PORESTEBAN AGUIRRE, @PANZOLOMEO
Hace unas semanas fue mi cumpleaños y justo cayó un sábado. Durante los festejos un amigo me dijo: “¿Te das cuenta de que recién dentro de 7 años va a volver a caer un fin de semana tu cumpleaños?”.
No tuve mejor idea que al día siguiente, algo aturdido y abrumado, por no decir absolutamente resacado (o resacade como dice la “juventú” hoy en día, creo) de ir a hacerme una resonancia magnética. Nada mejor que arrancar una jornada, que es ya existencialista por naturaleza, dentro de una especie de sarcófago de metal con el sonido de la peor fiesta electrónica de la historia.
Para los que desconocen la experiencia de hacerse una resonancia magnética, la describo sin ningún spoiler, cada quien vivirá su propio infierno al entrar en ese consolador humano (ahora que pienso, uno mismo es el consolador en esta situación). Antes de entrar a la sala de examinación, uno debe pasar por el protocolo de despojarse de ropa, objetos de metal y etcéteras, para luego ser pesado a ver si no va a romper la máquina; felizmente esta vez no reprobé la prejuiciosa y atenta mirada de la báscula (¡Ahí tenés Barney!). Al entrar a la habitación te hacen la pregunta: “¿Usted es claustrofóbico?”, cometí el error de contestar la pregunta con otra: “¿En qué tipo de situaciones?, ¿así una onda salchichón adolescente? o ¿algo más así como que los perros te encierran en la valijera del auto porque tomaste un que otro jagger de más?”. No esperaba que el silencio, mirada de “jeýma paciente ocurrente” y “Acuéstese ahí, señor” se convertirían en mi respuesta, pero bueno, por suerte, como mencioné, mi estado resacoso lo único que quería era un lugar en donde echarse a meterle una suculenta siesta. Si el condón metálico este era el lugar, bienvenidas sean mis 42 vueltas al sol escuchando el sonido de “Arturito” teniendo sexo con Donkey Kong en su intento de conectarse a internet vía teléfono (se acuerdan del sonido, no se hagan los jóvenes).
Días más tarde el resultado de mi estudio llegó a mis manos confirmando lo peor: Estoy viejo. Esa leyenda de que a partir de los 40 todo empieza a hacer ruido es tan cierta que da rabia. Como castigan los oídos cada “cris, cras, crus” camino a meterle el tercer meo nocturno, otro índice que tus lejanos 20 años se han duplicado, tu vejiga tiene una agenda propia y vos no estás invitado.
Ahora, no todo es “vaso mitad vacío”; hay ciertos beneficios a ser llamado cuarentón en tu torta de cumpleaños. Es bueno recordar que sin mucho esfuerzo, siempre, pero siempre, vas a encontrar un amigo que está 100 veces más hecho bola que vos. Los podés encontrar en cualquier tercer tiempo de exa, con ese look “retención de líquido” acordándose del gol que metió en 2do. curso contra el Salesianito. Sentarte al lado del equivalente de ese ser humano “un porã veinte minuto” y tu ego te regalará una noche de sueño reparador. ¿Qué lo que duda?
Si bien esta reflexión me toma a mitad de partido, podríamos decir que recién en el inicio del segundo tiempo, con un dudoso marcador que parece empatado pero tiene el aire de un 1 a 0 abajo que inspira, creo que el mayor de los regalos que recibí sigue siendo la frase con la que empecé está reflexión, en 7 años existirá un fin de semana en donde me recordaré de él que acaba de pasar con la esperanza de no decir “¡Qué pendejo que era!”.
Con el riesgo de hacer enojar a mi maestro yogi, quien se suele rabiar conmigo cuando interrumpo mi elongación hacia un estado zen con esta frase, me despido con las palabras de un personal héroe del teclado, el doctor Gonzo, Hunter S.Thompson:
“La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado y proclamar en voz alta: ¡Uf! ¡Vaya viajecito!”.