Por Pepa Kostianovsky

Los relatos publicados en este espacio, pertenecen al libro “Desde el Otoño”, que tuvo varias ediciones desde su publicación, editado por Servilibro (La 3ª Edición con comentarios salió en el 2011). Con diseño de tapa e ilustraciones de Gonzalo Garay.

–¿Qué quiere decir adoptiva? ¿Por qué Lili me lo pregunta a mí? Yo soy más chica, soy nueva en el barrio. ¿Qué le digo? Si le contesto que no sé, le va a preguntar a otra nena. Y se lo va a contar.

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Mamá me dijo que no tenía que decirlo. Mamá me lo había advertido: “Tu compañerita Lili es adoptada, sus papás no son en realidad sus papás. ¿Viste que son muy viejos? Su mamá murió cuando ella era muy chiquita. Ellos la trajeron y son como si fueran sus papás. Eso se llama adoptar. Pero ella no tiene que enterarse, porque se va a poner muy triste. Si alguien te lo cuenta, vos no le hagas caso –insistió mamá–. Ni mucho menos, se lo digas.

Yo sólo tenía cinco años.

Habíamos vuelto del exilio. Después de quedarnos unas semanas en lo de mi abuela paterna, alquilamos una casa en la calle 25 de Mayo.

Era linda. Tenía balcones. Un cuarto para mis padres y otro que compartía con mi hermano. Una sala, un hall y un comedor diario, además del baño y la cocina que daban a un patio de baldosas rojas, con canteros alrededor y plantas de hojas de colores. Crotos, que a mi mamá le encantaban, porque en Buenos Aires no se veían. Y otra que parecía no tener hojas, sólo ramitas blandas que soltaban un zumo blanco.

Miguela dijo que se llamaba “esqueleto”. Y que esa leche quemaba las verrugas. Mi mamá me la puso en una que tenía en la mano. Y era cierto, en unos días la verruga se borró. Entonces se animó a usarla en otra, que apareció en la frente de mi hermano. Y también funcionó la magia.

En la cocina había fogones, para encender carbón. Pero no los usábamos.

Papá había comprado una cocina a kerosén y una heladera. International Harvester

En la primavera del 50 se daba una suerte de calma política.

Mi abuela llevaba adelante la Casa de Remates. Y mis tíos, Mario y Rogelio, por entonces veinteañeros, se amañaban para ejercer el oficio de martilleros aprendido de papá, el hermano mayor.

Nosotros estábamos en Buenos Aires. Papá había tenido que escaparse, en febrero del 47, porque los pynandi* venían a buscarlo. Saltó una muralla y se escondió en la casa vecina. Hasta que lo rescataron José Antonio e Hipólito, con el Jeep de un cuñado que era militar.

Lo asilaron en la Embajada de Argentina. Y unas semanas después consiguieron cruzarlo a Clorinda.

Mientras tanto, las hordas entraron a la casa. Rompieron papeles y libros.

Mamá decidió seguirlo, con Adolfo que iba a cumplir cinco años. Y su embarazo de cuatro meses.

En Buenos Aires era difícil conseguir trabajo. Para ellos no era una novedad. No era el primer exilio. De hecho, se habían casado en Clorinda y habían vivido un par de años en Formosa.

Para mediados de julio, en que nací yo, papá había logrado entrar en “Democracia”, que era el diario de Evita.

Mamá estuvo cuatro días en trabajo de parto, en la maternidad Sardá. Yo llegué a las seis de la mañana de un helado 18 de julio. Papá ya había salido para el trabajo. Se enteró que era una nena a la noche, cuando volvió. No había cunas libres y me habían puesto en una vieja pileta de lavar. Dijo que era “una negrita fea”.

Cuando la funcionaria del hospital les recordó que había que inscribirme, ni siquiera tenían elegido el nombre. Debía ser en memoria de su padre, José. Era demasiada chiquita para llamarme Josefa. Me pusieron Josefina. Y desde el primer momento fui Pepita.

Las cartas de la abuela Olga eran alentadoras. Los “muchachos” se las arreglaban para mantener el público. El ambiente político estaba más tranquilo.

Papá decidió intentar la vuelta. Debe haber sido por agosto o setiembre del 50.

Le fue bien, pudo entrar y a poco de su llegada se presentaron dos remates grandes. Le mandó dinero a mamá para que viniéramos de inmediato. Pero ella quiso esperar un mes más, a que Adolfo terminara el año escolar. Y en diciembre embarcamos, en el buque “Ciudad de Asunción”.

Lógicamente, yo no tengo recuerdos de ese tiempo. Pero sé que mamá compró en Gath & Chaves un juego de copas y dos pretenciosas arañas de luces. Por supuesto, de modesto vidrio “simil cristal”.

Colgó las arañas en la sala y en su cuarto. En la casa de la calle 25 de Mayo 563, casi Brasil. El juego de comedor vino de un remate, pero el dormitorio era nuevo, hecho en trébol por don León Rubin. Y tenía un tocador con un enorme espejo de luna.

En la sala, al principio sólo había una mesa, ocho sillas y un aparador cuya parte superior era un cristalero. En el fondo, otro espejo multiplicaba suntuosamente el juego de copas, que tenía jarra y un botellón de diseño espantoso, parecía un avestruz. Nicolás Latourrette se lo compró a Mamá treinta años después, en un remate. Él dice que porque los colecciona. Yo creo que de puro loco.

El juego de living vino más tarde. El tapizado, con flores rojas me parecía lo más lujoso del mundo. Mamá colocó el sillón grande de hipotenusa. Habrá sacado la idea de alguna película.

También había un “combinado” en el que escuchábamos por las noches los programas de radio de Buenos Aires, tangos y concursos de preguntas y respuestas. Y discos de zarzuelas. Hasta hoy sé de memoria “La verbena de la Paloma”, canciones y parlamentos. Cuando quieran, se las canto.

Y un día, papá trajo un piano. Mamá, siendo joven, se había recibido de profesora, pero era un desastre. Sólo sabía un tango, “Rodríguez Peña” . Y lo hacía trizas. Yo me volví loca.

Tenía primas y amiguitas que estudiaban danzas clásicas. Era mi sueño. Siempre ensayaba pasos que veía en las películas. Pero mamá era inconmovible. No estaba dispuesta a gastar dinero en los trajes y zapatillas que requerían los festivales.

Con el piano no tenía ese pretexto. Por lo demás, algún uso había que darle, ya estaba en la casa. Y la vencí. Consiguió una profesora a cuadra y media. Tenía que cruzar la calle Brasil y dar la vuelta en Mariscal Estigarribia. Podía ir sola. De hecho, ya iba sola a la escuela. El tiempo se ocupó de corroborar una y otra vez que no tenía talento musical, pese a mis ruegos y a mi persistencia. Seguí intentando aprender a tocar el piano con distintas maestras, hasta que fui adolescentes y me resigné. Nunca pude pasar de las escalas.

Lili era mi compañerita de las clases de piano. Vivía en mitad del trayecto y volvíamos juntas. Lógicamente nos hicimos amigas.

Cuando mi madre se enteró, por otras señoras del barrio, que Lili era adoptada –condición que por entonces era absurdamente vergonzante y ocultada– se preocupó porque yo no fuera a meter la pata. Suponiendo que alguien podía decírmelo y yo, en mi inocencia, repetirlo, me explicó la situación, pero no me dio las herramientas para enfrentarla.

Sabía que no debía decirlo, pero no qué hacer ante el malicioso interrogatorio de otra nena, mucho más grande, que también aspiraba a ser concertista.

–Lili, ¿es cierto que sos hija adoptiva? No sé –respondió ella, insegura.

Recorrimos en silencio casi todo el camino de vuelta. Yo creía que estaba salvada. Unos pasos antes de llegar a la puerta de su casa, hizo la temida pregunta.

–¿Qué quiere decir adoptiva? –Me parece que es “hija única”. Porque vos no tenés hermanos.

No sé si alguna vez le revelaron el tremendo secreto. Pero fue la primera responsabilidad que me tocó asumir en la vida.

Y mi primer encuentro con la angustia.

Portada de la Tercera Edición de “Desde el Otoño”, publicada en el 2011, que reúne los relatos que publicaremos a partir de este domingo.
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