Luego de asesinar de tres disparos al bombero, el militar Roque Carmona se defendió asegurando que respondió al ataque de los voluntarios. Había bebido tanto que esa noche el alcohol lo desequilibraría.
- Por Óscar Lovera Vera
- Periodista
El rol de Cristhian esa noche fue la de primer respondiente. Esto consiste en verificar los signos vitales de la víctima, estabilizarlo y como último procedimiento subirlo a la ambulancia para trasladarlo a un centro médico; repasaba con detenimiento lo aprendido en la academia y los años que ya llevaba en esto. Para él su acción era mecánica, nada podía fallar. Lo salvaré –dijo con voz firme a su conciencia– mientras acomodaba cada dedal del guante de látex en su mano, faltaba poco para llegar.
¡Descender! –gritó el oficial a cargo- Era la orden de bajar de los vehículos, habían llegado al lugar del accidente. El pulso de Cristhian se aceleraba, la respiración era corta y se agitaba. Su mirada buscaba la escena de la colisión, como un francotirador localiza a su objetivo a través de la mira. Lo divisó y fue hasta él, lo seguía su ayudante, el segundo respondiente, que llevaba consigo la mochila con los equipamientos para contener hemorragias, estabilizar el cuello e inmovilizar miembros en caso de ser necesario. Carmona aún estaba dentro del habitáculo de la camioneta. ¡Señor, me llamo Cristhian y soy bombero de Fernando de la Mora, vamos a ayudarle, pero necesito colocarle este inmovilizador en el cuello!
Un furibundo grito interrumpió su protocolo de presentación y el bombero retiró momentáneamente sus manos de alrededor del cuello de Carmona. ¡Déjenme! ¡No me toquen! ¡Fuera de acá! El tono iracundo cortó la concentración de toda la dotación. El resto del equipo –que en ese momento se aseguraba de la estabilidad del automóvil– giró medio cuerpo hacía la escena principal intuyendo que el procedimiento a cargo de Cristhian no sería fácil.
Pero señor, queremos ayudarlo, está herido y vamos a llevarlo a un centro asistencial, insistió Emhard ensayando, esta vez, un tono de voz conciliador al de mando con el que había iniciado la conversación.
La respuesta fue la misma: ¡Fuera de acá! ¡No me toquen! No solo la agresión verbal se manifestaría, un escupitajo del militar se estampó en el rosto de Emhard, habría perdido el control y reaccionó increpando a la víctima. La discusión subió de tono cada vez más.
Lo que debía ser un acto sencillo de cinco minutos se convirtió en un hervidero de insultos y empujones. Carmona logró incorporarse y fustigaba desafiante al joven vestido de amarillo.
La discusión pugilística se interrumpiría con otro sonido de sirena. Era una patrullera de la comisaría segunda de la ciudad. Los agentes –de uniforme color caqui en aquel entonces- bajaron, con plancheta en mano, y separaron a los contendientes.
La policía se llevó a Carmona hasta un hospital de la zona. En tanto los bomberos decidieron hacer una denuncia por agresión y amenazas contra el hombre. En ese momento no sabían que era militar, pero sí se percataron de la cantidad de alcohol que habría consumido, todo eso le fluía por los poros.
LO SIGUIÓ LA MUERTE
En la comisaría. Carmona tenía una venda que rodeaba la cabeza, el cristal del parabrisas le provocó cortes que fueron suturados en el hospital al que fue llevado por los agentes. Luego pidió hacer una denuncia contra los bomberos.
Unos pocos minutos después, Jimmy y Cristhian llegaron a la estación de policías, vieron a ese hombre nuevamente cerca.
Carmona dirigió su machucado cuerpo a una solitaria silla en una esquina. Se sentó con cierta dificultad, lo que indicaba que aguardaría su turno. Mientras, los hermanos Emhard hicieron lo mismo, pero se ubicaron en dos asientos frente a la mesa del oficial de guardia. Del otro lado un policía preparaba el libro de denuncias y un bolígrafo. Cristhian estaba un tanto nervioso. Para relajarse comenzó a distraerse en los accesorios de aquel reluciente uniforme policiaco. Se detuvo en el portanombres: suboficial Fredy Mendría, tenía grabado en blanco aquel metal nuevo. Todo impecable. No tenía duda sobre los primeros pasos de aquel agente del orden.
El reloj en la húmeda pared de la oficina de guardia marcaba treinta minutos después de la 1:00 de la madrugada del 8 de marzo. Los hermanos se miraban y ya no sabían qué más hacer, aquel policía les resultaba muy meticuloso con los detalles en la hoja.
La primera pregunta del novato policía, al fin se escuchó: relate usted qué fue lo que ocurrió. Cristhian contestaría la interpelación. De repente a sus espaldas se escuchó el rechinar de la silla de Carmona, se deslizó para atrás.
El chirrido de la pata de metal contra las baldosas llamó la atención de todos. Jimmy y su hermano giraron medio torso en dirección a aquel hombre que tenía empuñada un arma de fuego en la mano, la llevaba escondida en la bota militar. El tubo cañón de aquel revólver –calibre 38– relumbraba la luz blanca y artificial de la sala.
Lo que se escucharía a continuación fueron cuatro disparos. El eco de las detonaciones retumbaría de manera infernal. El silbido de las balas cortó aún más esa milésima de silencio y estupor. Los proyectiles –con encamisado de plomo– iban directo a Cristhian. Tres de ellos lo hirieron. Uno dio en el brazo, otro de refilón en el cuello, el tercero entre el tórax y el abdomen, a la altura de la octava costilla. Ese balazo le perforó el hígado, dando paso a un incontrolable sangrado interno. Cayó al suelo desvanecido, todo parecía darse en cámara lenta.
El tubo cañón aún humeaba y apuntaba a los bomberos, cuando varios policías se lanzaron a reducir al hombre. No entendían qué había pasado, le sacaron sus documentos y ahí se percataron quién realmente era. Roque Carmona exhibió sus documentos civiles en el sanatorio médico y no fue hasta ese instante en que se descubriría de quién se trataba.
Otra vez las sirenas se encendieron, esta vez el herido era Cristhian. Aún respiraba, su pulso era débil y le costaba inflar con aire sus pulmones. Sus camaradas usaban un respirador manual para ayudarlo. La ambulancia aparcó, dejando las huellas del caucho sobre el cementado del entonces Hospital de Trauma.
Tenía cinco minutos de oro –un procedimiento conocido por los bomberos donde en ese tiempo deben auxiliar a la víctima de manera a aumentar sus posibilidades de vida. Aún les quedaba algunos minutos. Cristhian tenía manchado el pulcro amarillo del uniforme con su sangre, lo llevaron al quirófano. Horas después el rostro de los médicos denotaba decepción, Cristhian estaba muerto.
EL CUARTO DISPARO
Mientras la noticia de la muerte de Cristhian sacudía a la estación, en la comisaría un agente preguntó al suboficial Fredy Mendría si la sangre en su uniforme era la del bombero. Fredy contestó rápido: no me acerqué a él, arma. El novato se tocó en esa zona y sintió una perforación. El cuarto disparo de Carmona lo hirió en el estómago, lo insólito fue lo imperceptible para él. Mendría quedó internado quince días en el Hospital de Policía, el plomo le perforó el páncreas.
ELLOS ME ROBARON
Carmona culpó a los bomberos de su reacción. Su esposa denunció días después la desaparición de quinientos mil guaraníes que su marido los llevaba en la billetera. Sin embargo, se comprobó que Roque tenía esa cantidad y más. El robo fue desmentido.
Dos años después del cruel crimen. Cristhian se convirtió en símbolo para sus camaradas, hasta hoy. Roque fue condenado a 22 años de cárcel y hasta el 2012 los cumplió en el penal de varones del barrio Tacumbú. Más tarde un recurso de apelación permitiría que sea trasladado a la cárcel de Viñas Cué, en su condición de militar. Su pena lo compurgará el 7 de marzo del 2027.
Ivo recordó algo que Manfred Cristhian Emhard le recordaba siempre: “arma, yo voy a morir en servicio…”.