Por Óscar Lovera Vera, periodista
Fue madre muy joven y vivió una fuerte desilusión que le generó el padre de su niña; pese a ello, decidió confiar de nuevo. Volvió a amar, a sentirse respetada. Sin embargo, con el tiempo descubriría que fue una simple ilusión y el peligro que cargaba eso.
Lo descubrió todo. Las dudas que tenía eran ciertas y lo confirmó después de seguirlo y presenciar el engaño. Finalmente, la razón superó la última cuota de sentimiento que quedaba. De eso ella se aferraba esperando redimirse de una relación anterior en la que no le fue bien. Y aunque de ella nació un hermoso fruto – que en ese tiempo tenía tres años–, la mujer buscaba la estabilidad que le podría brindar una pareja, pero otra vez resultó mal. Al 30 de diciembre le quedaban horas y a su estadía en Paraguay; abandonaría todo para reiniciar su vida. Solo quería que aquel año 2008 acabe bien de alguna manera.
UN AÑO ANTES…
Fermina era una joven de 33 años y trabajaba con ahínco en una olería del barrio Virgen del Rosario en Tobatí. Tres años antes concibió a una hija, Liz Paola, y ante la desaparición irresponsable del progenitor decidió encarar la vida sola para mantenerla. Eso conllevaba sacrificio, demandaba despertar con el alba, encender el horno para dar marcha a lo que el pueblo hacía mejor: ladrillos, tejuelas y tejas.
El propietario de la pequeña fábrica le brindó un techo en el mismo predio. De esa forma, estaba cerca de la pequeña y también protegida por los vecinos, que trabajan en lo mismo. Se convirtieron en su familia.
Fermina tenía a sus tíos en España; para no sentirse sola mantenía conversaciones a diario con ellos prometiendo que algún día viajaría para asentarse y trabajar. Quería una vida diferente para Liz.
A finales del 2007, un joven llamado Aníbal cruzó miradas con ella. Un muchacho de la misma edad. Al igual que Fermina trabajaba en la ciudad; entre los paseos por el barrio y las fiestas de la ciudad se conocieron. Los primeros meses fueron difíciles, ya que ella tenía un pasado tormentoso con el padre de su hija, quien las abandonó a su suerte. Eso le costó años de turbulencia económica y emocional, pero se repuso.
Para ese tiempo podía darle una vida digna a la pequeña, aunque con mucho sacrificio, pero eso no le importaba. Tenía su mente ocupada todo el tiempo y olvidó lo que era sentirse atraída y amada. Observar como una persona la buscaba a cada momento, se preocupaba, le daba seguridad. Sin embargo, ponía en cuestionamiento toda esa barrera de protección que creó para no ser lastimada nuevamente.
Atento, amable y educado, Aníbal puso sus mejores cartas para conquistarla. Ella al principio se resistió por todo lo que traía del pasado; el temor que le dejó su relación anterior le impedía confiar a la ligera.
Con el paso del tiempo, Aníbal se ganó su lugar; Fermina pensó que él era diferente. El amor fue fuerte entre los dos durante varios meses y comprendió que merecía otra oportunidad y desistir de la idea sobre el fracaso. Se sentía realizada y de a poco abandonó su idea de viajar a Europa; sabía que eso podía comprometer su felicidad.
El tiempo transcurrió dentro de la normalidad, con las limitaciones económicas y el sacrificio que demandaba trabajar con un horno a alta temperatura, el molde y la producción en miles de ladrillos. Nada de eso superaba a las esperanzas de crecer y estabilizar su familia; Fermina vio en Aníbal el pilar que faltaba en la casa.
ALGO CAMBIÓ
Antes de cumplir un año de estar juntos, Fermina intuyó que la relación cambió en algo. En los detalles lo notaba, ya no era el mismo en la cercanía y no se preocupaba como antes. Sin duda Aníbal cambió, pero no lograba descifrar por qué.
La indiferencia se acentuaba, se hacía más notoria con días de ausencia y visitas cortas. Ella no quiso hacerlo notar, tal vez por temor a discutir o abrir una puerta que no se volvería a cerrar. Pese a que luchaba por no sentirse mal, se angustiaba y fue algo con lo que no pudo lidiar. Decidió hacérselo saber, ponerle al tanto de lo que sentía. Necesitaba alguna explicación a su incertidumbre.
La realidad que enfrentaría fue mucho más dura, él le estaba siendo infiel. Lo descubrió abruptamente, con claridad y dolor. Fue testigo de la falsedad y en un tiempo interrumpido recordó las frases de amor, las promesas de una vida mejor, de una familia y un destino prominente; todo eso se quebró.
Pero no dejó que eso quede ahí, Fermina decidió enfrentarlo. Los gritos se avivaron en toda la sala, él no quiso entrar en razón. Estuvo reticente a comprender que ella lo vio en flagrancia y no estaba dispuesta a continuar. Fue insistente.
Así como al principio demostró valores, esta vez hizo lo contrario. La amenazó con no permitirlo, con no dejarla ir. Aníbal insistió en que ella observó lo que quiso, por sus celos y dudas.
La mujer decidió cerrar la puerta y dejar atrás todo, puso el máximo esfuerzo en olvidar y sabía cómo hacerlo. Aquella propuesta de su tío de emprender el viaje a España para trabajar, mejorar su vida –junto con su hija– y, esta vez, si volver a comenzar esa era la única forma de cicatrizar con prontitud.
Estridulan las cigarras con intensidad, el sonido cubría con oscuridad el martes 30 de diciembre, el penúltimo día del 2008. Fermina tomó asiento en su casa, la jornada de trabajo concluyó y estaba agotada. El suspiro fue lo siguiente, la bocanada exhalada fue el síntoma de fastidio, el horno caliente, el polvo de ladrillo. Sus músculos tronaban y su paciencia aún más. Necesitaba relajarse de tanto fastidio. La niña dormía en una habitación contigua de la humilde casa en el predio de la olería.
Luego de un momento observó el teléfono a disco sobre la mesa, se fijó en la hora que marcaba su vetusto reloj de pared. Eran las 19:22, en Madrid las 23:00.
-No duermen temprano, estarán mirando la tele… –pensó Fermina, imaginándose en llamar a sus tíos. Ansiaba que la semana transcurra con prontitud para emprender el vuelo junto a sus familiares.
La conversación fue larga, Fermina se desahogó con su tío durante varios minutos. Él le aconsejó que lo olvide, un hombre que no la correspondía no valía la pena. Le reiteró que la esperaba y solo los primeros meses serían duros. Luego comenzaría a ver el fruto de su sacrificio; ella se sintió bien. Las palabras de ese hombre era lo más cercano a su padre. Luego de una última sonrisa, una despedida con nostalgia, colgó el teléfono y fue a ver quién llamaba a la puerta.
LO INTENTARÍA UNA VEZ MÁS
Era Aníbal y estaba dispuesto a volver. Ella lo miró algo sorprendida, pensó que todo había quedado claro y no lo fue. Él comenzó a demandarle atención, que no contestaba el teléfono y sus mensajes.
-Aníbal, te dije todo lo que debía decirte, andate. No quiero más nada contigo.
-No vas a viajar, y si no volvés conmigo, no volvés con nadie.
Aníbal tomó un cuchillo de cocina y se abalanzó contra Fermina, ella interpuso sus manos entre el cuchillo y su pecho intentando frenar el ataque. Gritó desesperada, necesitaba que alguien la escuche. El estruendo de los cubiertos cayendo al suelo, los vasos quebrándose contra la losa despertó a su pequeña. Ella aterrorizada miró el sufrimiento en el rostro de su madre. Se apartó de él e intentó calmarlo diciéndole que conversaran. Aníbal, ofuscado, no retiraba su mirada de Fermina. Para la mujer solo quedaba proteger a su pequeña de aquel hombre a quien desconocía.
La discusión alertó a un vecino y se acercó. Era un joven que deambulaba por el barrio y lo describían como no muy ávido o capaz. Sin embargo, su instinto le decía que algo ocurría en esa casa.
Caminó lo más rápido que pudo y observó con temor a través de la ventana cómo ese hombre seguía provocando a Fermina. Continuó observando percatándose que la niña habría despertado y estaba aterrorizada; la tomó del brazo alejándola de la casa.
Se apartó unos minutos, fue hasta una pequeña despensa a cincuenta metros de la casa. Pero algo le decía que debía volver por la mamá de la pequeña.
-Vamos Liz, vamos a buscarle a tu mamá, ¡apúrate! El hombre aceleraba la marcha, la niña en su inocencia no comprendía lo que sucedía.
Cuando se detuvo frente a la casa, le llamó la atención el silencio. Creyó que la discusión terminó y todo volvió a la normalidad.
Abrió la puerta y frente a él solo vio la figura de Aníbal mirando en dirección a sus pies. Allí yacía Fermina, su cabello cubría gran parte de su rostro, pero la sangre espesa era imposible de no ver. Se extendía bajo ella y cada vez cubría más espacios del suelo. La degolló con el cuchillo que había tomado y aún quería más. El joven lo miró petrificado y detrás de él escuchó el llanto opaco de la pequeña…
-¡Mamá..!
El hombre escapó aterrado y siguió corriendo. Huyó sin volver a mirar lo que dejó atrás. Olvidó a la pequeña, a quien dejó de frente al asesino.
Aníbal caminó unos pasos hasta ella, la tomó de la mano, estaban sudadas y frías. Ella podía percibir el miedo, el terror, lo que ocurrió con su madre. Se resistía y ella se arrastraba, continuaba gritando “¡mamá!”. En las afueras de la casa, sobre un montículo de arena la sentó. La tomó del fino y pequeño mentón para luego deslizar la hoja acerosa sobre su límpido cuello. La dejó caer sobre el polvoriento suelo y ahora iría por el único testigo. Subió a su moto y recorrió la calle que alcanzó a memorizar cuando aquel vecino escapó, pero fue inútil. Logró esconderse y él debía desaparecer.
Al día siguiente la policía invadió el barrio. Toda la ciudad se estremeció, los cuerpos fueron encontrados distantes y no cabía explicación.
Continuará…