Por Pepa Kostianovsky
Las anécdotas de la infancia y adolescencia, de los años de estudio y las amistades nacidas en el barrio y en el colegio. Historias que viajan por las veredas de la Asunción de hace décadas a través de los nombres y personajes que quedaron grabados en la memoria como los de la bella vecina que se salvó de los campos de exterminio nazi y vivía vestida de fiesta para celebrar la vida.
Cada mudanza implica para un niño un mundo nuevo. Cambiar amigos. En México 934 encontré a Luli, que era un poquito menor que yo, pero tenía hermanos y montones de primos, que pasaron a ser mi nueva barra. Eran judíos y con ellos empecé a frecuentar a otros chicos de la colectividad.
Todo aquello coincidió con el tiempo en que comenzamos a ir a fiestas. Y a pensar en novios. Los fracasos románticos en mi cumpleaños de quince, no implicaron que esa época no fuera muy divertida. Y sobre todo muy bailada. Por ese entonces, se había puesto de moda tocar guitarra. El repertorio en boga –no sé por qué– era la zamba argentina. Yo no podía estar fuera del circuito.
Aprendí a mal acompañar unos cuantos temas y con ellos, por supuesto, acrecenté considerablemente mis cualidades, tanto en el colegio, como en el barrio. Recuperé un caudal de “estelaridad” que tenía en cuarteles de invierno desde la época de 25 de Mayo.
Luli también estaba en el Internacional. Por supuesto, íbamos y veníamos juntas. Nuestro recorrido de la mañana lo hacíamos bajando rápido México hasta 25 de Mayo, donde tomábamos el tranvía, en el cual ya estaba instalado nuestro embelesado “cortejo” Nené Domínguez, los Nasta, los Jure y algunos más a los que prefiero no comprometer.
De vuelta, el ómnibus nos dejaba en Cerro Corá y Caballero. Y veníamos a paso lento, para dar tiempo a que nos piropearan otros galanes de la zona. En uno de esos mediodías le comenté a Luli que la costurera de mi mamá se había enfermado y necesitaba a alguien que me hiciera una falda. Daba la casualidad de que en México y Azara, en un local que siempre estaba con las cortinas alzadas, trabajaba la modista de Luli. Entramos a preguntarle si tenía tiempo para mí. La señora accedió amablemente y hasta se apresuró a tomarme las medidas. Salimos de allí con el compromiso de llevar la tela esa misma tarde. Cuando llegué a casa y se lo conté a mamá, ella –sin preocuparse demasiado– me dijo: “Justamente hoy vino Zoraida y se llevó el corte, mañana va a venir a probarte”.
Yo tampoco me alarmé, al fin de cuentas, bastaba con explicarle a la señora lo que había pasado. Pero para Luli aquello fue tremendo, le parecía que no podíamos plantarla. Estaba realmente angustiada, al punto que me obligaba a pasar por su puerta corriendo, todos los días, de ida y de vuelta. Hasta que una semana después se presentó la situación insoslayable. Luli necesitaba un vestido nuevo y tendría que enfrentar a la agraviada modista.
–¿Qué voy a hacer si me pregunta por vos? –me planteó desolada.
–Decile que me morí.
Al día siguiente, me relató el desenlace. Tal como ella suponía, la mujer le preguntó:
–¿Qué pasó con tu amiguita, que no vino más?
–Se murió –respondió Luli, compungida.
–¿Cómo se va a morir? Si todos los días pasan por aquí, corriendo, juntas.
–Entonces su mamá me mintió –fue la inmediata respuesta de Luli, que con ello deslindó toda responsabilidad en el odioso incidente.
También fue en la casa de la calle México donde tuve mis primeros encuentros tangibles con la tragedia.
En la vereda de enfrente vivía Esther Brom, una señora cuyo hermoso rostro desentonaba con el exceso de adornos. El cabello platinado y peinado en un rígido y afectado mechón, la boca empecinadamente roja, el negro remarcando sus lindos ojos
rasgados, los vestidos con flores y bordados multicolores, las uñas insólitamente largas, los aros y los collares.
Esther y su hermana Sonia eran sobrevivientes de los campos nazis. Habían entrado siendo niñas, con sus padres y otros hermanos. Por algún inexplicable juego del destino, las dos muchachas habían logrado salvar cuatro años de horroroso martirio.
Y terminada la guerra, vinieron al Paraguay, donde vivían sus hermanas mayores que habían emigrado antes del apocalipsis. A menudo cruzaba a charlar con mamá, que le daba el abrazo cálido de su silencio para escuchar sus dolorosos relatos. Por entonces y en estas latitudes a nadie se le ocurría pensar en apoyos psicológicos. Todo lo que empezara con psi estaba directamente relacionado con la locura absoluta. Y Esther estaba tan milagrosamente cuerda que celebraba la vida cada día, vistiéndose de fiesta.
Yo había nacido dos años después del final de la guerra y la asumía como un hecho acabado, lejano, ajeno. Al oír las historias de Esther, tan próxima, tan cierta, tan parte de mi mundo, entendí que todo aquello seguía quemando, en carne viva. Que no había cicatrices, sino llagas ardientes. Y me invadía una impotencia abrumadora. Porque yo quería pedirle perdón, pero me daba vergüenza.