Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Chicago, enIllinois, Estados Unidos, es una ciudad increíble. Me sorprendió, en 1992, cuando conocí sus calles y sus gentes. Amables, serias, trabajadoras, estudiosas. Por supuesto, también hay de aquellas que son practicantes de todo lo contrario. La costa suroeste del lago Michigan, una de las cinco grandes superficies lacustres que se encuentran en la frontera de aquel país con Canadá, es bellísima. Llegué en tren cargado de curiosidad.
Sin perder tiempo, en un taxi, fui hasta la puerta misma del Lexington Hotel en South Loop. No podía creer que estaba allí. Levanté la vista. Clavé mis ojos en los pisos 4 y 5 del viejo edificio que cuatro años más tarde fue derrumbado. Admito que, estudioso de la mafia italiana, norteamericana e irlandesa, de los años en que estuvo vigente la Ley Volstead -conocida como Ley Seca- que prohibía producir, transportar, importar o vender alcohol y, del cine- en mi imaginación se alojaba la idea imposible (¿deseo onírico?)de que el mismísimo Alphonse Gabriel “Al Capone” o Frank Nittipudieran asomarse por alguna de las ventanas o, por qué no, verlos llegar en el Cadillac blindado en el que viajaban que, con el tiempo, pasó a ser parte de la seguridad del presidente Franklin Delano Roosevelt. También -por algunos minutos, lo confieso- soñé que Eliot Ness y sus Intocables, descendían, armados con sus Thompson de tambor circular de un viejo Chevrolet del 28 para preguntarme qué hacía en ese lugar. En mis oídos sonaban charleston y foxtrot. Nada de aquello sucedió. No aparecieron Capone, Nitti ni Ness. Igualmente, entré al Lexington por un breve tiempo.
EL 2122 DE NORTH CLARK
En otro taxi -reconozco que me hubiera gustado decir al chófer “siga ese coche”- quise ir hasta el 2122 de North Clark, en el Lincoln Park. Todo había cambiado o, por lo menos, no supe encontrar rastro alguno de lo que pensaba que habría de encontrar. Miré en profundo silencio aquel entorno urbano. No vi o no supe ver ningún garage. Tampoco un depósito. El 2122 de North Clark, no existe nada de aquello o, quizás, lo invisibilizaron. Pero el taxista, cuando mencioné el lugar hasta donde quise ir desde la puerta del Lexington Hotel, no dudó hasta donde conducir. “We arrived”, escuché que dijo sin ninguna simpatía. No lo tomé como algo personal. Seguramente es chicagüense, pensé. ¿Cómo explicarle que no soy admirador de Capone sino apenas un estudioso aficionado de aquella época lejana y tan cercana? ¿Cómo procurar que comprendiera que sé que un 12 de enero -día de mi cumpleaños- aunque 26 años antes, en el 1925, por primera vez, quisieron fallidamente asesinar a aquel mafioso tan singular, devenido en un icono del POP, en el correr de las décadas? “Cuando vendo licores, es contrabando. (Pero) Cuando mis clientes ofrecen esas mismas bebidas a sus invitados, es hospitalidad”, sostenía Al con profundo cinismo. Caminé hasta The Green Mill Cocktail Lounge, en Broadway y Lawrece. Acodado sobre el mostrador ordené un bourbon para recordar. Los pistoleros más pesados de las bandas de entonces socializaban en ese mismo lugar. También planificaban sus crímenes. Sonaba una Original Jazz Band. Nadie tocaba Rhapsody in Blue, el tema preferido de Alphonse cuando se encontraba en el lugar.
LA MATANZA DE SAN VALENTÍN
Creo que solo el turismo y tipos como yo buscan en estos lugares algún rastro de aquel 14 de febrero de 1929 cuando en el ya inexistente garage o almacén del 2122 de North Clark, los matones de Capone -dos de ellos vestidos como policías- descargaron sus Thompson y sus pistolas Colt 45 sobre siete de los bandoleros que respondían a George Clarance “Bugs” Moran, un boss irlandés, como se lo conocía, aunque había nacido en los Estados Unidos. La disputa entre los gánsteres “italianos” -Al- e “irlandeses”-Moran-quedó saldada aquel día a las 10:30 am en punto, después de cinco años de balaceras y bombazos. La North Side Gang fue ultimada cuando esperaban la falsa llegada de un cargamento de licor. Cayeron, según algunos informantes seguros, en la trampa que les tendió, Frank Nitti, lugarteniente de Capone. No se conocieron formalmente culpables de aquel suceso criminal masivo que, como casi todo lo que tiene que ver con la mafia, los habitantes de Chicago preferirían borrar para siempre. Incomprensible -o no- aquella tragedia se la recuerda como la Matanza de San Valentín, el Día del Amor y de la Amistad, para muchos y muchas.
A ROMA, CON EL PENSAMIENTO
Hace tiempo que no regreso a Chicago. Los recuerdos vuelan en esta noche de viernes. Misteriosamente -cuando la medianoche está a punto de arrollarme- sentado sobre las rocas de una escollera en playa La Perla, en Mar del Plata, unos 1160 Km al Sur de mi querida Asunción, donde disfruto vivir, después de Capone, Nitti, “Bugs” Moran y algunos otros malos muchachos, el portón del pensamiento, misteriosamente, se abre para dar paso a Marcus Aurelius Valerius Claudius II, emperador de Roma entre el 268 y el 270. Mis ojos, con la ayuda inestimable del profundo silencio marítimo que me envuelve, crean el entorno más adecuado para disfrutar de una luna brillante que ocupa majestuosamente el espacio de la nocturnidad. No puedo dejar de pensar en Claudius II. Sé que hay quienes también lo mencionan como El Gótico. Asumo como verdad de a puño que “todos los caminos conducen a Roma” pero no puedo desenrollar la madeja de recuerdos que ponen a Chicago, en la ribera del Michigan como escala previa a La Eterna, en la meandrosa costa del Tíber. Incomprensible. La milicia tiene razones que el corazón no comprende, advertí que sostuve -sin emitir palabra alguna- mientras pensaba en aquel Emperador. Aunque, debo admitirlo, aquella reflexión inesperada, es una paráfrasis cuyo origen se encuentra en una afirmación de Blaise Pascal (1623-1662), francés, físico, matemático, teólogo en el catolicismo y filósofo. “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, dijo aquel al que, también, se le adjudica haber diseñado y construido calculadoras. ¡Joder!, seguramente diría ante tamaña descripción curricular el querido amigo, académico de fuste la siempre presente Universidad Complutense de Madrid (UCM) y colega periodista madrileño Javier Bernabé Fraguas. Y no es para menos.
PROHIBIDO ENAMORARSE
En nueve palabras, Pascal, consiguió sintetizar uno de los misterios mejor guardados que suelen encerrarse en los herméticos cofres de las incomprensiones. Y allí es donde se encuentra la razón de expresar que la milicia tiene razones que el corazón no comprende. Pero pasa que El Gótico, el Emperador o Claudius II, como quiera recordárselo o mencionárselo, en el breve período de poder del que dispuso, con una sola decisión -incomprensible para el corazón y en especial de sus soldados- dio inicio a una situación crítica que finalizó trágicamente y, 18 siglos más tarde, es efeméride marketinera, luego de haberlo sido por centurias para los y las católicas. Claudio II, en aquel siglo 3, prohibió con un decreto que los soldados romanos se casaran. Reprochó el matrimonio. La razón decretada se fundaba en la convicción que el emperador tenía de que un guerrero casado era menos aguerrido en el campo de batalla porque -a diferencia de los célibes- pesaba mucho sobre ellos la posibilidad de caer en combate, de invalidarse, de morir, de no regresar nunca a casa y desproteger a sus familias. Recordé que largo tiempo atrás, un académico amigo especializado en la historia de la vieja Roma y en los buenos alcoholes, con solemnidad, sobre la mugrosa mesa de un bar prostibulario en el puerto local, en una fría madrugada, entre laboriosos pescadores que en pocas horas más irían en busca de la anchoíta y de borrachos que lo escuchaban en silencio sepulcral, aseguró que “Claudius dixit unum militem fortiorem esse et non timentem manu pugnare”. Aquellas palabras -como el querido Profe las pronunciara, con su mismo énfasis- aún resuenan en mis oídos. Tal vez por ello, cuando ya avanza imparable la madrugada del sábado, no puedo dejar de pensar en Claudio II, emperador de Roma, que estaba seguro que sus soldados solteros no dudaban en batirse cuerpo a cuerpo sin temores. Los casados, no. ¡Caramba! Extraños pensares los de aquel comandante de breve comandancia. La soledad del poder, me animo a rubricarlo, en casos como el que me ocupa el pensamiento, afecta profundamente.
VALENTÍN, EL CASAMENTERO
Los soldados romanos, sorprendidos, no compartían aquella creencia imperial y, más aún, heridos en su bravura, optaron por resistir, por incumplir, aunque secretamente, con la orden del comandante. Sin embargo, pese a la orden del emperador romano, un sacerdote de nombre Valentín, consideró injusta la medida y decidió arriesgarse para unir a las parejas en matrimonio en reiteradas ceremonias secretas. Si bien faltaba poco más de un siglo para que el emperador Teodosio -el 27 de febrero de 380 dNE- instituyera el cristianismo como religión exclusiva del Imperio Romano y prohibiera “los cultos paganos”, ese era el credo hegemónico y dominante -aunque en silencio- de la mayoría de las tropas imperiales sin distinción de rangos ni jerarquías. De allí que cientos de descontentos y ofendidos soldados enamorados, abrumados de tristeza y ante el dilema de desobedecer a Claudio II, luego de blasfemar contra él, decidieron que el camino era el de compartir sus penas de amores y dudas castrenses con un sacerdote al que admiraban. Recurrieron, entonces, al padre Valentín que, como lo suponían, los escuchó, contuvo y consoló mientras se tomó el tiempo necesario para reflexionar acerca del inesperado conflicto. En poco tiempo tuvo la convicción que, como alguna vez lo puntualizara Jesús, tres siglos antes, era necesario “dar a Dios lo que es de Dios y, a César, lo que es del César”. Esa fue su respuesta, su recomendación y, como no podía ser de otra forma, comenzó a casar a todo soldado que se lo solicitara. Desacató. Y por esa falta contra el Emperador dio con sus huesos en la cárcel. No fue suficiente el castigo. De boca en boca, en la milicia se divulgó dónde era preso el casamentero y hasta allí concurrían soldados y prometidas para que los declarase “marido y mujer” y para que “no separe el hombre lo que Dios ha unido”.
“AMORES QUE MATAN NUNCA MUEREN”
Desafiado en su poder, Claudio II -también por decreto- prohibió el cristianismo. Tampoco fue suficiente. Las bendiciones matrimoniales continuaban. El Emperador, fue por más. Mando azotar a Valentín para que cumpliera con aquel decreto. Las vocaciones matrimoniales no disminuían. Los casamientos, tampoco. Los más cercanos a la poltrona imperial, indignados a la par del supremo y, ostensiblemente, un poco más, en la Ciudad de las Siete Colinas, aportaron una propuesta de castigo extrema para que cesaran los reiterados incumplimientos del clérigo y que la tropa escarmentara.
El 14 de febrero de 270 dNE el sacerdote Valentín fue decapitado. Aunque nunca se lo propuso Claudio II, asesinándolo, lo hizo Santo y Mártir. La fiesta en su honor, la instituyó en el calendario litúrgico tradicional el Papa Gelasio I, alrededor del 498 dNE. Doscientos veintiocho años después de la muerte de Claudio II, cuyo nombre hoy solo se encuentra en los libros. En la Iglesia Católica se mantuvo la celebración de San Valentín hasta que el Concilio Vaticano II reorganizó el santoral. Desde entonces, lo tomó el mercado y, como sucede con muchos y muchas de los que llegamos alguna vez a Chicago o quienes hacen del consumo en sus términos más amplios una práctica deseable, el recuerdo continúa y da para más. De hecho, el Día de San Valentín, el de Los Enamorados o, mas cerca en el tiempo, el del Amor y la Amistad, también hace de una matanza en Chicago, el 14 de febrero de 1929, a las 10:30 am, un ícono turístico. “Los amores que matan, nunca mueren”, canta Joaquín.