Por Pepa Kostianovsky

La magia de los relatos reunidos en el libro “Desde el otoño”, donde se funden realidad y fantasía, es una atractiva manera de acercarnos a acontecimientos de décadas atrás en la Asunción de ayer. La historia de un club de ajedrez, un piano y un misterioso afinador que cambia su trabajo por la oportunidad de jugar y termina siendo protagonista de un drama. El mismo club donde una “reina” que no quiso ser coronada todavía permanece en el trono.

Los hombres de mi familia jugaban al ajedrez. Mi papá, mis tíos y mi hermano. Incluso yo aprendí a mover las piezas, pero la ausencia de nenas en el ambiente desalentó mi vocación. Había en casa un par de trofeos ganados por papá en algunos torneos. Al principio recuerdo que mamá los lustraba y los lucía en la biblioteca. Luego fueron arrumbados en un armario. Y en cualquier mudanza se perdieron.

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Los Kostia somos esencialmente amigueros. Todos tenemos montones de amigos, con los que tejemos afectos entrañables. Pero los campeones eran Mario y Rogelio que sumaban a sus carismas el hecho de que sus edades los hacía compinches.

Los amigos de mis tíos eran tantos que un día decidieron fundar un club. El pretexto fue el ajedrez, afición que muchos compartían. Y así nació el Par de Alfiles.

En principio, la sede fue la trastienda de un bar del centro. Pero algo después inauguraron su propio local, frente mismo a mi casa, en la calle Nuestra Señora de la Asunción. A los efectos de celebrarlo, organizaron un Campeonato Internacional de Ajedrez al que invitaron a unos cuantos maestros internacionales. Uno europeo, el gran maestro Lazlo Szabó, un uruguayo cuyo nombre no recuerdo y un par de argentinos, entre los que estaba el maestro Rosetto.

Para engalanar la casa, mamá –que adoraba a sus cuñados– les prestó el juego de living y el piano. Finalizado el evento, volvieron los sillones. Pero ya por entonces se había comprobado definitivamente mi falta de talento musical, de modo que cuando le propusieron comprar el piano, mi madre lo cedió en “cómodas cuotas mensuales”.

El Par de Alfiles se convirtió así en un reducto de peñas musicales, en las que brillaban prodigios como los de Manuel “Pirulo” Acevedo, Pancho y Pocholo Bittar, Óscar Barreto Aguayo y Ramón Alvarenga, que más adelante me transmitió algunas nociones elementales de guitarra.

Por mucho tiempo usé una prestada. Hasta el día en que me recibí de abogada, una semana antes de la fecha marcada para mi boda. Y, entonces, mi papá me regaló una guitarra.

–No sé cómo te va a ir en nuestros quebrantados tribunales. Y en cuanto al matrimonio, es cuestión de suerte. En última instancia, puede ser que con esto consigas ganarte la vida –fue su explicación ante tan insólito obsequio que hasta hoy conservo. Siempre encordada y lista. Por si acaso.

Pero, volvamos al Par de Alfiles. Al que un día fue llegando un gringo. Un señor europeo, que en su escaso español dijo que era “afinador” y ajedrecista. Ofreció mantener el piano en condiciones a cambio de que le permitieran jugar allí al ajedrez. La propuesta fue más que aceptada, bienvenida.

El extraño personaje caía por el club casi todas las tardes. Y se sentaba a jugar en silencio. Casi nadie sabía su nombre. Se lo conocía como “el socio afinador”. Alguien dijo que andaba “calzado”, es decir, que llevaba una pistola en una sobaquera oculta bajo el eterno traje marrón. Tampoco entonces le dieron importancia.

–Un sábado por la noche, fui con mis padres al cine. El Splendid. Papá, como era habitual cuando la película se ponía un poco pesada, argumentó:

–Esto ya es demasiado triste para mí. Las espero en La Bolsa.

Y se fue a charlar con sus amigos al café que estaba al lado del cine. Mientras mamá y yo seguíamos viendo la película.

De pronto, unos estampidos y un fuerte olor a pólvora interrumpieron la sesión. Al mirar hacia atrás, los rayos de luz solo permitían ver el humo. La gente se puso de pie. Y alguien gritó: ¡Mo mataron!

Fuimos saliendo aun antes de que llegara la policía. Casi sin detenernos a mirar al hombre caído en una de las últimas filas.

Al día siguiente nos enteramos que se trataba de un tal Prokochuck. Y en el club alguien recordó que ese era el apellido del “socio afinador”. Se dijo que era agente de Interpol. Y lo habría asesinado un paisano suyo. Batrik Kontrik, al que la policía detuvo, pero “casualmente” logró escapar. Unos días después, viajaba en un ómnibus hacia Encarnación, cuando le aplicaron la “ley de fugas”.

Nunca sabremos, en esta historia, quién era el malo ni quién era el bueno.

Varios años después, el Par de Alfiles se trasladó a la calle General Díaz y a alguien se le ocurrió hacer una fiesta de elección de reina.

Yo estaba en sexto curso y me pidieron que invitara a unas compañeras muy lindas para que fueran candidata, entre otras graciosas señoritas de la sociedad asuncena. Por aquella época era habitual que las reinas se eligieran con el voto de la concurrencia. Y los votos se compraban por talonarios.

Había chicas a las que les encantaba coleccionar reinados. Ya fuera de clubes sociales, Colegio Militar, Círculo Médico, etc.

Las candidatas hacían una suerte de desfile previo. Y sus pretendientes entraban en la competencia de comprar votos. Yo, por supuesto, no participaba. Pero me encargaron la tarea de vender votos.

En una mesa estaba instalado un señor que me compraba talonarios completos. A medida que se daban los escrutinios parciales, él aumentaba su arsenal, que depositó todo junto, a último momento, en un solo sobre. Con mi nombre.

Para colmo, el tipo resultó ser el comisario de la Tercera, la más tenebrosa cárcel política de la dictadura.

Cuando anunciaron mi triunfo, no tuve alternativa. Me colocaron una banda celeste. Y yo me quería morir, entre la vergüenza que sentía ante mis amigas a las que yo misma había invitado a competir y las caras de mi papá y mis tíos que estaban indignados.

Nunca más se eligió una reina en el Par de Alfiles. Y de esto hace cuarenta años. De modo que hace mucho que he accedido al reinado vitalicio. Aunque más no sea por prescripción treintenaria, ¿no creen que merezco un homenaje?

No sé adónde fue a parar la banda de marras. Imagino que mamá la había botado a la basura en alguna mudanza, o “limpieza general”, como las llamaba ella. Lo cierto es que a los efectos de dar certeza de mi condición de soberana, hace unos años le pedí una réplica al señor Benítez, fundador y propietario de Estudio Benítez, donde desde entonces y hasta hoy se siguen haciendo las bandas de auténtica calidad. A pesar de que confundió el color original y me la hizo rosada, la tengo lista y a mano, para lucirla en el momento oportuno. Quizás sobre un traje negro y despojado, de madrina, sin otro detalle. Ni siquiera sombrero.

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