Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas
El amanecer del día siguiente a la última Navidad fue espléndido. El sol quebró el horizonte con fuerza 27 minutos después de las 5 de aquella madrugada. No le fue fácil. Algunas nubes, muy pocas, defendían la nocturnidad para que la luna reinara en soledad un tiempo más. Caminé un poco entre las rosas amarillas, rojas y lilas en el parque de casa. La gramilla estaba húmeda. Respirar en ese entorno en el que los jazmines estrellados, las bignonias blancas, los jazmines de las Azores, las salvias microphillas, las rosas Pierre de Ronsard, los juncos de las Indias y las achiras te ofrendan sus más agradables perfumes, emociona. Mi corazón galopaba. Casi quebraba el silencio matinal. Busqué el que me pareció el mejor lugar para sentarme en una reposera debajo del cedro azul. Permanecí atento a cada emergencia natural. Una calandria cantaba con fuerza. Un benteveo, en su nido, tal vez unos cinco metros por encima de mí, parecía responderle en un tono mucho más alto. Ese pájaro soñador, como también se lo llama, claramente decidió, con su canto, ser el más notable. La casi ruralidad del entorno, silenciosa o adormecida permitía imaginar que los encuentros de Nochebuena se prolongaron hasta no mucho antes de que la calandria, el benteveo y yo despertáramos. Me puse de pie por unos segundos. Quise henchir mis pulmones con esos aires solo posibles en lo poco que queda de la pampa chata cercana al mar para terminar de expulsar a esa neumonía bilateral que, por varios días, me internó cuando regresé de Montevideo.
“AL ENCUENTRO CON EL PADRE”
El móvil en uno de los bolsillos del pantalón vibró. Sin muchas ganas, lo tomé. “Partió Desmond Tutu al encuentro con el Padre”, leí. Mi hermano, compañero y amigo Adolfo Pérez Esquivel me sacudió con la triste novedad. Busqué el cielo con la mirada. Tal vez haya imaginado que, quizás, Desmond estaba allí, mirándome. Alguna lágrima intentó asomarse. Entrecerré los ojos acongojado. Adolfo y Desmond, esos dos galardonados con el Nobel de la Paz en 1980 y 1984, en cada caso, se amaban profunda y fraternalmente. ¡Tan diferentes y tan parecidos! “Su gran preocupación y lucha”, recuerda Pérez Esquivel, “fue exhortar al reconocimiento de que los seres humanos son iguales” y, que “no deben ser discriminados por color, sexo, clase social o creencia religiosa”. Murió el arzobispo anglicano Desmod Tutu, quien junto con otro Nobel de la Paz, Nelson Mandela (1993), trabajaron intensamente en objetivos comunes. “Que todas y todos tenemos los mismos derechos a una vida digna y justa fue su lucha permanente contra el apartheid en Sudáfrica y traspasó las fronteras para llevar su voz y mirada en bien de los pueblos, de la vida e igualdad, porque todas y todos somos hijos e hijas de Dios”, agregó Adolfo.
AL SERVICIO DE LA PAZ
Los juicios por la verdad, después que finalizó el apartheid, fueron la llave maestra para la reconciliación. “Su pensamiento fue fundamental en la lucha por los derechos y la igualdad”. No me animé a llamarlo. Imaginé que ninguno de los dos queríamos ni podríamos hablar porque no teníamos ganas de hablar. Pero recordé la infinidad de veces en que hablamos de él y de ambos. En alguna ocasión, Rigoberta Menchú Tum –Nobel de la Paz 1992– en Mar del Plata, en 2013, también aportó lo suyo. “Querido maestro”, gustaba llamarlo. “Nos encontramos en diversas partes del mundo compartiendo acciones para lograr caminos de resolución a graves conflictos”, recordó entonces Pérez Esquivel y lo consigna también en su carta-homenaje. Sus caminos de vida se cruzaron en las fronteras de Vietnam, Myanmar y Tailandia, donde protegieron a “las refugiadas que huían de los cuarteles donde eran sometidas como esclavas sexuales por la dictadura militar imperante” en aquellas tierras. No estaban en soledad. Varios Nobel de la Paz también estaban allí. El dalái lama, tibetano, premiado por Oslo en 1989; las irlandesas del Norte Mairead Corrigan Maguiere y Betty Williams, distinguidas en 1976, y Oscar Arias, costarricense, galardonado en 1987. “Desmond Tutu, en todo momento, estuvo al servicio de las refugiadas”, destaca Adolfo, quien recuerda que, entre los intereses comunes de aquel grupo de notables estaba el de “llegar a Rangún para ver a Aung San Sun Kyi, birmana, premio Nobel de la Paz (1991), encarcelada por el régimen dictatorial”. Sé que aún le duele como una herida abierta que no haya sido posible alcanzar aquel objetivo solidario no solo con ella, sino con “aquel pueblo sufriente para que el mundo supiera la grave situación que esa gente vivía”.
LA SONRISA PERPETUA
Desmond y Adolfo también trabajaron por la paz en San Pablo, Brasil. All acompañaron al Movimiento de los Sin Tierra (MST). “Vos sabés que para bailar soy un tronco petrificado”, me advirtió Pérez Esquivel, durante una sobremesa en casa. “Pero, después de aquellas grandes movilizaciones campesinas, cuando llegó el momento de la animación colectiva, cuando comenzaron a sonar los tambores y la música se hizo dueña del espacio sin limitaciones, Desmond comenzó a mover rítmicamente sus hombros, se puso de pie y todos, todas, comenzamos a sambar y lo seguimos por “as ruas paulistas”. Así era Tutu. El hombre de la sonrisa permanente. “Un hombre de oración de sentir la mente y el corazón abierto a la humanidad, a la creación, al ecumenismo. Un luchador infatigable por el derecho e igualdad de todos y todas que fue sembrador de vida y esperanza para la humanidad”. Con el fuego sagrado siempre encendido para militar la vida. Para estar al lado y del lado de los que sufren, como alguna vez lo hicimos juntos, en tierras marplatenses, con Adolfo y el obispo Gabriel Mestre, en procura de soluciones para las muchas familias que viven (una forma de decir) en el enorme basural a cielo abierto que tiene Mar del Plata desde muchos años. “Alguna vez con Desmond Tutu recorrimos el Soweto, en Sudáfrica”, comentó Adolfo aquella mañana pensativo y doliente. ¡Cuántos recuerdos! Solo unas pocas horas después conocí el sentir de Rigoberta, desde Guatemala. “Ante este sagrado día Wuqub’ E, con profunda e inmensa tristeza despedimos de esta tierra a nuestro querido y entrañable maestro, guía, mentor, ilustrísimo monseñor Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz 1984, ciudadano universal excepcional, de los grandes íconos de la paz mundial”. Ruega por él en línea con sus creencias. Destaca su “lucha contra la discriminación y el racismo”, lo categoriza como un baluarte de la resistencia, de la derrota del apartheid, de la reunificación de la nación sudafricana” y lo señala como “maestro y ejemplo de las soluciones negociadas y no violentas, que nos heredó una cultura de justicia, tolerancia y humanismo”. Ingresé en una profunda reflexión.
LA VOZ DE LA HISTORIA
En lo personal –desde lo más profundo de mi alma– siento que Desmond Tutu, además, era la voz de la historia. La voz ancestral del sufrimiento. La voz del dolor que, a veces entre susurros y otras a voz en cuello, rítmicamente, avergüenza e ilumina porque da cuenta de todo lo que no debe ser y de los oscuros perpetradores de las esclavitudes. Es la voz redentora de quienes con sus osamentas endurecieron y son los cimientos de lo que la Unesco llama la “Ruta del Esclavo”. Esa que está situada en Ouidah –antes Ajudá– en la costa atlántica de Benín, donde portugueses, ingleses, franceses y daneses, desde cuando promediaba el 1400, construyeron enormes fortificaciones para comerciar esclavos y esclavas. Allí, la que se conoce como “la fortaleza de São João Baptista de Ajudá”, que perteneció a Portugal –el primero de los países en el mundo en comerciar esclavos desde África entre 1450 y el 1900– hasta 1961, fue la gerencia de aquel modelo económico extractivista. Allí habitaban y gestionaban los CEOS de la muerte que asumían la negritud como una cantera de la que extraían, hasta agotarla, mano de obra esclavizada, sangre, músculos, culturas, creencias, almas. Los cálculos, siempre relativos, explican 11 millones de personas esclavizadas por Portugal en cinco siglos. De África, Asia y América. La esclavitud se mantuvo en el tiempo.
Devino en práctica social de las clases dominantes. De hecho, la última esclava africana murió en Lisboa en 1930. Encadenadas y encadenados, más de un millón de personas, “secuestradas en África” –como destaca la Unesco– recorrían esos 4 kilómetros en Ouidá antes de ser embarcadas en condiciones de hacinamiento hacia las Américas. Algunas y algunos llegaban con vida. Otros y otras, aunque con signos vitales, sus vidas las dejaron atrás, cuando fueron cazadas y cazados. En los días previos a ser subastadas y subastados en la Plaza Chacha. Antes, los despreciables compradores las y los obligaban a dar vueltas –nueve los hombres, 7 las mujeres– en torno del que llamaban el “Árbol del Olvido” para que, según la tradición vudú, olvidaran sus orígenes. Los comprados y compradas eran hacinados en la Casa Zomai en espera de los barcos negreros. Las y los que no sobrevivían eran arrojados al Memorial de Zoungbodji, la fosa común de la esclavitud cercana al “Árbol del Retorno” que, quienes profesan el vudú, permitiría a las almas condenadas por los desalmados regresar a sus tierras ancestrales. Los y las sobrevivientes, muertos en vida, desnutridos, flagelados, humillados atravesaban la Puerta del No Retorno. Siento que es allí donde comienza a sonar con fuerza la voz del hermano Desmond Tutu que, sin que importe hacia dónde soplen los vientos, quedará y se escuchará en los corazones de los hombres y las mujeres que no teman a las memorias. A esas memorias. A las del sufrimiento ancestral y actual, en millones de casos, para que podamos ser lo que somos desde que fuimos sin que nos humillen. Las que hagan posible “construir la paz en la mente de los hombres y las mujeres”, como propone la Unesco desde 1946. “Que el enorme legado de Desmond Tutu siga siendo luz, alegría y esperanza para la juventud mundial, así como testimonio de vida para nuestros pueblos que luchan por ser pueblos más justos y pacíficos”, se despide implorante Pérez Esquivel que, cerca del mediodía del martes pasado, por teléfono, me dijo con tristeza: “Tenia 90, como yo”. Son tipos increíbles, pensé. Rigoberta coincidió con Adolfo: “Que su enorme legado siga siendo luz, alegría y esperanza para la juventud mundial, así como testimonio de vida para nuestros pueblos, que luchan por un mundo más justo y pacífico”. Luego, con tono de plegaria, eleva una oración: “Que las sagradas energías del Wuqub’ E acompañen el retorno de monseñor Desmond Tutu al cosmos y que sus caminos estén plenos de luz”. Adolfo cerró su dolor epistolar con puntillosidad: “El día de tu partida, 26 -12-21″. Rigoberta precisó: “Paxil Kayala’ - Wukub’ E/ Guatemala, 26 de diciembre de 2021″. La riqueza de la diversidad permite decir lo mismo con multiplicidad de formas y formatos. Volví a mirar el cielo. Un colibrí libaba entre las salvias microphyllas. Me alegré. En el Museo de Antropología de México, en su capital, en 2005, recuerdo haber leído que esas aves representan la resurrección de las almas. Sé que en ese picaflor está Desmond, que regresó o, más aún, que continúa caminado junto con los pueblos para ser la voz de las voces de las memorias. Hasta siempre, compañero.