Por Pepa Kostianovsky

En este relato que pertenece al capítulo III de la tercera edición de Desde el Otoño, publicado en el 2011 en Paraguay, recorremos de la mano de la autora el barrio, el mundo de los vecinos cercanos, los juegos infantiles, las amistades y personajes que dejaron bellos recuerdos. Pero la crueldad de otros, el maltrato infantil y el dolor tampoco están ausentes en la memoria de la niña, en un tiempo en el que nada se podía hacer para remediarlo.

Algo que nunca entendí es por qué los psicólogos mataron a las cigüeñas. En mi época, volaban tranquilamente por la sabiduría infantil, trayendo primos y hermanitos, sin que a ninguno de nosotros le preocupara demasiado la peligrosa situación en que los transportaban, aunque más no fuera por el riesgo de un resfrío.

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Además, alimentaban fantasías mucho más divertidas que lo que podían significar estar encerrado durante tanto tiempo en una barriga, por materna que fuera.

En mi caso, por ejemplo, quizás un poco cansada de explicar a cuanta persona mayor me diera lata con aquello de “¿Pepita? Tu nombre debe ser Josefa”, acostumbraba a rebatir tan simple, deducción con un despliegue de aristocracia.

–No, me llamo Josefina, como la esposa de Napoleón.

De más está decir que mi padre se había visto obligado a justificar el proletario nombre, remarcando el antecedente imperial, dado que la moda por entonces eran los más glamorosos, como Marta, Gladys, Beatriz, Mirta, Diana y Cristina.

No era tampoco cuestión de que mis interlocutores me vieran como una tonta presumida. Por lo que me ocupaba de aclarar que llevaba el nombre de mi abuelo paterno, que había fallecido “poquito antes de que yo naciera”. Y agregaba:

–Cuando la cigüeña me traía, yo vi su entierro desde arriba.

A los padres de Elsi les divertía mi relato y me lo hacían repetir a cuanta visita pasara por su casa. Yo accedía encantada, sin imaginar que alguien pudiera dudar de los alcances de mi vista.

También creíamos en los Reyes Magos. Imagino que todos tuvimos de chicos la intención de espiarlos. Era inquietante que esos tres generosos magos, montados en sus exóticos camellos, con sus mantos de seda y sus auténticas coronas de oro, pasaran a escasos metros de nuestras camas sin que los viéramos.

Era una cobardía no desafiar al sueño y mirarlos de reojo. Estaba dispuesta a lograrlo. Y hubiese sido la única niña en la historia que vio a los Reyes Magos, de no haber cometido el error de pretender compartir la aventura con mi hermano. En el fondo, tenía un poco de miedo y buscaba su protección.

Adolfo fue tajante.

–Ni se te ocurra. ¿Acaso no sabés lo que le pasó a Juan Ángel? ¿No viste las marcas que tiene en la mano? Son quemaduras. Él los espió a los Reyes. Y cuando fue a abrir sus regalos, los paquetes se le incendiaron. No le quedó nada.

Nunca sospeché siquiera que las manchitas de su amigo Juan Ángel Morassi eran pecas, igualitas a las que tenía mi mamá. Le tenía una secreta admiración por su valentía. Y una gran pena, por su desgracia.

Papá Noel todavía no estaba de moda por este subtrópico, de modo que no fue motivo de mis conflictos de niña judía. Pero lo que causaba mis más dolorosas envidias, eran los pesebres. Los hacían en todas las casas del barrio. El más hermoso era el de las Sánchez Palacios, que era montado bajo unos árboles. Doña Isabel, la madre, preparaba la cueva de piedras, papel pintado y cavovei*. Y los niños se ocupaban de colocar las figuras. Participaba del ritual como espectadora, no estaba segura de que meter allí la mano me estuviera permitido.

La casa quedaba a mitad de cuadra, en la vereda del sur, como la de Elsi. Y tenía un gran patio de tierra, con árboles, plantas y suficiente espacio para jugar a las escondidas.

Eran muchos hermanos y primos, lo que hacía todo más divertido. Negra era de nuestra edad. Y Elvira, un poco mayor era la nena más linda que yo había visto en mi vida. Ellas también tenían trajes de disfraces. Elvira organizaba veladas fantásticas en las que mis dotes artísticas eran aplaudidas por todo el barrio.

Fue allí donde lucí el traje rosa prestado por las Sbetlier, bailando una versión personal del “Danubio azul” muy celebrada por la concurrencia. Elvira me maquilló con un gracioso lunar en la mejilla izquierda y me sentí casi tan hermosa como ella.

Veinte años después, cuando nació mi hija, la llamé Olga Elvira. Por mi abuela paterna. Y porque quería que fuese tan linda como mi amiguita.

Su hija no se llama Josefina, sino Isabel, como su madre. Y se casó con mi primo menor y preferido, José, el Piti.

En diametral contraste con esa casa, en la que todo era amable, estaba la de don Domingo y doña Amelia. Eran los ricos del barrio, los estancieros. Pero, a pesar de que también tenían varios hijos, nunca jugábamos allí. Sólo entraba de vez en cuando, con mi madre, para usar el teléfono.

En realidad mi mamá prefería usar el de los Sánchez Palacios y yo también. Los llamados eran generalmente seguidos de una larga tertulia con la dueña de casa, que aprovechaba para jugar con las chicas. Pero cuando doña Amelia estaba en el balcón y nos veía, se apresuraba a ofrecer:

–Kolo, ¿porqué no llama desde aquí?

No precisamente por generosidad, sino porque siempre andaba queriendo hacer correr algún chisme. No nos quedaba entonces otra opción que aceptar. Lo cual también implicaba una media hora posterior de charla, peo mucho menos grata. En especial para mí, que me quedaba mirando el chicote que colgaba de un clavo en la pared con el cual don Domingo imponía disciplina y cuyas señales revelaban los moretones de su linda hija mayor, Amelita, que al parecer era un poco cabeza dura. Y muy afiladora.

Como eran ricos, no tenían una “muchacha” como nuestra Miguela, para ayudar en las tareas de la casa. Tenían una criadita. Hija de una comadre, esposa del capataz de la estancia. Era tan pequeña como yo y llevaba la cabecita casi rapada. Tampoco salía a jugar con los chicos del barrio. Sólo la veíamos ir a hacer los mandados. Siempre corriendo, siempre descalza, siempre triste.

Una madrugada, unos golpes en la ventana despertaron a mis padres. Sorprendidos, preguntaron quién era. Y recibieron como respuesta una vocecita infantil que llorando imploraba:

–Abrime ña Kolo, por favor –era la chiquita, que no tenía fósforos para prender el carbón–. Don Domingo se va a despertar y si no tiene el agua para su mate, me va a pegar con el tejuruguái*.

A nadie se le ocurría por entonces que eso podía ser denunciado. No había donde. Ni a quien.

Cavovei: arbusto de la región. Tejuruguái: látigo.



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