Por Pepa Kostianovsky

El relato de hoy pertenece a la tercera edición del exitoso volumen de relatos agrupados bajo el título “Desde el otoño”. La amistad nacida en la infancia, la inocencia y los sentimientos encontrados. Una historia que retrata todo lo que se ve y lo que está oculto en la relación entre amigas y con familias vecinas.

Lo mejor de trasladarme a la República Argentina –además de la proximidad que me permitía ir sin la vigilancia de Miguela y, por tanto, ser independiente– fue pasar a ser compañera de Elsi.

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La casa de Elsi quedaba frente a la mía. Y yo vivía la mitad del tiempo en la suya. No sé por qué mis muñecas siempre se rompían. En cambio, Elsi las conservaba intactas, limpias, peinadas. Su mamá sabía coser y le enseñaba a hacerles vestiditos. Para mí, ese era un campo vedado, mi mamá prefería los libros, no disfrutaba de las manualidades.

Pero Elsi era generosa y hacía algún vestido para mis desprolijas muñecas.

En su casa había un perro, “Coco”, al que siempre le tuve miedo. Y un gallinero y un loro. Además había un cuarto que se usaba como alacena, con miles de cosas para revisar. Y una terraza, desde donde espiábamos un patio vecino. Eran actividades prohibidas, a las que nos dedicábamos a la hora de la siesta, mientras los mayores dormían. En realidad, a pesar de ser dos años menor, era yo la que capitaneaba los programas furtivos.

Elsi era una nena dulce y obediente. Y yo era tremenda. Además, mi mamá era de “palmada fácil”. Era bastante corriente que le diera motivo para algún chirlo, que unas veces gambeteaba y otras alcanzaba un brazo, la cola o una pierna.

Para mí era inexplicable que Elsi nunca tuviera encontronazos con la mano materna. Ella, inocentemente, trató de justificarlo.

–Es porque a mí no me duele.

–¿Cómo no te va a doler?

–No sé, no me duele.

La afirmación era inaceptable. Y me propuso ganar la discusión, de manera fáctica. Empecé con un golpe leve. Pero ella no estaba dispuesta a perder tan fácilmente. Y la fuerza fue subiendo. Elsi contenía las lágrimas y se negaba a reconocer que dolía.

Hasta que me levanté de la sillita, la alcé y se la planté en la cabeza. Se puso a llorar amargamente. Y yo me escapé con un susto tremendo. Me metí en mi casa y no asomé la nariz.

Al día siguiente, para asombro de todo el mundo, no pedí permiso para salir. Encerrada y presa del miedo. No solamente por el castigo que iba a recibir de mi mamá, sino porque había perdido a Elsi. Ya no me iban a dejar entrar, ya no podría jugar con ella. Estaba de duelo y la culpa era solamente mía.

Al anochecer, cuando mis padres salieron a sentarse en la vereda y me llamaron, me senté en el umbral, ocultándome tras la silla de mimbre, espiando a los vecinos de enfrente. También estaban, como siempre, Elsi y sus padres.

Tras el convencional saludo y el comentario sobre los rigores del clima, su mamá, doña Mari, preguntó:

–¿Y Pepita, dónde está? ¿Qué pasa que hoy ni la vimos?

No podía creerlo. Elsi no había contado nada, había llorado solita. Y era tan leal que había guardado el secreto.

Crucé la calle. Me senté a su lado y nos quedamos tomadas de las manos. Disfrutando en silencio de nuestra recuperada alegría.

Para compensar la generosidad de Elsi, decidí compartir con ella mis conocimientos de piano. Apenas regresaba de mis clases, cruzaba a buscarla para jugar en mi casa y la llevaba directamente a la sala. Instalaba una silla junto al taburete en el cual la hacía sentarse y la inducía a imitar mi do-re-mi-fa-sol. Al rato, Elsi se cansaba. Pero yo no le permitía claudicar, la obligaba a salir. Ella, que no se atrevía a desafiar mi carácter, sólo atinaba a soltar unos lagrimones. Y yo, con absoluta carencia de piedad, la reprochaba:

–En casa ajena, no se llora.

Era poco habitual que jugáramos en mi casa, preferíamos la suya. Imagino que ella porque se sentía menos expuesta a mi autoritarismo. Yo, porque me liberaba del control de mi madre. Enfrente, doña Mari pensaba que todas las nenitas éramos seres inofensivos, como Elsi.

Tanto es así que no se conformaba con mis continuas visitas espontáneas. Reforzaba los señuelos con frecuentes invitaciones a almorzar. A ella se le antojaba que Elsi comía poco y usaba mi presencia para torturarla con comparaciones: “¿Viste que ella no deja nada en el plato?” y otros clásicos del repertorio materno.

Doña Mari hacía dos veces por semana milanesas con puré. Y helado de chocolate, casero, en cubetera. Solamente para tenerme en su mesa. No puedo imaginar que alguien haya recibido mejor agasajo que el que me ofrecía aquella bondadosa señora.

Pero, bien dicen que todo tiene su costo. Mi mamá me había impuesto una regla de urbanidad. Nunca debía aceptar una segunda porción al primer ofrecimiento de la anfitriona. “No fuera a parecer una hambrienta”. De manera que era una obligación decir: “No, gracias”. Y sólo después de la insistencia, ceder: “Bueno, un poquito”. Lo que doña Mari no dejaba pasar sin recriminarme. –¿Viste que sos vana? ¿Porqué decís que no querés, si querés?

Es difícil transmitir lo humillante que me resultaba ese comentario. Entonces no sabía por qué. Ahora supongo que lo estúpido de la repetida farsa insultaba a mi inteligencia.


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