Otro de los relatos incluidos en el volumen “Desde el otoño” de Pepa Kostianovsky. La infancia, las relaciones familiares, especialmente con una madre singular, y una vocación que quedó por el camino como asignatura pendiente.
- Por Pepa Kostianovsky
Mi mamá estaba convencida de que su prole era más inteligente que el común de los ciudadanos del planeta. Se las arreglaba para enseñarnos a leer y escribir y a sumar y restar cuando teníamos cuatro años. Y entonces ya no había forma de evitar que nos mandara a la escuela aunque tuviera que mover cielo y tierra.
No sé cómo habrá hecho con Adolfo, que era cinco años mayor y para colmo era realmente brillante. Cuando llegamos de Buenos Aires traía calificaciones excelentes y, para gloria de mi madre, lo admitieron en el Colegio Internacional, en el quinto grado.
Conmigo la tarea no era tan fácil. Por más que mostrara mi amplísimo bagaje de conocimientos, sólo tenía cuatro años. No hubo forma de que me aceptara ni en el Inter, ni en la Escuela República Argentina que estaba al voltear la esquina.
Pero mamá no se dejaba vencer fácilmente. Encontró una escuelita modesta, en la calle Pettirossi, al lado del Ministerio de Salud. Y convenció a la directora.
Como ya no quedaban pupitres, fuimos hasta el mercado y compró una mesita y una sillita. Me instalaron delante del primer banco. Y cursé el primer grado con gran éxito. No había mayor mérito. Mamá ya me había enseñado de antemano todo lo que suponía debía aprender allí.
Con la libreta de calificaciones en ristre, al año siguiente, la directora del República Argentina no encontró pretexto para no inscribirme en segundo grado.
Como decía, “Inocencio Lezcano” era una escuelita modesta. Y por entonces, la institución esclavista de las “criaditas” era más que común. Eran niñitas a las que traían del campo para hacerlas trabajar en el servicio doméstico, a cambio de un plato de comida, un camastro y la promesa de mandarlas al colegio. Entre la carga laboral y la ausencia de todo afecto, además de tener que enfrentar el castellano cuando su lengua era el guaraní, tenían muchas dificultades para aprender.
A menudo, las patronas aprovechaban para considerarse eximidas del compromiso de darles educación. Y después de un año o dos, las dejaban analfabetas. Otras, algo menos crueles, insistían. Las chicas repetían un curso tras otro y llegaban a los grados superiores con catorce o quince años.
El “Inocencio” estaba lleno de alumnas adolescentes. Y yo era poco más que un bebé. Por lo que pasaban el recreo alzándome en brazos o haciendo que bailara y recitara para ellas.
Mi vocación de “starlet” era alentada por un grupo de entusiastas admiradoras. A punto de que mi maestra le pidió a mi madre que yo fuera la “gran solista” de la fiesta de fin de año.
Mamá aceptó, con la condición de elegir ella el repertorio. Ya dije que se resistía a gastar en disfraces. De modo que esa tarde fuimos a lo de su amiga Pola, también vecina del barrio, cuyas hijas Kitty y Susi Sbetlier estudiaban danzas y tenían un baúl lleno de trajes.
No podía imaginar felicidad mayor que toda aquella maravilla multicolor de satén y tules a mi disposición. Me probaron uno tras otro, hasta encontrar los que fueron ajustables a mi tamaño. Y salimos de allí con dos. Uno celeste, de odalisca, y uno rojo, de rumbera.
Ya en casa, mamá puso en el tocadiscos la Danza Ritual del Fuego. Y el Bahión delicado. Ni siquiera necesité coreografías. Yo misma improvisé los contorneos con que debuté en los escenarios. Por supuesto, con mis zapatitos domingueros. Mamá no quería que anduviera descalza por aquel tablado cubierto de clavos y de astillas.
Hubiera podido seguir mi carrera de bailarina autodidacta, de no ser por la carencia de zapatillas. Nunca conseguí que me compraran un par. Por lo que sólo pude aprovechar una vez más la generosidad de Kitty y Susy para disfrazarme de flor. La falda era de tul rosa y el corsage de seda verde ¡Era tan lindo!
Frustrada así tan sublime vocación y dados los pocos progresos logrados en el campo musical, hallé mi destino estelar en la poesía.
A mis padres les gustaba salir por las noches, a cenar, a bailar, al cine, dos o tres veces por semana. Y como por entonces no había televisión, mi hermano y yo nos quedábamos leyendo hasta tarde. Papá nos alentaba pagándonos por poemas aprendidos. Nos divertíamos memorizando versos de Quevedo, los Machado, Rubén Darío, Amado Nervo, Ortiz Guerrero, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, que al día siguiente eran resarcidos en metálico.
Mi mamá tampoco consideraba útil aprender “recitado”, costumbre bastante difundida en la época, porque daba a las niñas gracia y desenvoltura. Yo vine desenvuelta de fábrica. Y en cuanto al gracejo, tuve que arreglármelas sola.
Pero era tal mi arsenal de sonetos y métricas varias, que siempre lograba ser número en las veladas escolares.
En mi época, el currículum del ciclo primario incluía Declamación, con profesora especial que enseñaba a acompañar el discurso con amaneradas morisquetas. En el República Argentina, la cátedra estaba a cargo de la señorita Froilana, que era renga. Mamá la odiaba, porque los cuatro años en que estuve bajo su dirección artística, los pasé –como todos los alumnos de la escuela– cojeando cuando recitaba.