Por Pepa Kostianovsky
La amistad sincera convierte en familia a quienes comparten los avatares de la vida y siembran en sus hijos ese amor que perdura en el tiempo y supera las circunstancias. Anécdotas de quienes llegaron desde la lejana Europa huyendo de las guerras para formar tan lejos de sus aldeas y pueblos una verdadera “familia” elegida.
La colectividad judía no era numerosa en el Paraguay cuando llegaron mis abuelos. Tanto los Kostianovsky como los Polnoroff, mi familia materna, quienes también habían venido a América antes de la revolución del ‘17.
Eran unas pocas familias originarias en su mayoría de Rusia, Polonia y Lituania.
Los rusos eran casi todos de la zona de Odessa y, como muchos habían pasado antes por las colonias de Entre Ríos, estaban emparentados. Algunos incluso habían llegado en el mismo barco, lo cual implicaba una suerte de fraternidad, eran “hermanos de barco” (shift brider). Lógicamente, a pesar de la triste vida abandonada en la patria vieja, campeaba también la nostalgia por el hogar, por los que quedaron e incluso por el humilde pedazo de tierra en el que dejaron a sus muertos. Poder reunirse libremente a hablar en ruso, o en yidish, beber juntos una taza de té del samovar (que para muchos era, junto con los candelabros y los edredones de plumas, el único bagaje con el que llegaron a América), celebrar en paz la llegada del sábado, eran bendiciones que podían poner verde de envidia al hombre más rico del mundo.
Los Tabakman, los Asrilevich, los Goldemberg, los Zaidestein, los Wexler, los Blinder, eran los viejos amigos de la familia, con los que se compartían las celebraciones, los duelos, las pocas noticias que raramente llegaban de los familiares que quedaron en Europa, los libros, las recetas de cocina, los miedos y las angustias de los largos años de la Guerra Mundial, las bodas, los nacimientos, en fin “tsures” (quebrantos) y “fargenigen” (satisfacciones).
Con los Goldemberg fueron vecinos, en la calle Colón, recién llegados al Paraguay. Papá e Isaac Goldemberg eran condiscípulos e inseparables, iban a una escuela de la zona y eran, junto con Pedrito García, los tres únicos chicos del grado que llevaban zapatos. Eso los avergonzaba, pero no había forma de convencer a sus madres gringas que debían ir descalzos. Hasta que encontraron la solución con la complicidad de un almacenero que les permitía dejarles en guarda medias y zapatos, para ir a clases cómodos y tranquilos y retirarlos a la salida.
Tanto los Goldemberg como los Kostianovsky eran familias con inquietudes intelectuales. Los dos Isaquitos, apegados a los libros y ponderados por las maestras, eran sus orgullos. Hasta que un día se organizó una excursión escolar. El destino era Villeta, adonde irían en barco y volverían a la noche. Ambos recibieron sus correspondientes morrales con vituallas y un pequeño dinero de bolsillo para cualquier gasto imprevisto.
Al llegar a Villeta, se encontraron con varias vendedoras de banana. Cada uno compró su propia docena, lo que sumado a la merienda casera era suficiente para alimentar a todo el grado. Siguieron el recorrido, en el cual lo único que había en oferta eran bananas. Hasta que llegaron al local de Correos y Telégrafos y resolvieron que era un buen lugar para invertir sus haberes.
Al atardecer estuvieron de vuelta en sus asunceños hogares, a los que a la mañana siguiente llegó el cartero, portando dos telegramas idénticos: “Llegamos bien, lindo pueblo. Isaac e Isaac”. No creo que esta demostración de inteligencia haya merecido demasiado comentario con los otros amigos.
Don Felipe y doña Charne Zaidestein leían solamente en yidish y supongo que los hijos estarían ocupados en sus tareas, por lo que a menudo necesitaban recurrir a la ayuda de mis abuelos, eso implicaba una suerte de dependencia. Don Felipe era el compañero leal de mi abuelo. Cuando un grupo de judíos que ya habían hecho fortuna decidió crear la Sociedad Hebraica del Paraguay, invitaron a mi abuelo, en su carácter de letrado, a integrar la primera directiva. Él pidió que también participara don Felipe. A los otros no les gustó la idea, con un pobre era suficiente. Pero la postura de Yosef Itsiakovich fue firme y trajo a Zaidestein consigo. La consigna era que las reuniones y asambleas, cada vez que mi abuelo pedía la palabra, don Felipe hiciera lo mismo, para ser inscripto en la lista de oradores. Cuando el primero terminaba de argumentar, se levantaba el segundo y avalaba la propuesta: “Este que dice señor Kostianovsky, este yo también dice”.
El equilibrio de este desbalance quedó a cargo de doña Charne, que una tarde vino de visita y anunció : “Voy a tener a docter”. Doña Olga, que por entonces se empecinaba en obligarla a hablar en español, le replicó:
–¿Qué es lo que dice Charne? Si David tiene 18 años.
–Mi Duved entró en la facultad.
–Ah, si es por eso, mi Isaac también estudia Derecho.
–¿Qué es Derecho?
–Derecho, abogacía. Estudia para ser abogado.
–¿Bugade? Far mir bugade nish ken docter (Para mí, abogado no es doctor) –sentenció gravemente Charne. Y fue premonitoria. Papá nunca terminó la carrera universitaria. Fue nada más que un periodista autodidacta.
Mi abuelo conocía la fórmula para fabricar con glicerina, alcohol y creo que azúcar, un falso vodka, con que se mojaba el “leikej” (bizcochuelo) en las celebraciones. Y hacía las delicias de sus amigos. La eterna escasez de sus bolsillos no impidió que al morir se sintiera dueño de una gran riqueza.
No menos afortunada en ese sentido fue la abuela Olga, cuyo carácter optimista y valiente la hacían disfrutar de cada lucesita que le dio la vida.
A la muerte de mi abuelo, decidió comandar la economía familiar con sus dos muchachos menores. Papá, que entre destierros y prescripciones se vio obligado a aprender otro oficio que el de periodista, era también martillero. Por aquella época, las casas importadoras trabajaban en general para la gente rica y con pedidos sobre catálogos. Los remates eran muy concurridos y exitosos. Y abuela Olga decidió abrir una Casa de Remates. Afortunadamente, Mario y Rogelio aprendieron rápido la profesión con la que, mientras nosotros andábamos en uno de los tantos exilios, sacaron adelante entre los tres una próspera empresa que luego se volcó al ramo inmobiliario. Abuela ascendió a un Mariscalato (SR) y las riendas pasaron a manos de la Gran Generala de los Kostia, tía Cata.
Como habrán advertido, la familia tuvo siempre un toque matriarcal, los hombres llevaron la marcha, pero el paso lo marcaron las mujeres.
En cuanto a abuela Olga, les diré que disfrutó a pleno sus años en “situación de retiro”. Los vivió rodeada de sus hijos y nietos. Mario y Rogelio se casaron y le trajeron dos nuevas hijas –que como tales la quisieron y mimaron– y un batallón de nietos que retornaron a su rutina la ternura infantil.
Siguió frecuentando al mismo tiempo a sus viejos amigos, aunque ya iban quedando pocos, con los que le gustaba hablar en yidish.
También añoraba conversar en ruso. Para lo cual no era fácil conseguir interlocutores. Hasta que fue llegando un anciano que vendía fiambres. Supongo que habrá venido de las colonias de Encarnación. Y en cada viaje, iba a visitarla. Ella le compraba un “bursh” (versión rusa de una mortadela), tomaban juntos el té y pasaban dos o tres horas charlando. Nunca supimos de qué.
En realidad, creo que a ella lo que le gustaba era conversar. Al punto que era la única persona que conocí que cuando tocaban la puerta los Testigos de Jehová que repartían la revista Atalaya, no sólo la recibía, sino que los invitaba a pasear, los convidaba con alguna bebida fresca y se quedaban un buen rato. Si bien con ellos hablaba en castellano, tampoco ha quedado constancia de los temas en discusión. Pero supongo que debe haber sido el único que esos devotos muchachones y aquella curiosa anciana podían tener en común: el buen Dios.