Por Pepa Kostianovsky
Anécdotas en las que se mezclan los dramas con el humor, llegan de la mano de este relato singular perteneciente al volumen “Desde el Otoño”. Dos historias sobre la vida en la Asunción de los años 60 que nos hacen sonreír.
Un día, por el año 61 a mi mamá se le ocurrió que estaba cansada del “enorme caserón” de Nuestra Señora. No sé de dónde habrá sacado ella lo de “enorme” , ya que para entonces Adolfo había vuelto de La Plata y la Bobe se había instalado definitivamente en Asunción. La casa, si bien era vieja, era muy agradable. Pero ella decidió que debíamos “modernizarnos” y vivir en un departamento.
Así fuimos a parar a la calle México 934, a un primer piso en el que lo único que ganamos fue estar todos apretados por la cantidad de muebles y planteras con que mamá llenó el minúsculo “estar”, para reemplazar el frondoso tarumá y los jazmineros de la casona abandonada.
Como mi hermano estudiaba Ingeniería, había instalado en su cuarto una mesa de dibujo cuyo tablón cubría parte de la cama y a su vez impedía que la puerta se cerrara. Los cajones del ropero solo podían abrirse hasta la mitad. Y, como no había forma de colocar una mesita de luz, el velador pendía de un estante de la biblioteca.
Aquello era más abigarrado que el salón de remates de mi abuela Olga. Sin embargo, siguió siendo nuestro espacio de tertulias trasnochadas.
Cuando Adolfo regresaba de visitar a su novia y se ponía a trabajar con escuadras y portalíneas, yo me acomodaba enfrente. Él elegía un libro y me indicaba los párrafos o los versos que quería escuchar.
-No declames –me corregía– , simplemente leélo, a media voz, desde lo profundo, pausado, claro, como si lo estuvieras diciendo.
El repertorio era impredecible. De César Vallejo a un poema lunfardo. Desde el monólogo de Hamlet a “Los versos del capitán”. De Huck Finn a “El gigante egoísta”.
A menudo eran textos que él sabía de memoria. Y coreaba mi lectura con un murmullo, marcando siempre el compás y la cadencia, saboreando de cada palabra la esencia de su belleza.
Esa casa fue escenario de muchos cambios en nuestras vidas. No solo nos hicimos adultos –que al final de cuentas, es algo natural– sino que por primera vez tuvimos automóvil y teléfono.
Lo del auto fue una experiencia frustrada, que determinó una larga postergación. Papá aceptó los reclamos de toda la familia, pero advirtió que él no estaba dispuesto a aprender a conducir.
Yo era demasiado chica. Pero tanto Mamá como mi hermano decidieron tomar el toro por las astas.
El auto era un Morris viejo y bastante destartalado, por fortuna, ya que el destino le deparaba los peores tratos.
Por entonces no existían las academinas especializadas. Mamá contrató a un mecánico de barrio para que hiciera de instructor. Adolfo dijo que no lo necesitaba, que él ya conocía lo elemental y su amigo “Pibi” Cubas estaba dispuesto a entrenarlo. Esa misma siesta fueron a dar vueltas por el Parque Caballero. Y de regreso, cuando intentaba guardar el coche en el garaje de la casa de mi abuela, se llevó por delante el portón de madera y lo arrancó de cuajo.
Mamá lo acusó de irresponsable por empecinarse en tomar lecciones con otro chiquilín como él. Y decidió que el auto era de ella.
Con su improvisado profesor, por unos días se limitó a transitar por el parque. Hasta que se animó a tomar el volante unas cuadras antes de llegar. Con tan poca suerte que, cuando se disponía a entrar, vio que venía saliendo un camión que –según ella– era enorme, motivo por el cual intentó frenar pisando el acelerador. Como el choque ya era inminente, atinó a dar un golpe de volante y fue a dar contra una de las columnas del portal que se vino abajo, con cartel “de bienvenida” incluido.
Las desgracias no vienen solas. Era mediados de mayo y, al día siguiente, para participar de las fiestas patrias venía el presidente del Uruguay, cuya agenda lógicamente incluía una visita al Solar de Artigas.
Mamá y su entrenador quedaron detenidos en la comisaría, donde afortunadamente le permitieron usar el teléfono para llamar a mi tío Mario, que se ocupó de conseguir un par de albañiles para que repararan el daño durante la noche. Y coimeó al comisario para que la dejara ir a dormir a casa.
No sé que hizo papá con el Morris, pero no lo vimos nunca más.
Lo del teléfono, por el contrario, fue exitoso y definitivo.
Por aquellos años, los mendigos de Asunción eran pocos y conocidos. Cada uno tenía su clientela. Y recorrían los negocios del centro, en días fijos. Los miércoles pasaba el viejito que tejía, los viernes Ña Gerundia que llevaba una sillita a cuestas para sentarse donde se sintiera cansada, etc.
Mi papá acostumbraba a darles limosna. Y mi madre lo recriminaba. Él argumentaba: “Los que tienen hambre siempre encuentran quien los ayude, no sé por qué les niegan compasión a los que tienen sed”.
Uno de sus protegidos era Taranchenko, un inmigrante ruso que ni siquiera era muy viejo, simplemente los malos tratos de la vida o el buen sabor de la caña lo habían llevado a la mendicidad.
Taranchenko, además de borrachín era osado. Pasaba por la oficina que papá y sus hermanos tenían en la calle Palma y, cuando no se encontraba a su proveedor, venía hasta nuestra casa. Un mediodía llegó antes que mi padre. Mamá le dijo que no estaba –sin la mínima amabilidad– y agregó que no sabía si vendría a almorzar.
Taranchenko –sospechando que mentía– le sugirió que lo llamara por teléfono, para esperarlo o no. A lo que ella respondió, fastidiada.
–No tengo teléfono.
–¿No tiene teléfono? ¿Por qué?
–¿Usted no sabe que es imposible conseguir una línea?
–¿Ya la solicitó? –insistió Taranchenko– que no solamente era lúcido, sino que se expresaba con absoluta propiedad.
–Por supuesto –refunfuñó mi madre–.
–Déme el número de su expediente.
Mamá lo dejó parado en la puerta y, sin entender por qué le hacía caso a aquél borrachín impertinente, fue a buscar el comprobante de la solicitud presentada hacía más de un año. Anotó los datos en un papel. En eso llegó mi padre y le dio su “semanal”.
–Ese borracho está loco –sentenció mamá– y yo más loca que él para molestarme en buscar la contraseña.
–Este pobre tipo anda entre otros infelices , por ahí tiene algún amigo pyrague en la telefónica –replicó papá con su habitual optimismo.
El lunes por la mañana vinieron llegando tres operarios. Mamá estaba tan alucinada que no podía ni siquiera decidir dónde quería que le instalaran el aparato.
Al siguiente sábado, mamá recibió a Taranchenko muy sonriente, le agradeció el teléfono y le dio un generoso billete. El tipo ni siquiera le prestó atención. Metió el dinero en el bolsillo y se quedó en la puerta vecina, esperando que llegara papá, para pegarle un segundo mangazo.