Por Aldo Benítez, Agustina Bordigoni y María Constanza Costa

Fotos: gentileza y archivo de La Nación

La pandemia del covid-19 generó un fenómeno migratorio que obligó a miles de familias a retornar a sus países, de los que una vez huyeron, casi siempre en condiciones desfavorables y bajo incertidumbre. En algunos casos, los migrantes tuvieron que dejar el trabajo, su educación y la de sus hijos, amistades, lugares queridos, el barrio. En suma, todo lo que significa tener una vida establecida.

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En Sudamérica, donde los gobiernos no han desarrollado estrategias para atender este proceso de retorno de miles de personas, el panorama resultó complicado. Para otros, volver fue precisamente lo contrario: significó recuperar y reiniciar familias, trabajos y vidas que nunca se dejaron atrás.

La migración es un horizonte de esperanza. Durante décadas, países como Brasil y Argentina han sido receptores de migrantes de diferentes nacionalidades, pero con la misma urgencia: una mejor oportunidad de vivir. La pandemia del covid-19 trajo incertidumbre y ese horizonte de esperanza comenzó a verse de manera borrosa.

Al menos 37.302 migrantes paraguayos que estaban en Buenos Aires, Argentina, volvieron a su país desde el inicio de la pandemia hasta agosto del 2021, según datos oficiales de la Dirección General de Migraciones.

La Encuesta Nacional Migrante en Argentina indica que el 51% de las personas consultadas vieron interrumpidas sus fuentes de empleo durante la pandemia. Por otro lado, el 80% no pudo acceder al Ingreso Familiar de Emergencia –una ayuda económica implementada por el gobierno–, en la mayoría de los casos porque no cumplía con la residencia regular mínima requerida de dos años.

No solo los paraguayos regresaron a su país: en julio del 2020 el Instituto de Derechos Humanos de Chile declaró que más de 2.000 trabajadores bolivianos habían regresado a Bolivia desde el inicio de la pandemia.

Este reportaje recoge la historia de familias –en este caso paraguayas– que tuvieron que volver a sus lugares de origen en el contexto del covid-19. Asistidos o sin ayuda de ningún tipo, algunos de manera forzada y otros por su propia voluntad, las y los protagonistas de estas historias lograron sortear las restricciones impuestas, la burocracia y los controles más estrictos en las fronteras para retornar.

Y es que así como migrar es un horizonte, muchos horizontes se abren en cada relato. Pero todos ellos están unidos por ese camino de volver.

“Cuando empezó la pandemia, como que el mundo se me dio vuelta”

Los últimos ocho meses en la vida de Mildred Iriarte se han limitado al cuidado de su madre, de su tía y a buscar trabajo. Desde que volvió a Asunción desde Buenos Aires, Argentina, en diciembre del 2020 y en medio de la pandemia, sus días han transcurrido en buscar remedios, ir a farmacias, hacer gestiones, presentarse a entrevistas y resistir a los cambios que de un golpe, el covid-19 generó en su día a día.

Al igual que miles de connacionales, Mildred encontró en Buenos Aires, la capital argentina, la oportunidad de tener una mejor calidad de vida. Con la pandemia tuvo que volver a Asunción para cuidar a su madre y a una tía que dependen de ella.

Vía streaming, Mildred cuenta que viajó a Buenos Aires en el 2015 para conseguir empleo y estudiar. Empezó a trabajar en una fundación ese año. Luego, postuló en ONU Mujeres y quedó elegida. Estaba estudiando en una maestría que le encantaba, cuenta. Cuando todo parecía ir muy bien para ella, se vino la pandemia en la región y todo cambió.

La Argentina había decretado el cierre de fronteras que se extendió por más de un año. Muchos paraguayos y argentinos ya no pudieron volver una vez que llegaron a sus países. La pandemia cambió todo trato internacional.

Paraguay, que en principio se había destacado por tomar medidas preventivas a tiempo –por ejemplo la cuarentena estricta– y tener pocos contagios en los primeros meses, para junio del 2021 se convirtió en uno de los países con la mayor cifra de muertes por covid por cada millón de habitantes a nivel mundial.

El país atravesó, a partir de enero del 2021, uno de sus mayores dramas sociales en su historia reciente. Hasta diciembre del año pasado, se reportaron 16.620 fallecidos a causa del virus. Según registros del Ministerio de Trabajo, 15.000 trabajadores fueron suspendidos de sus puestos laborales en el primer semestre del 2021 a causa de la pandemia. Con este panorama, Mildred tuvo que volver.

“Yo soy hija única y de madre soltera. Por ende, todo el peso del cuidado estuvo siempre sobre mis hombros. Ocurrió que vino la pandemia y ella vive con su hermana, que ya tiene más de 80 años. Me dijeron que necesitaban que yo viniera, porque no podían ellas dos con todas las cosas” dice Mildred.

Aquello de “todas las cosas” significa estar en el día a día. Cuando tienen que bañarse, Mildred las ayuda. Si necesitan algún remedio, Mildred sale a buscarlo. Si quieren movilizarse, incluso mínimamente, Mildred es la encargada de atenderlas para que lo hagan en forma segura.

La mamá de Mildred es jubilada docente y la tía es jubilada por el Instituto de Previsión Social (IPS), cuyos haberes mensuales no superan los 600 dólares.

“Tuve que pagar un vuelo carísimo, porque no había de otra para venir” dice. Al llegar al país, la situación que Mildred encontró en su casa le resultó devastadora: Su madre y tía estaban viviendo al límite, ya casi no podían movilizarse ni para hacer las compras mínimas. Antes de la pandemia, había gente trabajando en la casa pero con la llegada de las restricciones, tuvieron que volver a sus casas. Durante la ausencia de Mildred, ninguna institución estatal paraguaya veló por su madre y tía.

El retorno para Mildred le implicó abandonar la vida que había construido durante cuatro años en Buenos Aires. “No hay un lugar donde yo pueda tocar las puertas y pedir contención. Tampoco lo hay para las personas que cuidan. Esta pandemia te obliga a estar en situación de cuidado con las otras personas y en permanente encierro, lo que te pone los niveles de estrés muy altos y eso impacta en tu vida. La salud mental es una deuda pendiente en Paraguay”, dice.

Para Mildred, instituciones como la Secretaría de Repatriados o el Departamento de Migraciones tendrían que haber facilitado espacios de acompañamiento, primero laboral, porque muchos de los que volvieron al país se quedaron sin trabajo, y segundo, de contención emocional.

“Los cambios en estos casos son brutales y la migración no necesariamente se da porque elegimos, sino por factores de expulsión”, sostiene Mildred.

Mildred Iriarte en una de sus fotos cuando aún estaba por Buenos Aires, capital de Argentina.

Asegura además que a pesar de su experiencia, se siente una privilegiada en comparación a otros casos que conoció de gente que tuvo que volver al Paraguay. Mildred pudo conseguir un trabajo en Asunción luego de seis meses de búsqueda. “Tengo la suerte de estar cuidando a mi mamá y a mi tía. Tengo oportunidades no siempre posibles para todos”, afirma.

DÍAS SIN COMER EN LOS ALBERGUES

Para Lorena Rolón, otra paraguaya que tuvo que volver de Buenos Aires en pandemia, la situación presentó otras complicaciones, sobre todo para conseguir los permisos de las autoridades paraguayas para volver. En su caso, comprar boletos de avión fue imposible, por lo que tuvo que esperar que el Consulado paraguayo habilite el retorno por tierra.

Rolón es de Caaguazú, una ciudad ubicada a unos 200 kilómetros de Asunción. En el 2013, cuando tenía 18 años, se fue por primera vez a Buenos Aires, con la única intención de conseguir trabajo. “Para nosotros los de interior, siempre nos dijeron que allá se gana mejor”, dice, en referencia a Buenos Aires.

La entrevista con Lorena Rolón se hace vía llamada telefónica después de varios días de gestión. Sus actuales horarios de trabajo son complicados, pero a pesar de eso, se hizo de tiempo para poder charlar y tener su testimonio.

“Si bien en el 2013 ya estuve en Buenos Aires por primera vez, volví dos años después. Luego, en el 2017 me fui ya para trabajar en forma continuada. Pero eso terminó en marzo del año pasado”, relata Lorena.

En la capital argentina, Lorena siempre trabajó como empleada doméstica. Los primeros tiempos vivió en casa de su hermana mayor Estela, quien se radicó en Buenos Aires hace ya 15 años. Un tiempo después se mudó a la casa de su amiga Norma, una boliviana que también trabajaba como doméstica. Lorena dice que para las trabajadoras domésticas, la pandemia fue muy dura en términos económicos, sociales y de salud mental, por todo el proceso que tuvieron que hacer para salir de Buenos Aires y retornar a sus países.

En ese sentido, dice que ella empezó a gestionar para volver al país en abril del 2020, un mes después de que se confirmaron los primeros casos del covid en Argentina y Paraguay. En el Consulado tomaron sus datos y le dijeron que la volverían a llamar para avisar sobre posibles viajes a Asunción.

“Pasó un mes y no me llamaron. Entonces fui personalmente y me dijeron que no estaba registrada. Tuve que anotarme de vuelta y rogarles que me dieran una fecha para volver”, explica Lorena. Esos meses fueron difíciles para ella, debido a que tuvo que cambiar tres veces de trabajo.

Pasaron cuatro meses hasta que por fin le autorizaron volver al país a Lorena. Fue a inicios de agosto del 2020. Consiguió un lugar en el albergue del cuartel de la Policía de Coronel Oviedo, ciudad colindante con Caaguazú, donde completó la cuarentena obligatoria. Estuvo allí diez días hasta que consiguió un permiso especial para ir a visitar a su papá, que estaba hospitalizado.

“Cuando llegué ya no pude hablar con él. Ya no pudimos hablar. Solamente después de hacer su tratamiento con algún remedio me reconocía”, dice Lorena. Su papá, que tenía cáncer, falleció al quinto día que ella volvió a su casa.

“Yo me había ido a Buenos Aires para juntar dinero justamente y ayudarle. Cuando volví por la pandemia, la enfermedad ya le había dejado muy mal”, recuerda Lorena.

En el albergue de Coronel Oviedo, el Gobierno habilitó al menos 30 camas para atender a connacionales llegados del extranjero. “Hubo días que no alcanzaba la comida para todos. Yo me quedé diez días. Fue muy difícil, pero por lo menos ya estaba en mi país y cerca de mi familia”, dice Lorena.

Al volver a Caaguazú, Lorena empezó a trabajar por las mañanas en el mercado de la ciudad vendiendo ropas y por las tardes-noches atiende un negocio propio de venta de bebidas. Es la última de siete hermanos, de los cuales dos necesitan atenciones especiales y viven con su mamá, en el barrio San Luis de Caaguazú. Su foto de perfil de WhatsApp es una foto con su papá. Lorena sigue lamentando no haber llegado antes para pasar más tiempo con él.

Según cálculos de la Cancillería paraguaya, en Argentina viven poco más de un millón de paraguayos. Una gran parte de esta gente migró entre los años 80 y 90 buscando un mejor porvenir para sus familias. Eran tiempos en los que el peso argentino tenía una buena cotización, lo cual hacía atractivo el mercado laboral de ese país. Si bien el año 2000 trajo la crisis política que sacudió los cimientos económicos de este país, la llegada de connacionales paraguayos no paró, pero se redujo.

Entre los años 2020 y 2021, con la pandemia, los números muestran cifras que nunca antes se habían dado con tanto márgenes. Datos de la Dirección General de Migraciones indican que desde marzo del 2020 hasta mediados de junio del 2021, Paraguay registró el ingreso de 37.302 connacionales que volvieron de suelo argentino. Esta cifra supera ampliamente a la de los paraguayos que fueron a Argentina en ese mismo lapso, que llega a 13.491 personas.

La pandemia cambió la vida de muchas familias alrededor del mundo, pero pegó diferente en países como el nuestro, donde miles de familias tuvieron que cambiar sus vidas, más allá de las ausencias, el virus obligó a volver, a reinventarse, a aguantar todo lo que implica una mudanza no planeada. Historias como las de Mildred y Lorena se repiten en nuestra región en miles de familias.


Lorena Rolón tuvo que pelear bastante ante las autoridades nacionales para conseguir volver al país desde Buenos Aires, en medio de la pandemia.

“Siempre soñé volver a Siria”

Después de tres años y medio de vivir en Argentina, y en plena pandemia de coronavirus, la familia Khayat, compuesta por Maya (36), Joseph (40), Housip (12), Abelardo (4) y Lila (3) emprendió un viaje de 13.209 kilómetros (los que separan a San Luis de Siria en línea recta) para volver a su ciudad, Alepo. Fue el 17 de octubre de 2020. Tomaron un avión hacia Buenos Aires y dos días después volaron hacia su destino final.

“Ahora Siria está mucho mejor que antes, no hay problemas de guerra en absoluto”, cuenta Joseph vía e-mail desde su casa en Alepo. Después de más de una década de conflicto el gobierno sirio logró controlar ciertas zonas del país y algunas personas que habían huido forzosamente decidieron volver. Los Khayat escucharon que la vida en Siria había vuelto a ser “como era sin guerra”.

Llegaron a San Luis, Argentina, escapando de ese conflicto y con la esperanza de un futuro mejor. Pero aunque estaban lejos de las bombas, también así del resto de su familia. Maya dejó en Siria a sus siete hermanos, algunos de ellos muy pequeños. Housip y Abelardo a sus abuelos, a quienes les mandaban constantemente fotos y videos.

Joseph cuenta que volvieron a su país con ayuda de la oficina del presidente sirio Bashar al-Assad. “Nos pagaron todos los costos de regreso a Siria, y hay proyectos de asistencia laboral apoyados por el gobierno sirio aquí”.

Allí están ahora en una casa más grande, que no es la misma que dejaron forzosamente.

“Extrañaba a mis amigos, la escuela, la familia. Siempre soñé volver a Siria”, cuenta Housip, el hijo mayor y el que mejor entiende y habla castellano. De hecho, en los audios que envía se presenta como “José”.

“Son los niños, las nuevas generaciones, las que tienen la mejor oportunidad de integrarse porque con los juegos, escuchando y jugando con otros niños aprenden más rápidamente el idioma, entienden mejor la cultura y son ellos los que ayudan y llevan de la mano a los padres para que ellos puedan integrarse a la sociedad que los acoge”, dijo Juan Carlos Murillo, representante regional de ACNUR.

En San Luis, Housip iba a la escuela generativa “Corazón Victoria”, un tipo de educación que la provincia instauró hace unos años y que centra su proyecto en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que imparten a través del juego y espacios de socialización diferentes a las aulas. Ahora volvió a la escuela en Siria, un espacio más tradicional.

Housip se apresura a compartir las fotos de su nueva vida en Siria. “Este soy yo”, dice, “esta es mi familia, mis hermanos, mis amigos, mi habitación, la habitación de mis padres, mi nueva casa”. Si bien diferentes organizaciones internacionales, entre ellas Save the Children, afirman que tras 10 años de conflicto el 86% de las niñas y niños refugiados no quiere volver a Siria, Housip parece pertenecer al 14% restante. Dice que extraña a sus amigos y seres queridos de Argentina pero que en Siria se siente mejor.

Un largo viaje

La familia Khayat llegó a la provincia de San Luis el 17 de marzo de 2017 en un viaje que demora 36 horas en avión pero que, por las complicaciones de la guerra siria, les tomó varios días de recorrido. La situación en Damasco era demasiado complicada, por lo que la familia debió tomar la ruta desde Beirut, Líbano, hasta la capital argentina.

En Europa las puertas estaban cada vez más cerradas: los países de la Unión habían firmado un acuerdo con Turquía en 2016 por el que esta última nación se comprometía a impedir la salida de personas solicitantes de asilo o refugiadas en dirección a Europa. En Estados Unidos el gobierno de Donald Trump había aprobado, en enero de 2017, la suspensión (por 120 días) de visados a ciudadanos de varios países, entre ellos Siria.

Housip festeja su cumpleaños número 12 en Siria. La decoración está dedicada al jugador de fútbol argentino, Lionel Messi.

Argentina, en cambio, había creado el Programa Siria para facilitar el visado humanitario para aquellos afectados por el conflicto en ese país. Bajo este programa amparado por la Ley Nacional de Migraciones (25.871), tenían derecho a la residencia por dos años. Para acceder a esta protección los migrantes deben contar con familias receptoras o llamantes que los hospedan y les apoyan en su proceso de integración.

San Luis, a través de su Corredor Humanitario ejerce como “Estado Llamante”, brindando ayuda para los traslados, el alojamiento y la manutención hasta que los refugiados consiguen un trabajo. También ofrece servicios de escolarización para los niños y niñas, enseñanza del idioma, salud, formación en empleos, atención psicológica y, en caso de necesitarlo, asesoramiento jurídico.

Familia ampliada

Cuando llegaron a San Luis eran cuatro: Joseph, Maya, Housip y Abelardo, quien en ese momento era un bebé de seis meses. Aquí la familia se agrandó y nació Lila, la primera hija de refugiados sirios de la provincia. Maya contó con la ayuda de las mujeres de la comunidad en esos primeros días de crianza. Hoy en Alepo sigue al cuidado de su casa y sus hijos.

En San Luis, Joseph comenzó a trabajar en la Sociedad Sirio Libanesa, luego de que en Siria la guerra destruyera una licorera que era el sustento de su familia. Ahora en Alepo, se reinventó y volvió a su negocio.

Desde allí, siguen en contacto con los amigos y familia adoptiva que cosecharon en San Luis. A Siria se llevaron algunos tarros de dulce de leche y el recuerdo de sabores que probablemente vuelvan a preparar con alguna reversión, en su mesa.

“Dulce de leche muy rica” y “me gusta el asado”, dijo Housip cuando le pregunté qué había descubierto durante su estadía en San Luis. Tal como pasó con otros sabores que ya nos unían: con la inmigración siria hacia Argentina a mediados del siglo XIX el mate se volvió costumbre y de hecho Siria es el principal importador de la yerba producida en nuestro país.

Con las valijas llenas

Otra cosa que se llevaron en la valija de regreso es la pasión. Uno de los primeros deportes que Housip practicó en San Luis fue el fútbol, y siempre se definió como “hincha” de la selección argentina. “¿Te gusta Messi?”, le pregunto. “Sí sí, mucho mucho”, responde enviando emojis de corazón vía Facebook.

De sus últimos días en Siria antes de partir, prefirieron no hablar demasiado.

“La migración no es de por sí algo traumático, lo es cuando sucede bajo determinadas condiciones”, explica Florencia Quercetti, psicóloga especializada en temas migratorios.

“Las personas que han debido migrar forzosamente a menudo se vieron expuestas a situaciones traumáticas en sus países de origen, como por ejemplo la guerra, el haber visto desaparecer sus casas y negocios por el efecto de las bombas, la pérdida de familiares, amigos y vecinos”.

La psicóloga advierte sobre el peligro de “patologizar” esas experiencias. “La psico-patologización es muy frecuente en la población de solicitantes de asilo y refugiados. Se toman los padecimientos como condición intrínseca de las personas, como algo individual, y se desliga el sufrimiento de los procesos sociales y políticos que los producen. Se pierde de vista que pueda ser también una reacción natural a las circunstancias vividas”, afirma la profesional.

La familia Khayat tuvo la fortuna de migrar en condición segura y ordenada, pero eso no significa que el camino haya sido fácil.

Como muchos otros niños de su edad, Housip y Abelardo no conocieron la vida sin guerra, salvo cuando llegaron a San Luis. Tal vez por eso les entusiasma tanto experimentar ahora cierta paz, en una Siria que deberá reconstruirse como su propia historia.

Entre lo voluntario y lo forzado: partir y regresar a Bolivia

Varada por más de 20 días en la frontera chileno-boliviana Mónica Quijua y su hermana Mayumi vivieron jornadas de angustia, hambre y frío mientras dormían en carpas precarias junto a otros migrantes quienes eran vigilados por militares, en el campamento Tata Santiago, en suelo boliviano. Invadidas por la preocupación y la incertidumbre de no poder regresar a sus casas, recuerda lo estresante de aquellos días: “Era una situación desesperante, había niños sin comer y ni siquiera nos dejaban salir a comprar cosas. Estábamos viviendo a la intemperie, descompensadas”.

Su situación la padecieron 400 bolivianos quienes a mediados de marzo del 2020 cuando la pandemia comenzaba a acechar en la región, fueron despedidos de sus trabajos, se quedaron sin ingresos y tuvieron que abandonar sus sueños de quedarse en Chile.

“En marzo nos despidieron de la empresa donde trabajabamos, seguimos buscando otros trabajos pero nos dimos cuenta que la cosa empezaba a empeorar “, dice Mónica instalada hace ya más de un año en su casa del barrio Tembladenari en La Paz.

Las empresas se negaban a contratar nuevos trabajadores y muchos bolivianos que llevaban meses trabajando en los viñedos chilenos a comenzaban a ser despedidos.

“En esas empresas los turnos eran largos, podían durar 11, 12 y hasta 14 horas. Nos pagaban 2 bolivianos por paquete y en un día podíamos llegar a ganar 200 bolivianos (28 US$). El problema era que no nos alcanzaba para poder pagar la renta”. A pesar del contexto desfavorable Mónica y su hermana siguieron buscando trabajo con el objetivo de no retornar a Bolivia. Viajaron hasta San Fernando, una región alejada de la capital chilena, donde consiguieron una oportunidad de trabajo, la última empresa de exportación de uvas en la que trabajarían.

Christian se reencuentra con su madre en La Paz, Bolivia.

La tarea que realizaban era la misma pero las condiciones eran diferentes: los turnos eran reducidos entre 6 y 8 horas, pero también el salario era la mitad de lo que pagaban las otras empresas. A diferencia de las anteriores, ésta les garantizaba la comida y un lugar para vivir. Fue en San Fernando donde Quijua comenzó a enterarse del aumento de contagios de coronavirus y los estragos que la pandemia estaba causando en la frontera. Pero no contaba con que iban a ser despedidas y que el gobierno boliviano decretaría el cierre de fronteras. En San Fernando su hermana se sentía a salvo del virus, sin dimensionar aun lo que iba a suceder con la pandemia.

En busca de una oportunidad

Mónica tomó un bus desde La Paz hasta Santiago de Chile en febrero de 2020. u idea era establecerse máximo un año para ahorrar una cantidad suficiente de dinero que le permitiera cancelar sus deudas. Era la primera vez que Mónica realizaba una migración estacional y lo hizo junto a su hermana quien ya tenía experiencia en el trabajo temporal en Chile: durante dos años consecutivos Mayumi migraba para trabajar en el sector agrícola.

Según datos proporcionados por la Dirección General de Migración, en 2012, cuando se realizó el último censo en el país, había aproximadamente un millón y medio de bolivianos residiendo en el extranjero. De acuerdo con el Banco Central de Bolivia (BCB), sólo en ese año se recibieron alrededor de 1,161 millones de dólares en remesas, el 5% del PIB anual. Según datos de población de la ONU, casi 129,000 bolivianos residían en Chile en 2020, según datos de población de la ONU, lo que lo convierte en uno de los principales destinos para los migrantes de esa nacionalidad.

La primera empresa para la que trabajó Mónica fue Frutera Linderos, ubicada en Buin en la región metropolitana de Santiago a 20 km de la capital. Era una empresa dedicada a la exportación de fruta donde embalaba cajas de uvas. Cuando la temporada en Buin llegó a su fin ella y su hermana se trasladaron a la región de Ovalle.

Según la OIT, la mayoría de los trabajadores bolivianos se desempeñan en el sector agrícola con un alto riesgo de precariedad laboral: los migrantes empleados en el sector tienen un salario menor que los trabajadores nacionales y están sujetos a mayores riesgos de informalidad y subempleo.

Una vez Monica dejó esa frontera militarizada, la situación en su país no mejoró. Mujeres con niños y embarazadas llegan sin ninguna atención, y una vez que dejaron el campamento de Tata Santiago fueron trasladados hasta la terminal de La Paz, donde prácticamente fueron abandonados a su suerte. Mónica recuerda que había muchos compatriotas que no tenían una casa en La Paz donde pasar la noche.

En un camino inverso el retorno de Christian Velasco Rojas a Bolivia no fue traumático como el de Mónica, pero sí lo había sido la salida de su país y su llegada a Buenos Aires:

Cristian llegó a Buenos Aires, después del golpe de Estado de Noviembre del 2020, lo hizo como peticionante de asilo, no conocía a nadie en la ciudad, sólo tenía la referencia de un grupo de abogados que trabajaba con las Madres de Plaza de Mayo y que estaban dispuestos a ayudarlos.

En diciembre del 2019 el gobierno de facto de Bolivia comenzó una persecución contra dirigentes sociales, Christian era parte de la plataforma de comunicación alternativa La Resistencia, y recibió hostigamientos virtuales y reales.

El detonante para su salida del país fue una pintada que realizaron en la casa en la que vivía con sus padres, grupos anónimos escribieron en una pared “familia masista”, y también su hermana menor empezó a recibir amenazas por celular. Además, un miembro de la policía que es amigo de la familia le advirtió que iban a comenzar a realizar allanamientos ilegales y Christian no lo dudó:

“Yo dejé a mi familia, dejé a mis hijos, con la angustia de no tener una fecha de retorno”.

Durante su estancia en Argentina pudo reencontrarse con algunos colegas de la comunicación, y entre ellos se contenían.

“Fue muy complicado estar acá durante el golpe y encima con la pandemia. Mi mamá se enfermó, yo estaba lejos y sabía que la atención era desastrosa, nos generaba mucha desesperación”.

Luego de las elecciones de octubre de 2020, que normalizaron la situación política en Bolivia, Christian decidió retornar junto con decenas de bolivianos que habían pedido refugio en Argentina. Estuvo trabajando con el equipo que llegó desde Argentina para organizar la caravana que avanzó con tranquilidad a pesar de recibir algunas agresiones en el camino.

“Regresamos en una caravana con cientos de compatriotas que partió desde La Quiaca. Viajamos desde Buenos Aires a Jujuy y desde ahí subimos por tierra hasta Chapare”.

A diferencia de Mónica, Christian retornó a su barrio de Sopocachi, sin mayores inconvenientes con la alegría de volver a ver a sus seres queridos y poder retomar la vida que había quedado en suspenso.

*Este reportaje se hizo como seguimiento de un taller sobre el covid-19 y su impacto en las comunidades de migrantes de América del Sur, organizado por la Fundación Gabo de periodismo.


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