Hoy Toni Roberto hace un viaje a recuerdos de Caacupé de la mano de Ana María Casamayouret y José Luis Ardissone.
- Por Toni Roberto
- tonirobertogodoy@gmail.com
¿Existen historias que rodean a las historias? Sí.
Ha pasado el 8 de diciembre y en esos días recordaba una vieja manzana de Asunción, pero ¿por qué recordar Caacupé en Asunción? Sencillo, en ella estaba una antigua casa italianizante de dos plantas con una alta escalera; al subir, una puerta cancel con persianas, al abrirla, recibía amablemente Antonieta Ballario, una elegante señora de estatura mediana flanqueada por una enorme pintura de Nuestra Señora de Caacupé obra del artista Pablo Alborno. Aquella obra, conocida popularmente en el imaginario religioso paraguayo por haber sido reproducida en varias oportunidades, primero como una especie de afiche de gran tamaño que adornaba las paredes de muchos hogares paraguayos ya en la primera mitad del siglo XX, luego en estampas de bautismo o de primera comunión.
ANA MARÍA CASAMAYOURET Y JOSÉ LUIS ARDISSONE
Ahí empieza este viaje imaginario a los alrededores de Caacupé. Para ello convoco a dos de sus destacados hijos: Ana María Casamayouret y José Luis Ardissone; ella una gran cantante lírica nacida en la villa serrana y el otro eterno, un veraneante de la ciudad, una de las figuras más destacadas del teatro paraguayo contemporáneo.
El recorrido se inicia, se encienden las luces que indican recuerdo y le acompaña a Ana María su hijo, Javier Lacognata, quien religiosamente iba a la casa de sus abuelos los fines de semana a la ciudad emblema del departamento de Cordillera. ¿Te acordás de esto, José Luis? ¿Te acordás de aquello, Ana María? Era la constante en la mesa.
Ardissone ha estampado sus recuerdos de Caacupé en su libro “Aposentos de la memoria” Tomo 1, que se encuentra agotado. En él va contando historias de las vacaciones en Caacupé allá por 1950, desde la salida de Asunción hasta llegar a la villa serrana: “Cuando se acercaba el fin de las clases, hacia mediados de noviembre, comenzaban los preparativos para Caacupé. En grandes cajones se acomodaban sábanas y frazadas, almohadas, cacerolas y un gran surtido de productos de almacén: arroz, fideos, lentejas, deliciosas arvejas partidas, porotos y enlatados. Era como cuando se anunciaba una “revolución” y se hacían grandes acopios. A última hora se cargaban las valijas con la ropa y los colchones de lana enrollados y sujetos con un firme lazo de piolas en la “cintura”, lo que les daba un aspecto de gruesas señoras con “cinturette”, cuenta José Luis Ardissone.
El relato posee un preciosismo en todo su trayecto, donde va contando lo que iba sucediendo, hasta llegar a la pronunciada subida del cerro donde hasta hoy se divisa la casa de los Jaeggli, al finalizar la arribada hace poesía de las distintas plantaciones del Servicio Técnico Interamericano de Cooperación Agrícola diciendo: “Enseguida los surcos en graciosas curvas paralelas en las que se asomaban los brotes de tabaco, florecían las papas, y maduraban las mazorcas de maíz”.
“El espectáculo era como contemplar un cuadro de Van Gogh, distintos tonos de verde, marrones, tostados y esas curvas de los surcos perdiéndose en la distancia que parecían las pinceladas histéricas del pelirrojo holandés”.
Por su parte, Ana María cuenta historias de “póras caacupeños” con la vivacidad de una niña que acaba de observar un espectáculo sobrenatural: “La ahijada de mamá siempre planchaba a la noche en el patio con una vieja plancha a carbón y siempre escuchaba sonidos raros y a veces entraba corriendo diciendo: ‘Ou chéve hína la Pombero’. Ella hasta le dejaba cigarro y caña en el tatakua y le preguntábamos cómo era y simplemente decía ‘silva finito’”.
LAS TELEFONISTAS Y LAS CHIPAS
Las historias de las alturas caacupeñas también tenían que ver con las comunicaciones telefónicas, teniendo en cuenta que en 1960 solo había doce teléfonos en el pueblo. Dice José Luis: “Cuando pedíamos una llamada a Asunción pasaban cosas muy simpáticas mientras esperábamos, una de ellas: la telefonista preguntaba a la de Ypacaraí si ya había pasado por ahí el bus que llevaba a las chiperas, teniendo en cuenta que en aquellos años Ypacaraí era centro importante de fabricación del tradicional producto”.
LAS HISTORIAS VAN Y VIENEN, A FINAL JOSÉ LUIS DICE:
“Cuando me llegó la hora de empezar la universidad, marché a Río, y las vacaciones en Caacupé se fueron espaciando hasta que terminaron definitivamente”.
Existían muchas familias veraneantes en Caacupé en aquella época, una de ellas, los Bravard, que me lleva al instante a un dibujo “in situ” realizado por Edith Jiménez en sus paseos por las calles de Caacupé con su amiga y compañera de estudios la pintora Alicia Bravard a finales de los años 50. En ella se ve a la antigua iglesia que fuera demolida en 1980 y de fondo la basílica creciendo amenazante como anunciando su irremediable desaparición.
Los de mi generación tuvimos la suerte de conocerla antes de su demolición y siempre recuerdo el último viaje con mis padres en diciembre de 1979, antes que desapareciera aquella hermosa y humilde iglesia que hoy solo ya está en los recuerdos, en alguna foto y en este dibujo de Jiménez que hoy publicamos.
Antes de terminar el viaje, Ana María Casamayouret nos deleitó con la tradicional guarania de Delfor Boggino “Yo no sé por qué”, parafraseando al título de esta célebre pieza de la música paraguaya, “yo no sé por qué” decidí escribir este domingo sobre “otros recuerdos de Caacupé”, tal vez haya sido por aquellos de infancia de la casa de Antonieta, donde “reposaba” aquella gran obra de Pablo Alborno o por el dibujo realizado allá por 1959, no lo sé, tal vez por una mirada. “Desde la fe”, diría mi amigo Mariano Mercado, tal vez, pero sigo pensando: “Yo no sé por qué”.