Victoria.

Y, por no pecar de ingenua, imagino también encuentros menos públicos y menos osados.

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