POR ESTEBAN AGUIRRE, @PANZOLOMEO, Ñembonvivant
La primera vez que vi la afamada ganadora del Oscar recuerdo haber estado en fila para comprar pororó y quedarme mirando el póster original de la película, el cual estaba en italiano con traducción, al igual que el filme que le dio su estatuilla a mejor actor a Roberto Benigni y lo hizo caminar sobre los hombros de los gigantes de Hollywood con su carismático y enérgico estilo. LA VITA E’ BELLA (La vida es bella) decía el póster y la imagen de un señor con sombrero y un niño de espaldas sentado en una bicicleta, ambos compartiendo una sonrisa y un saludo a una señora, quien nos enteraríamos más tarde que era la dueña de la llave de su corazón, “¡María la llave!”. Recuerdo haber dicho: “¿Así que así se escribe vida en italiano che? ... ¡VITA!”
Jamás pensé que 25 años más tarde me encontraría en una situación similar a la premisa de la película, encubriendo una situación trágica ante las preguntas inocentes de mi hijo, quien me encontró algo perplejo con el teléfono saltando entre Twitter y Whatsapp, viviendo el minuto a minuto de lo que ocurría en el concierto Ja’umina Faces 2022, que lastimosamente no pude terminar de tomar lugar el domingo pasado en el anfiteatro de San Bernardino debido una balacera ocurrida hacia el final del evento, donde 2 personas perdieron la vida y otras resultaron heridas, cortesía de 7 balas, que según especulaciones, eran balas que venían con un mensaje y saldo de un ajuste de cuentas entre “Vaya usted a saber” y “no quiero ni preguntar”.
Si bien las vidas de 2 personas fueron llevadas, el titular de esta columna se enfoca en una sola, Cristina “Vita” Aranda, mejor conocida como “Vita”, que, todo indica, simplemente estaba en el lugar y momento equivocado, recibiendo uno de los 7 tiros de rebote, falleciendo menos de una hora más tarde en el hospital de la vecina ciudad de Itauguá.
Me enfoco en ella porque creo que el domingo pasado se arrancó algo de “vita” de todo el Paraguay, confirmando lo que tantos ya asumen como una realidad, más allá de los debates de narcopolítica o de un narcoestado, esto define los incipientes principios de una narcosociedad. Y así como un padre tuvo que levantar a tres niños de sus camitas para contarles que esa noche, ni la siguiente, su madre ya no estaría volviendo a la casa, es con el mismo peso que le toca a la sociedad paraguaya aceptar una realidad que se viene permeando de la mano de todos hace ya mucho tiempo.
La narcocultura se refiere a la influencia cultural que ejerce el narcotráfico sobre una sociedad, a los gustos generalizados y popularizados por narcotraficantes. La narcocultura ha afectado con particularidad a cada sociedad que ha tocado, pero en la que se ven estructuras mafiosas imponiendo costumbres y tendencias sobre el resto de la población, en algunos casos sin o con poca ética y estética. El fenómeno de la narcocultura ha afectado diferentes aspectos culturales como la música, la literatura, la moda, el arte, la arquitectura, costumbres y modo de vida, vehículos, estética corporal, pero ante todo la normalización de la violencia, el culto a las armas y el “todo vale”. Según el ex narcotraficante, convertido en escritor Andrés López López, “la gente siente identidad cultural hacia el capo. Ven un héroe, un hombre de clase baja que consigue dinero”. Fuente: Wikipedia.
Aparentemente hemos llegado a los tiempos en que seremos fuente de inspiración de guiones para Netflix. Recuerdo cuando no se dio la luz verde para que se filmara una película sobre la Triple Frontera en Paraguay porque iba a afectar nuestra marca país ante los ojos del mundo. Siempre estuve en desacuerdo con esa decisión, era la sensación de tapar el sol con el dedo. No posicionar a Paraguay como algo que es, no para el mundo, sino para que sus propios habitantes abran los ojos y caigan en la realidad de las cosas. El “yo era feliz y no lo sabía” siempre estuvo basado en la lógica de que “la ignorancia es una bendición”. Simplemente no confrontar esto, como “lo que es”, una catástrofe nacional, es un error. Un error que no debería convertirse en un discurso político que se traduzca a valores familiares, sino en un plan nacional de emergencia (si tal cosa existe) y que los niños empiecen a manejar protocolos de seguridad desde temprana edad. Lastimosamente escribo esta pesada oración: tal como Colombia tuvo que hacer a mediados de los noventa.
Probable y lastimosamente volveremos a votar por quien ofrezca seguridad, en el formato en que estemos dispuestos a aceptarlo, por el bien familiar, o lo que sea que tengamos que decirnos para sentirnos convencidos y no estafados. Esas 7 balas pudieron haber sido el repetitivo sonido que despierte a todo un país, o una clara señal que hemos decidido apagar el despertador y dejar que esto nos arrolle, moldee y defina como sociedad.
¡¿Tengo una solución o idea inteligente que parezca solucionar todo esto?! Para nada. No me considero un analista ni político, ni estatal, ni siquiera un opinólogo de Twitter con algún mensaje simplón y verticalista de poco carácter y caracteres. Me considero, sí, un ciudadano de un país que adolece un cambio radical, o mejor dicho un país que empieza a exhibir visiblemente la naturaleza de sus radicales cambios. Me considero también un padre que, al igual que la película, tiene que empezar a inventar guiones para que su hijo viva con la felicidad e inocencia que su niñez merece, pero con la suficiente información para que no cometa un error que mañana sea considerado fatal. Me considero un columnista, y simplemente escribo atónito un hilo de sentimientos, inspirados en un nombre que hasta el domingo pasado significaba vida. Una vida que vino a morir en Paraguay.