Anécdotas de la vida cotidiana de otro tiempo, retratadas en “Desde el otoño” por la pluma de Pepa Kostianovsky. Charlas amables con vecinas importantes en el mejor sentido y la relación con los comerciantes del barrio, con quienes se comparten momentos inolvidables y hasta risueños.
- Por Pepa Kostianovsky
Tampoco en Nuestra Señora teníamos teléfono, lo que le servía a mamá de pretexto para hacer amistad con las vecinas, intercambiar libros y revistas o simplemente charlar.
Una de las preferidas era doña Coca Lara Castro, que vivía casi llegando a la esquina de Piribebuy, en la vereda de enfrente. Y pasaba todos los días, camino a los colegios, el Nacional de Niñas y el de la Providencia, donde daba cátedras. Mamá le tenía una gran admiración a aquella mujer linda y luchadora que encontraba tiempo para ocuparse de los presos políticos entre sus dos turnos de profesora, el cuidado de su familia, su esposo, sus suegros muy ancianos y ¡seis hijos varones!
Para doña Coca, probablemente, era un momento de relax detenerse unos minutos a conversar, en la silla de mimbre que yo me apuraba a sacar a la vereda cuando la veíamos acercarse. Y el vaso de agua fresca que siempre la esperaba.
Cuando llegamos al barrio, los Lara Castro eran solamente cuatro y estaba por llegar el quinto, al que siguió el sexto.
Una tarde, doña Coca y mamá bromeaban sobre las posibilidades de que ella siguiera “buscando la nenita”. Cabe apuntar aquí, que su esposo se llamaba Luis y su hijo mayor Luisito.
Y yo, metereta, no tuve mejor ocurrencia que decirle.
Mire que ya tiene un Luis y un Luisito. Si viene otra vez varón, va a ser el séptimo y puede ser Luisón*.
El pellizco que me dio mi madre me dejó el brazo negro por una semana.
Doña Coca, que además tenía sentido del humor, lo celebró con una carcajada.
No se piense que a mi madre no le pareció gracioso mi juego de palabras. Si me dio el pinchazo fue por pura cortesía para con su amiga. Pero después se pasó repitiendo la anécdota a quienes querían escucharla. Y, por supuesto, se la contó a los Fois, un matrimonio muy cordial, dueños de la farmacia La Milagrosa, ubicada justo frente a nuestra casa. Festejaron el cuento y a renglón seguido, la señora dijo:
–En casa de mi esposo también son siete varones.
–Mamá quedó algo cortada. Peor en vista del buen ánimo, se atrevió a seguir la broma.
–¿Y quién es el Luisón?– preguntó.
–Mi marido –respondió ella–, señalando al amable boticario que disfrutaba silencioso, con una sonrisa de oreja a oreja, el bochorno de mi pobre madre.
¿No les parece injusto el que no pudiera devolverle el pellizcón? De todos modos, tomé mi venganza contando yo a diestra y siniestra este segundo capítulo de la historia.
La farmacia de los Fois fue también escenario de otro incidente, poco honroso para mi familia.
Pese al traslado al Colegio Internacional, mucho más requintado que el proletario República Argentina, mi cabeza fue “ocupada” por indeseables inquilinos. No era la primera vez que me invadían los piojos, pero en el vecindario anterior don No-Cayetano era tan poco afable que ni siquiera prestaba atención a la cara del parroquiano, uno podía ir a comprarle cualquier cosa, mientras no fuera papel secante.
En cambio, los Fois eran como de la familia. Eran amigos. Todo el barrio transitaba por ahí.
Debo advertir que por aquella época la tecnología antipiojil no estaba desarrollada. No había shampoo, ni spray perfumado, ni cremitas delicadas. El único remedio era una receta magistral ¡Y terrible!, que combinaba nada menos que kerosene con un excipiente grasoso. Y ni siquiera tenía un nombre eufemístico. Se llamaba “ungüento de soldado”, porque lo usaban en los cuarteles para combatir piojos y otras plagas habitualmente instaladas en pelambres más sureñas de la geografía humana.
Mamá sugirió que papá lo trajera del centro, a lo que él se negó rotundamente. No iba a ir a pedir semejante elemento.
De modo que no quedó otra alternativa que “La Milagrosa”. Allá fuimos y muy desfachatadamente mi madre le susurró a su amiga que la “muchacha” tenía piojos y, por lo tanto, quería facilitarle el vergonzante ungüento.
La señora trató de esbozar un gesto cómplice. Pero no podía contener la risa ante el espectáculo que yo ofrecía rascándome la cabeza, impúdicamente, a dos manos.