El asesino dejó una carta con un mensaje que revelaba una cercanía con su víctima. Por un error del autor y una confesión clave en la escena del crimen, el misterio se descubrió en pocas horas.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

El asesino aún res­piraba agitado por lo que había hecho. Había sangre en sus manos y sentía el ardor de algunas heridas, las que talló su víc­tima mientras luchaba por su vida. Conducía de forma demencial, cada minuto que se esfumaba en el tiempo era en su contra. Si lograba acortar la brecha entre el plan que tenía y la hora de la muerte, podría darle más sentido a la coartada que pondría en caso de que las cosas salgan mal.

Él pensaba que su inteligen­cia estaba un paso adelan­tado en el juego del misterio. El enigma que desataría la carta. Ella le daría el tiempo suficiente para llegar a esta­blecer una distracción y ganar tiempo.

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Eran las ocho con diez minu­tos de la misma noche del ase­sinato. Estacionó su auto­móvil lejos de la Comisaría Segunda Central, en la ciu­dad de Fernando de la Mora. No quería levantar sospechas en lo más mínimo.

Respiró una bocanada de aire para sacarse la tensión de lo que había hecho y caminó hasta la oficina de la estación.

En esa gran sala, con las pare­des colmatadas de humedad y varias capas de pintura de un amarillo claro, un oficial de guardia miraba un viejo televisor colocado sobre un archivero de madera. Lo dis­frutaba hasta que el saludo de buenas noches interrumpió las noticias a las que prestaba atención.

-Oficial, buenas noches. Quiero hacer una denuncia…

-Claro señor, sentate ahí. ¿Me permitís tu documento de identidad?

-Ese es el problema señor, me robaron todo. Dos travestis y un hombre, me acorralaron y sacaron la billetera y otras pertenencias que tenía. Entre mis documentos tenía qui­nientos mil guaraníes, toda mi plata. También me pega­ron, mire algunas heridas, ¡en el cuello, mire mi brazo!

El asesino, disfrazado de víctima, se lamentó ante el inadvertido agente de poli­cía que prestaba atención – con esmero– a todo lo que decía. Ese joven, astuto en ese momento, mencionó el lugar donde el ficticio atracó sucedió, en una calle oscura de esa misma ciudad. Imagi­nando que así evitaría que los investigadores busquen testigos. Sumando más men­tiras a su excusa, dijo con la voz, aún más firme, sobre el tiempo que le llevó llegar hasta la comisaría, se quedó sin dinero y le tomó una hora hacerlo.

La denuncia fue hecha exac­tamente 60 minutos después del asesinato de Lucía. Todo, dentro de su mente, cuadraba a la perfección.

EL GUARDIA FUE CLAVE

La carta con el mensaje hecho con recortes de revista apun­taba muy firme a un crimen pasional. Al fiscal Miguel Vera esa idea le retumbaba en la cabeza. Alguien con un pasado con la víctima se ani­maría a dejar algo que firme el crimen con el contexto. El criminal quería que los investigadores, y la familia de Lucía, sepan por qué la mató.

-Además de los inquilinos, ¿quiénes habitualmente están en el edificio? ¿Algún personal técnico? –preguntó el fiscal al administrador del edificio, que en ese momento aún se encontraba cercado por cintas policiacas que impedían el paso a cualquiera que no sea parte del equipo de peritos.

-Pues solo el guardia de segu­ridad. Suele hacer recorridos por los diferentes pisos y a cierta hora ya toma su lugar en la recepción.

-En él está la clave, llámenlo –exigió Miguel a sus ayudan­tes.

-Don Germán, acércate, no se preocupe. Solo tengo unas preguntas que hacerte sobre el movimiento que hubo antes que la hermana de la víctima llegara a su departamento. Dígame, ¿usted vio a alguien entrar a este edificio entre el mediodía y las 19:30?

-Sí, señor fiscal, un joven entró al edificio a pregun­tar por ella. Fue a las cinco y media de la tarde. Él me dijo que quedaría a esperarla y le tomé sus datos.

-¿Dónde anotaste eso, don Germán?

-Aquí doctor, mire. Se llama Luis Ernesto Torres y lo confirmé cuando me mos­tró su documento de iden­tidad. Lo dejé pasar porque me dijo que era amigo de las dos chicas. Y subió al octavo a esperar a Lucía.

En ese momento el panorama cambió por completo. El fiscal Miguel Vera dictó una orden de detención y poco tiempo ese nombre y apellido retum­baba en todas las frecuen­cias de la policía. El sonido monofónico de cada letra retumbaba en cada comisa­ría hasta que tuvo su eco en la Segunda de Fernando de la Mora. Al oficial le resultó conocido y se fijó en la denun­cia que tomó unos pocos minutos antes. Era el mismo, las dudas que tenía sobre la fantasiosa historia del asalto finalmente cobraron vida.

Frente al edificio donde mata­ron a Lucía, Teodocia escu­chaba el reiterativo mensaje de los agentes sobre la orden de detención. Ese nombre la sacudió y dejó en un estado mayor de trance. Pero una fuerza interna la obligó a dejar la silla en la que aguar­daba por un minuto de paz, lo que escuchó la perturbó al punto de que corrió hasta la patrulla de donde provino ese reporte. Se asomó a la ven­tanilla y el patrullero se hizo a un lado por sorpresa. Una vez más mencionaron a Luis Ernesto Torres.

Para ella esa persona no era una más. Veintidós días antes terminó una relación con él. Fue su novio por unos meses…

DUDA DISIPADA

La tesis sobre el asesino que conocía a su víctima tomó un sustento mayor. Ya no queda­ban dudas.

La imputación por crimen la tenía en la mano. Temblaba de impotencia. No podía asimi­lar que solo unas horas antes el sospechoso de un asesi­nato llegó hasta su comisa­ría para hacer una denuncia falsa, era su manera de justi­ficar lo que hizo. El comisario mordía sus dientes con furia y pidió que cada agente salga en búsqueda de ese hombre.

Era medianoche. La ciudad fernandina sucumbía ante un par de bocinas lejanas. Los policías tenían la direc­ción de la casa de Luis. Era el 2.711 de la calle San Blas, en Zona Sur.

Fueron con sigilo para evi­tar contratiempo. Al llegar lo tomaron por sorpresa y no tuvo otra opción que ren­dirse. La fría esposa de acero fue lo próximo que sintió sujetándole de las muñecas. La orden inmediata que reci­bieron fue la de llevarlo con urgencia al Departamento de Investigaciones sobre la calle Azara, en Asunción. Dos patrulleras pululaban sus ensordecedoras sirenas, abriendo paso con las bali­zas en rojo y azul. En pocos minutos, Luis estaba sen­tado, solo, en una oficina de un gris pálido. Solo el silen­cio habitaba con él, permi­tiendo escuchar a sus pen­samientos.

LA MATÓ EN LA COCINA

El investigador fiscal llamó a un arquitecto del instituto. Necesitaba dar con el lugar exacto donde Lucía fue ase­sinada. Esto le ayudaría en el proceso a futuro. Juan Alberto Duré no tardó en acudir al llamado del fiscal, la noche avanzaba entre café y cigarrillo. La única manera de cerrar el procedimiento antes de que alguna eviden­cia se fugue.

Con caminar cansino, Juan, paso a paso, se aseguraba de no contaminar el lugar. No estaba seguro, con la certeza que lo precede, dónde mata­ron a esa joven. Un policía custodiaba en la sala, le inter­peló con la idea que le pre­cise dónde estaba la cocina, la duda del fiscal estaba en ese sitio. Al llegar, barrió la sala con la mirada, solo con ello era suficiente. La sangre regada en el lugar le indicaba que en ese sitio pudo ocurrir ello, pero necesitaba la cien­cia para respaldar su teoría.

Luego de unas horas de análisis y medidas con cinta métrica, la pericia de planimetría arrojó que el escenario donde mata­ron a Lucía fue –con certeza– la cocina. El asesino habría utili­zado un cuchillo que lo tomó de la cocina.

Sábado 15 de octubre. 13:00 horas. La presión de las evi­dencias y lo constante que eran los policías sobre ello provocaron una incontinen­cia y asumió como autor del crimen; la culpó de eso.

-¡Ella me agredió primero!, ¡ella fue la culpable!

¿Dónde esta el cuchillo que usaste? –interrumpió con su pregunta uno de los policías de Homicidios.

-En la bahía de Asunción, detrás del Palacio de López, ahí tiré todo. Está en una bolsa de polietileno,

Con ese dato los agentes fue­ron en compañía de buzos militares. Dos horas des­pués uno de ellos emergió con una bolsa en la mano. El fiscal ordenó que lo abran y encon­traron algunos papeles, una revista con recortes, tijera y pegamento. La evidencia de la carta misteriosa acaba de salir a flote.

Pero faltaba el cuchillo, la búsqueda se prolongó hasta pasados unos minutos de las cuatro de la tarde. Los buzos se lanzaron por última vez al agua, segmentando la zona donde podría estar la última evidencia. Fueron hasta la profundidad y no tuvieron éxito. Desistieron más tarde. Las aguas habían silenciado –quizás– el elemento más sig­nificativo para los investiga­dores.

TRES AÑOS DESPUÉS

Los primeros días de agosto del 2008 traían consigo un clima fresco, el viento robusto del barrio Sajonia soplaba en el rostro de los visitantes del Palacio de Justicia; sofocaba el calor húmedo de esos días.

Luis Ernesto era escoltado hasta el segundo piso de la torre norte, enfrentaría su primer día de juicio. Las car­gas que probaban su vínculo eran gatilladas como arse­nal de polvorín. El fiscal solo observó que la naturaleza lo privó del elemento que utili­zaron para asesinar a Lucía. Sin embargo, bajo sus uñas hallaron restos de piel. El ADN era el mismo del sospe­choso, el mismo que solo ati­naba a mirar a sus pies, repi­cándolo contra el suelo con notable nerviosismo.

-Este tribunal lo encuentra culpable de homicidio simple y cumplirá una pena de 9 años en el Penitenciaría Nacional de Tacumbú.

La familia se indignó, ellos consideraron la muerte como violenta y cruel. No hallaban razón y pidieron 25 años de cárcel. El fiscal Miguel Vera pidió menos, 15 años de pri­sión. Para ninguna de las par­tes la resolución tuvo sentido.

La historia de Luis no con­cluyó en ese instante. A solo tres años de su encierro, logró ingresar a la lista de indultados. El presidente Fernando Lugo le concedió la libertad y con 24 años vol­vió a su vida normal.

De entre las tantas espe­culaciones por la muerte de Lucía, la policía recogió datos oficiosos sobre el tras­fondo, pero nunca algo ofi­cial. Algunos mencionaron una relación con la víctima y luego ella –harta de la forma en que la engañaba con su hermana– confesó el vínculo y esto provocó la ruptura. La misma que llevó la decisión sin razón de matar.

FIN

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