- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
Unos pocos días atrás, en medio de una reunión entre amigas y amigos, emergió el interrogante más inesperado. No éramos una multitud, por cierto, pero por momentos lo parecía y, debo admitirlo, fue un encuentro complejo. Sin el dramático nivel de aquella película magnífica franco-canadiense como lo es “Las invasiones bárbaras”, pero tampoco muy lejos de aquellos diálogos. No. Más bien, bastante cerca pero, en este encuentro, afortunadamente, ninguno de las y los reunidos se encuentra en el borde mismo de la muerte, como sí lo estaba el profesor Remy, internado y terminal en un hospital público de Montreal, Canadá. Sin embargo, un par de los reunidos y, por lo menos, una de ellas, sí lo estuvimos, pero son tiempos superados. Aunque, vale saberlo y poder decirlo –creo– nunca totalmente superados. Por lo menos en lo que a mí me toca, prefiero llamarla una etapa de aprendizaje inolvidable.
“LA SOLEDAD ES UN AMIGO QUE NO ESTÁ”
No es sencillo imaginar la muerte. Mucho menos, imaginarse muerto. O que otros y otras te imaginen muerto como le pasó al amigo eterno, Mario “Pototo” D’Alessandro, aquel compañero de colegio que allá por el fin del 68, en el siglo pasado, por un error en la transmisión de un telegrama, supo que a su muerte –que gracias a Dios aún no ha sucedido– su amigo, Luis Alberto Spinetta, le compuso su tema. “Para saber/ Como es la soledad/Tendrás que ver/Que ya a tu lado no está/Que nunca más/Con él podrás charlar/Sobre lo que es el bien/Sobre lo que es el mal/La soledad es un amigo/ Que no está…”. Pero en la reunión que les cuento, el rango etario era el de aquellos y aquellas de “Las invasiones bárbaras”. ¿Coincidencia? Puede ser. Alguien esa noche, en un extenso momento en que hablábamos sobre libros, escritoras y escritores, lanzó un interrogante. ¿Por qué escriben los escritores y las escritoras? Varias respuestas se escucharon al mismo tiempo. Las voces se superponían. Mirándome fijamente, Juanjo Escujuri Tellechea, académico, historiador, analista político e hincha de Boca, sin anestesia, espetó: “¿Vos, porque escribís?”. Porque soy periodista y no sé hacer ninguna otra cosa, respondí. “No me jodas”. Sonreí. Descubrí que no tenía muy claro qué responder. Y así fue que, como un payador, improvisé. “Algunos, muy pocos, son domingos de gloria, amigos y amigas. Muy pocos.
Tan escasos como las lunas de miel que nos canta Joaquín. Pero, debo confesarles –aquí y ahora– que los que no son pocos y, más bien son casi todos, al menos en mi caso, son los viernes de terror. De pánico”. Se hizo silencio. Alfonsina Guardia, también historiadora y académica brillante, a la que disfruto llamar “la abanderada de mis fans”, porque cada semana recomienda en Twitter la lectura de las palabras que trato de hilvanar para producir algún sentido, como en el tango, “miraba sin comprender”. Por cierto que escribir me apasiona. Pero, una Cierta Historia Incierta cada semana –cuando ya pasaron más de 115– es dramático. “¡Dejate de joder!”, dijeron varios al unísono. “¡Quién pudiera tener ese laburo¡”, dijo otro que conoce bien el ritual que, cerca del inicio de cada sábado, sentado en la vieja mecedora, con el copón cargado con alguno de esos vinazos que desde muchos lugares llegaron hasta la cava familiar y saben que me angustio. Terrores. Pánicos. Los miré sin decir palabra. ¿Pueden entender que no sé hacer ninguna otra cosa más que las que suelen hacer y hacen las y los periodistas?
UNA HISTORIA CADA SEMANA
Careciente de talentos, como me sé, les confesé que me desespera tener la convicción de que las historias, al menos los viernes, nunca llegan. Y, cuando arriban, desconfío de ellas. Arrojarlas, una y otra vez en la cesta virtual del ordenador, con formato de tacho para la basura, se parece mucho a una rutina interminable. Sin embargo, no me siento en soledad.
“La escribo todos los viernes, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, con la misma voluntad, la misma conciencia, la misma alegría y muchas veces con la misma inspiración con que tendría que escribir una obra maestra. (Aunque) cuando no tengo el tema bien definido me acuesto mal la noche del jueves, pero la experiencia me ha enseñado que el drama se resolverá por sí solo durante el sueño y que empezará a fluir por la mañana, desde el instante en que me siente ante la máquina de escribir”. Si esto le pasaba a Gabriel García Márquez –al enormísimo Gabo– que no dudó en contarle ese drama al diario El País, pensé, ¿por qué no habría de pasarme a mí? “¡Soberbio!”, me dije en alta voz. “¿No te parece insolente la comparación?”, me fustigué. Pero este viernes es así. No tengo historia. ¿Para qué negarlo? Mucho menos, ocultarlo. ¡Qué lo sepa Marycruz, mi jefa, amiga y tremenda escritora cordobesa! Creo que entenderán que solo comparé situaciones y de ninguna manera personas ni creaciones, cuando mencioné al maestro Gabo. Los constructores de cultura son pocos. Muy pocos. Y tengo la certeza de no estar entre ellos ni ellas.
UN ENCUENTRO EN LA BIELA
Recordé al querido Facundo Cabral, amigo entrañable desde muchos años. Alguna vez en La Biela, ese punto de encuentro casi mítico frente al elegantísimo Cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires –donde se encuentra mi pueblo natal, el Bajo Belgrano, poco más de 1.200 km al sur de mi querida Asunción– descubrió que, a dos mesas de distancia de donde se encontraba con un amigo, almorzaba Jorge Luis Borges. Eran tiempos de protestas. De revoluciones. De pantalones anchos. De pelos largos. El Mayo Francés del 68 estaba a la vuelta de la esquina. Daniel Cohn-Bendit, Le Rouge, era un compañero más y sentíamos que, junto con él, entrábamos en Nanterre. Facundo, que le había indicado a Ricardo, el mesero, que “todo lo que beba el señor Borges, lo pago yo”, se sorprendió sobremanera cuando el viejo, cuidadoso, se acercó hasta su mesa para agradecerle. “¿Y usted, de qué se ocupa?”, preguntó. Cabral no trepidó: “Soy escritor, como usted”. Ricardo, el mozo, apretó los labios para no estallar en una carcajada. El autor de El Aleph, casi susurrante, repreguntó: “¿Y qué escribe?”. “Canciones de protesta, maestro”, replicó desafiante. Borges, tomándose con fuerza imperceptible del cayado de su bastón, antes de retirarse, a modo de despedida, le apuntó con sus ojos que no veían más que a sus propios fantasmas y fantasías ensombrecidas y, sin vueltas, sin pudor y un tanto hinchado las pelotas, confesó: “Usted, señor Cabral, es un privilegiado. Canciones de protesta. Lo admiro. Yo, desgraciadamente, cuando estoy enojado, no puedo escribir un carajo”. Inmediatamente se marchó tomándose del brazo de Ricardo. Facundo no pudo articular respuesta. Pero, desde entonces, quiso que esa historia lo acompañara hasta el fin de sus días.
EL PÁNICO DE LA HOJA EN BLANCO
Disculpen, entonces, mi mención a García Márquez, solo quise decir que el pánico, ante la hoja en blanco, nos pasa a todos y es fugaz. El pánico verdadero, ese que inmoviliza y, en ocasiones, avergüenza, es el de la hoja escrita por uno mismo. Creo que, con estos recuerdos, conseguí atenuar mis miedos. Pensar, escribir, volver a pensar, volver a escribir es también, muchas veces, soñar o decir quién soy, en ese preciso momento. También es expresar amores, pesares, éxitos o revoluciones. Extrovertir fracasos y pasiones. Es desnudarse de palabras y arroparse con otras palabras. ¡Cómo se equivocan aquellas y aquellos que te espetan en la cara que vos, una vez dijiste o escribiste!, con tono acusatorio. Tal vez, incomprendan que fueron ellas o ellos los que aquella vez escucharon o leyeron aquello que dije o escribí, en ese momento que, por la propia definición de esa palabra, no es más que un espacio temporal, más o menos extenso, envuelto de singularidad. Cornelius Castoriadis nos habla desde sus obras del momento histórico y del sujeto histórico. Es tan difícil de entender. ¿No cambiamos quienes leemos tanto como escribimos? ¿No cambiamos quienes escuchamos tanto como quienes nos interpelan a partir de la música o de la palabra? “Nada es para siempre”, canta una y otra vez Fabiana Cantilo. Desde varias décadas o, para ser más preciso, desde que éramos chicos. Tiene sentido recordarlo. Escribir, por qué no, en muchos casos es esa cerradura que –con la llave correcta en poder del lector o la lectora precisa– permite acceder a sueños profundos que están en quien escribe o en quien lee.
EL “NOVIO” DE ADELE
Así pude saber –leyendo– que mi amigo-hermano, colega periodista y escritor, Juan Carlos Rivera Quintana, un cubano de corazón tan enorme como sufriente, encontró en Adele –sí, en esa cantante popular que mueve multitudes– a la que él llama “La novia que nunca tuve”. ¡Cabrón!, pensé. ¿Por qué nunca me contó de ella? No es fácil ser lector. Mucho menos de un amigo que guardó esa fantasía, ese sueño, esa ilusión, para compartir con muchos y con muchas sin darme la exclusividad espiritual de saber de su amor por esa inalcanzable. A tal punto lo ha embelesado que –públicamente– admitió que, durante una presentación en Estados Unidos: “Me hubiera gustado estar allí, en primera fila, siguiéndole de cerca y acompañándole y hasta llevarle, luego, un ramo de orquídeas de mi patio”.
El JuanCar sufre. Sobre el papel la recordó en 2011 “cuando era casi una desconocida para muchos”. Confesó que, pese a ello, él “la seguía fielmente” y, por si no fuera suficiente, el recuerdo le permitió volver a verla “en uno de los teatros más emblemáticos del mundo: el The Royal Albert Hall, en Londres, cuando terminó su show llorando a mares, con el polvo y el rimel corrido, al interpretar su canción: ‘Set fire to the rain’ (Prendí fuego a la lluvia)”. Y al corazón de mi amigo-hermano. “Mientras el tiempo pasa ineluctablemente y yo envejezco sigo atesorando, en mi cartera de cuero, una foto de ella, de Adele Laurie Blue Adkins, esa gordita de barrio –de 33 años– y 70 kilos de peso, que canta canciones de amor tiernamente y sigue siendo la novia que nunca tuve, porque el amor –como ella dice– es un juego de tontos”. ¿Para qué escribiste, Juan? ¿Por qué escribiste, Juan? Si hasta hoy, nuestra fraternidad era total. Ahora sé, que –después de leerte– amamos a la misma mujer.
Nada nuevo. Nada original. Nada que nunca pasó. El querido Jairo –Marito González, comprovinciano de Patricia, la novia de Gavira, un colega y amigo periodista que cada domingo reclama la Historia Incierta– reveló en una canción que “desde un poster Jane Fonda” le sonreía. Que “Carolina (¿habrá sido la de Mónaco?), con su mohín mejor/desde la tapa de un viejo semanario/me declara su amor”. Y, en ese contexto, también divulgó una intimidad. “Yo vivo enamorado sin remedio/Todas las noches frente al televisor/De las muchachas/Que en rítmicos anuncios/Me venden ilusión”. Impresionante. Jairo y JuanCar mueren de amor. ¡Están enamorados! Ahora mismo me tienta incrustar en el tronco del cedro azul del parque de nuestra casa, con un viejo cortaplumas, sendos corazones que atravesados por una flecha que jamás disparó Cupido, para dar testimonio el amor profundo que los dos están viviendo.
¿Serán ficciones? No lo sé. “No estoy seguro de existir, en realidad. Soy todos los escritores que he leído, todas las personas que he conocido, todas las mujeres que he amado; todas las ciudades que he visitado…”, sostuvo Borges alguna vez. Descreí. Disculpe, maestro. “Escribo para mí y para mis amigos, y escribo para facilitar el paso del tiempo”, confesó alguna vez. Los interrogantes sobreviven. ¿Para qué escriben quienes escriben? ¿Para qué leen quienes leen? ¿Si Pototo no murió, por qué todavía cantamos el canto de su muerte? No es cierto que “cada pregunta tenga su respuesta”, como nos dice Nacha. No. Cada pregunta tiene sus silencios.