Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Varios años atrás, tal vez, allá por el invierno del ‘91, en el siglo pasado, un golfer contaba entre ironías, que seis décadas antes de esa tarde, en el mismo lugar donde en aquel momento nos encontrábamos, el Golf Club Mar del Plata, un caballero que concitaba la atención de sus contertulios, aunque procuraba discreción, preguntó en voz casi inaudible: “Do you know where the prince is? I’ve been looking for you for more than an hour”.
Nadie supo responder. Los rostros y las actitudes de ese puñado de encumbrados señores trasuntaban angustia y, por qué no, desesperación. Nadie sabía dónde se encontraba el príncipe Eduardo de Gales en Mar del Plata. Corría 1931 cuando quien, 5 años más tarde, por poco menos de doce meses sería el rey Eduardo VIII del Reino Unido de la Gran Bretaña, estaba inhallable. El viernes se agota. El sábado se aproxima indetenible. Asunción, después de una jornada abrasadora, transita una noche apacible. ¿Cervecera? Casi. Aunque mi gusto, para momentos como este, se marida mucho mejor con un Cristal Brut Louis Roederer 2008 enfriado a 10°. Un sumiller español, en una larga madrugada me explicó que ese vino espumante de excelencia “a 10°, lo bebía el zar Alejandro II que, desde 1876 encargó al mismísimo Roederer que cada año guardara para el imperio el mejor de sus vinos y, desde entonces, comenzó a construirse la bien ganada fama de esa exquisitez gloriosa”.
UN PRÍNCIPE HEREDERO EN MAR DEL PLATA
Qué bueno que, en esta noche sin apuros, pero con historias, con memorias, con cuentos, con anécdotas, hayamos coincidido en un verdadero cónclave de noctámbulos periodistas veteranos que, esporádicamente, con nostalgia, recordamos aquellas redacciones que transitamos, especialmente, en una buena parte del siglo pasado. La tertulia nocturna va por cualquier parte. “¿Se sabe por qué y para qué el príncipe Eduardo de Gales fue dos veces a Mar del Plata [uno de mis lugares en el mundo 1160 Km al Sur de aquí] en las primeras décadas del siglo 20?”, preguntó Augusto Dos Santos mientras sus ojos parecían deslumbrarse con las volutas de humo del puro que disfrutaba. Cosa mágica el pasado que, de la mano de la memoria –pensé– troca en presente a partir de la palabra. Varios pares de ojos hacían foco sobre mí. “Dale, cuenta.
Si no lo sabes tú, ¿a quién preguntarle?”, dijo el querido Mauricio Weibel Barahona –mi hermano menor del corazón en Chile– mientras levantaba una copa desafiante. Noté que un mesero se acercó interesado. En ese trance, creo que con el tono de voz más adecuado para construir intimidad, expliqué que mi amigo y colega periodista Nino Ramella, corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires en tierra marplatense, es un memorioso como pocos. Pero, hay que decirlo, Ramella, en nada se parece a Ireneo Funes, un gaucho uruguayo, de Fray Bentos, que “vive a la vuelta de la quinta de Los Laureles”, aquella propiedad familiar de Jorge Guillermo Borges y Leonor Acevedo Suárez, en zona rural uruguaya, cercana al río Uruguay, donde –según Enrique Raúl Estrázulas Montero, escritor, dramaturgo, periodista y diplomático uruguayo, creador del semanario “Brecha”– fue engendrado Jorge Luis Francisco Isidoro Borges, su nombre completo, quien en 1944, publicó la historia de Funes en una tan breve como maravillosa historia. Pero, aunque Funes y Ramella coinciden en la enorme capacidad de ambos para memorizar, divergen en la forma en que cada uno de ellos procesan y elaboran lo que memorizan. Ireneo, no siempre memorizó. Nino, sí.
El fraybentino alcanzó su comentada aptitud luego de caer accidentalmente de un caballo y perder su capacidad motriz. Quedó postrado para siempre en un catre dentro del rancho que habitaba. Pero, una de las muchas contusiones que le produjo la caída, la que afectó su cráneo, al parecer, lo incapacitó para las generalidades y lo que memorizaba, era una suerte de recolección acrítica de datos que, por cierto, se desvalorizaban, justamente por ello. Ramella, en alguna parte de su vida también coincide con Funes en las cabalgatas. Desde los cuatro años, fue jinete en La Lucía de Oriente, una estancia familiar bonaerense. Nunca cayó de la cabalgadura. Se dice que porque uno de sus abuelos, siempre cuidó que los peones le prepararan los equinos más mansos. Uno de los chuchos que jineteaba, incluso, me contaron que era tuerto. A diferencia de Funes, la memoria de Nino es definitivamente crítica y esto le permite compartir historias cargadas de simpatía, ironías y mordacidades. Sus voluntarias desmemorias, por cierto, mucho las valoramos sus amigas, amigos y mucho más quienes no lo son.
LOS AÑOS DE LA BELLE EPOQUE
Con ansiedad, Pepe Costa, me urgió. “¿Y el príncipe de Gales?”. Lentamente, respondí. “Nino, Pepe, recuerdo que algunos años atrás, varios, en una tarde de invierno marplatense, contó que el príncipe llegó por primera vez a Mar del Plata en 1925. En el puerto de esa ciudad, lo esperaba el crucero de batalla HMS Repulse que días antes lo dejara en Montevideo, Uruguay. Desde allí, en una embarcación de menor calado, llegó al puerto de Buenos Aires desde donde, en tren, viajó a Chile. Regresó, por el mismo medio, en pocos días. El crucero real desde la capital uruguaya navegó hasta el puerto marplatense, de buen calado entonces, que se inauguró formalmente el 24 de febrero de 1913. De aquella visita que su alteza real realizó a la “Biarritz argentina” –como las familias más adineradas de ese país llamaban por aquellos años de “belle epoque” a Mar del Plata– no se conoce demasiado. Sin embargo, de su regreso y permanencia en 1931, se sabe un poco más. En aquella ocasión, tal vez, invitado entre otros por Alberto Enrique del Solar Dorrego, cuya familia pasaba muchos meses en la ciudad, relevante jugador de golf, el príncipe fue desafiado a una vuelta al green.
El club house de la entidad de la que el desafiante fuera presidente, lucía espléndido. Era el mes de marzo cuando el príncipe, su coequiper José Jurado y los desafiantes, el ya mencionado Del Solar Dorrego junto con Tomás Genta hicieron el primero de los hoyos. Un nutrido grupo de curiosos los rodeaban. Caminaron –como lo exige ese deporte– por varias horas en las que, además, se tomaron varias fotografías. Nunca nadie me contó quiénes fueron los ganadores. Sí recuerdo que Ramella destacó que el futuro rey visitó las residencias de las hermanas María Unzué de Alvear, Concepción Unzué de Casares y Josefina Unzué de Cobo, además de la estancia Chapadmalal de la familia Martínez de Hoz y que su lugar de alojamiento fue en las instalaciones del golf de Playa Grande. Y, ese lugar es donde los custodios del príncipe de Gales se alarmaron porque el custodiado desapareció por más de medio día.
No se sabe hasta hoy qué hizo en aquellas horas misteriosas junto con quienes también son sus acompañantes misteriosos. ¿Realmente, se habrán ido de joda? Quizás. “El príncipe Eduardo era inquieto, juguetón y travieso”, dijo en tono de broma no tan broma y con una sonrisa que invitaba a suponer alguna aventura non sancta de su alteza, el querido Oscar Flores, otro colega periodista que, hasta ese momento, había permanecido en silencio. Reímos. “Nino, quien asegura conocer los verdaderos motivos de la ausencia principesca, nunca quiso compartirme ese secreto”, respondí y agregué: “Pese a que insistí mucho, se negó rotundamente porque ‘los caballeros no sabemos ser indiscretos’”, respondió una y otra vez. “Pero si hubiera sido una salida sin importancia, sin travesuras, ¿por qué la ocultaría su amigo?, dijo el curioso mesero, con los ojos enormemente abiertos. No supe qué responder.
“EL TITANIC DE LAS SIERRAS”
Pero sí recordé a quienes me acompañaban que Eduardo de Gales era un visitante frecuente de esta zona de la que ahora dan en llamar el fin del mundo. De hecho, en 1916, más precisamente el 9 de julio, estuvo en una de las propiedades del entonces “rey de los banqueros” argentinos, el también terrateniente Ernesto Tornquist, en Villa Ventana, unos 475 km al oeste de Mar del Plata. En esa fecha se celebró el centenario de la independencia argentina en el Club Hotel de la Ventana, que entre estupendos servicios, ofrecía un casino enorme que funcionaba las 24 horas, pisos cubiertos por alfombras de Persia, mobiliario especialmente traído desde fábricas europeas y hasta una zona especialmente preparada para suicidarse, en el caso de que quisiera hacerlo allí quien perdía en la sala de juegos, aunque parezca increíble.
No faltaba ningún detalle de lujo para vivir ni para morir. Las familias más acaudaladas de la Argentina estuvieron allí junto con sus altezas reales el príncipe Eduardo de Gales y la infanta Isabel de Borbón, primos lejanos y con el presidente argentino de entonces, Julio Argentino Roca, quien estaba convencido que esas instalaciones eran “la maravilla del siglo”. Un poco exagerado este Roca, por cierto, y con todo respeto. Pero quizás valga destacar que, con el tiempo, a poco de comenzar el 1940, a ese lugar comenzó a llamárselo popularmente como “El Titanic de las Sierras”. Los que así lo señalaban se inspiraron para hacerlo en el transatlántico británico del mismo nombre que, pese a ser imposible de hundir, según sus fabricantes, entre el 14 y el 15 de abril de 1912, en su viaje inaugural, desde Southampton a Nueva York, se hundió en el cuarto día de navegación, 600 km al Sur de Terranova, antes de ingresar en el Atlántico Norte, después de chocar contra un enorme témpano; 1496 pasajeros descansan desde entonces en esa profunda tumba marítima. Pero, pese a ese trágico final conocido, al Club Hotel de la Ventana, por muchos años lo llamaron así.
RELACIONES PELIGROSAS
¿Qué vincula aquella presencia del príncipe Eduardo en ese lugar para ricos con esta historia incierta y lo que tiene que ver con la abdicación de quien, años más tarde, fuera el rey inglés por casi doce meses? Ese resort de principios del siglo 20, era también punto de reunión de los más encumbrados nazis argentinos que allí recibían con admiración, vítores y aplausos a dirigentes y militantes del nacionalsocialismo, al igual que a espías del Tercer Reich que llegaban desde Alemania. El propio banquero Tornquist era un nazi sin disimulos. Pero, la historia, implacable, con gran cantidad de testimonios fotográficos y exhaustivos trabajos realizados por historiadores notables, prueba que el rey Eduardo VIII tenía, por lo menos, buenas relaciones con el dictador y genocida Adolfo Hitler.
Tal vez no sea sorprendente que en ese punto de encuentro del nazismo criollo haya estado el príncipe de Gales. ¿Por qué habrá abdicado, entonces? La historia oficial de los Windsor sostiene que fue por amor a Wallis Simpson, una estadounidense divorciada. Pese a ello, otros y otras sostienen que fue porque el trono era incompatible con la buena relación con los nazis. ¿Quién o quiénes tendrán la verdad? Cómo saberlo. Pero hay un dato llamativo. El que fuera Club Hotel de la Ventana, cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, devino en un centro de recuperación para los marinos alemanes del Admiral Gran von Spee, el acorazado de bolsillo del III Reich que, en 1939, fue hundido por su comandante, Hans Wilhelm Langsdorff, luego de ser derrotado en un duro combate naval por tres buques de la armada inglesa. ¿El príncipe de Gales, el ex rey y hasta su muerte duque de Windsor, era nazi? Difícil responder. ¿Dónde habrá estado el medio día que desapareció en Mar del Plata? No lo sé. ¿Tendrá todo que ver con todo?