Por Pepa Kostianovsky
Los primeros amores de la adolescencia crecían en las aulas de los colegios y en el barrio de entonces y tienen un sabor dulce cuando se los recuerda. En este nuevo relato, un cumpleaños inolvidable, los primeros bailes y los primeros zapatos “de señorita” que lo cambian todo para siempre. En este relato, que encierra el volumen de “Desde el Otoño”, nos asomamos a esa ternura.
El Inter trajo muchos cambios a mi vida. Los viajes en tranvía o en los ómnibus “Merceditas”. El doble turno. Y los compañeritos varones. En el República Argentina eran muy pocos los que iban de mañana que, por lo general, era el turno de las nenas.
La mixtura era muy divertida e inconscientemente excitante, más aún si se considera que yo era dos años menor que la generalidad del grado, lo que me ponía en desventaja en materia de coqueteos.
En mis tiempos, los chicos no sabíamos lo que era una hormona (tampoco hoy lo tengo muy claro). Pero eso no impedía que ellas dieran brincos en nuestras tórridas inocencias. Intuía, sin embargo, que de alguna pata andaba renga y me defendía a tortazos. Ya en sexto grado le revoleé un portafolios –lleno de libros, cuadernos, cartuchera y hasta diccionario– al pobre Raulito E., porque osó seguirme a la salida del colegio.
Y en primer curso, en la kermés del Inter, a Eve G., que no sólo me había comprado una flor, sino que me dedicó un bolero por los altoparlantes, le apliqué una sonora bofetada durante la función de cine porque intentó pasar su brazo por sobre mi hombro ¡Habrase visto!
No se piense que era yo una mojigata, tímida o aburrida.
Todo lo contrario.
Fue precisamente en mi fiesta de cumpleaños –los once– que bailamos por primera vez. Hasta ese día, mis compañeras celebraban con meriendas, en las que escuchábamos discos y nos limitábamos a mover la cabeza y a chasquear los dedos, marcando el ritmo de las canciones de Bill Halley y “sus cometas”.
Pero yo tenía mi tía Cata, supercanchera, que a eso de las 6 de la tarde vino cayendo, y dijo:
–¿Qué hacen parados con tan buena música? ¿Por qué no bailan?
Mamá optó por no restarle autoridad. No sé quién fue el osado que se animó primero, pero nadie se quedó en el molde. El bailongo duró hasta las 10. Y a partir de entonces, organizábamos “cócteles” todos los sábados por las tardes.
Yo quería cumplir quince para poder tener novio, usar tacos altos y pollera ajustada.
Al parecer, tenía muchos candidatos no solamente en el colegio, sino entre los muchachitos del barrio que eran mayores.
Para entonces ya nos habíamos vuelto a mudar a la calle México y mi vecina Luli me había jurado que tanto su hermano Arturo, como sus primos David y Alberto estaban a la espera de mi cumpleaños, para declararme su amor.
A ellos se sumaban un par de compañeros de curso y algunos del sexto. Además de Amadito B. y Humberto D., que me esperaban para saludarme cuando volvía del colegio.
Yo no me preocupaba. Como me gustaban todos, a todos les diría que “tenía que pensar”.
La fiesta fue preciosa. Mis pretendientes hacían fila para bailar conmigo.
Ninguno se declaró. Ni esa noche, ni nunca.
El único cambio en mi vida fue la perspectiva que me dieron cinco centímetros de taco.