Una despedida para la primera etapa de estas entregas dominicales que se toman un tiempo para regresar con nuevas miradas para descubrir historias humanas.

Cuando empecé a escri­bir esta columna el calendario marcaba 14 de abril del año 2019. En aquel momento el agua del río era un desborde y la primera cró­nica se llamó Agua. A partir de entonces, un manantial de historias fue brotando hasta esta entrega, donde luego de 137 domingos en La Nación me tomo un descanso para volver con nuevas historias y versos cuando asome marzo.

A modo de despedida vuelvo al inicio, a partir de una con­versación con mi amigo y compañero de oficio, Toni Roberto, que desde Cuader­nos de Barrio nos deleita todos los domingos. Conver­sando con él en su programa de radio, surgió el tema del génesis de nuestra propia historia. ¿De dónde veni­mos? y ¿Qué tanto influyen los vestigios del pasado en nuestro destino?

En mi familia materna una de las leyendas cuenta que un matrimonio un día subió al barco desde una España muy mora y se aventuró a Carmen de Patagones para abrir un balneario. De dónde habría surgido aquella des­cabellada idea nadie lo sabe, ni cómo acabaron específi­camente en aquel lugar del planisferio. Lo cierto es que los planes naufragaron en la América inhóspita por el frío y en un intento desesperado se contrató a una “corista” para alegrar el lugar aparen­temente desolado. La con­clusión tragicómica es que el señor español fue el de la ale­gría sucumbiendo a los cau­ces (y a las fauces) de la bellí­sima cantante y se la llevó de vuelta a España, dejando a su mujer y a sus descendien­tes de este lado del Atlántico. Uno de esos hijos vendría al Paraguay en un viaje de paso y al conocer a la mujer para­guaya que se sentó a su lado en un barco, se olvidaría de todo. De su infancia triste y de su padre desalmado. Y aquí echaría raíces… (Si es verdad o mentira aque­lla historia que me conta­ron, sin duda tiene aspectos muy mágicos y en mayor o menor detalle forma parte del imaginario indiscutible de mi familia de literatos).

La mujer paraguaya sentada en el barco estaba llena de historias por su lado. Las suyas mucho no hablaban de Europa sino más bien de tiempos de la Colonia y del Supremo dictador de antaño. La Guerra Grande y sus mujeres aguerridas, super­vivientes del exterminio y del espanto.

En aquel anecdotario una de mis historias favoritas es la de la Mayordomía de la Vir­gen, que por mandato del pasado continúa vigente en la fe de una adorada tía mía –queridísima Ana María–, mayordoma de la Virgen de la Asunción. Las mujeres de su familia han cuidado a la Vir­gen por generaciones y entre sus roles tienen a su cargo prepararla y acompañarla anualmente a la procesión.

Yo crecí con estas historias en las tertulias de domingos donde mi abuela y mi tío Hugo eran los cronistas de aquel íntimo diario y la querencia hacia mi patria se fue arrai­gando a través de esos relatos.

En la casa de mi otra abuela, aprendí de los inmigran­tes. Asentados en el campo, a fuerza de jopara y dialecto italiano, con los años migra­ron a la capital. Los sábados se almorzaba tallarín casero con recetas ancestrales y aún recuerdo a la tía Lily ense­ñándome los trucos que le enseñó su mamá. Bocanada de risas alegrando las siestas y alguno que otro tango. (Por­que mi abuelo –Don Segundo Bosio– era porteño. También en Paraguay de paso, hasta que conoció a la ítalo-caaza­peña y se casó con ella asen­tándose en Asunción).

Mi infancia de abuelos transcurrió entre la avenida España por donde todavía andaba el tranvía y el campa­nario de la Iglesia de la Encar­nación. Hasta que también a mí me tocó desplegar las alas y por cuestiones laborales de mi marido salimos del país. Fueron 20 años trotando mundos y entre varios paí­ses e idiomas, Paraguay se me fue volviendo nebulosa y gran parte de mi pasado afectivo se perdió en otras culturas, en otros vientos y razas, y hasta llegué a pensar que podía transitar una vida entera sin regresar.

Pero el terruño tiene esta manera de interpelar la memoria y acabamos vol­viendo para asentarnos como familia. Pude visitar a mi abuela en las tardes de su ceguera y leerle los libros que tanto le gustaban hasta el final. Mis hijos adoptaron clubes de fútbol y comenza­ron a usar palabras en jopara. Y en ese idilio andábamos hasta que un par de años más tarde un diagnóstico de mi marido de nuevo nos obligó a migrar.

Es distinto salir del país con la angustia de lo incierto para internarse en los fríos pasillos de un hospital. Recuerdo las esperas eternas y a mi esposo valiente enfrentando ese duelo final y las preguntas existen­ciales que me invadían por las noches: ¿Qué sería de mi cuando tocara reiniciarme después de aquella pérdida, con la ausencia de ese gran amor? ¿Dónde me asenta­ría, si en los últimos 20 años aposté a una vida lejos de mi tierra y ya no sentía el arraigo de mi niñez? ¿Era hogar el país de los recuerdos o el país que después adopté? Y andaba taciturna en esos pensamien­tos cuando de pronto un 15 de agosto, en medio de toda la angustia encuentro un men­saje en el celular: Era mi tía, Ana María, la mayordoma de la Virgen, el día de la procesión.

–”María Be querida (así me decían de niña), quiero que sepas que hoy puse una foto de tu familia bajo el manto de nuestra Virgen de la Asunción que hoy sale a su ciudad. Para que no te olvides que Ella les cuida y que aquí está tu gente, tu familia y tu hogar”.

Con ese abrazo intangible llegó el mensaje que tanto necesitaba escuchar. El amor. La querencia. Las raíces y la contención espiritual. Y en el llanto ante aquel gesto sublime resolví que sería aquí a donde volvería a anudarme en un ovillo para elaborar mi duelo. Y desde aquí –desde lo más profundo de mis raíces– cuando el dolor mermara, podría al fin renacer.

Agradezco infinitamente al diario La Nación, a su gente, y a los lectores, que en estas 137 historias me ayudaron a escribir mi camino de regreso.

Etiquetas: #Regreso

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