Una vida rutinaria, un domingo gris de sentimientos silenciados. Los objetos, como una pequeña colección de tazas de porcelana, sirven para dar sentido a una historia de soledad en la vida. Del libro “Queridas Monstruos”, este domingo conocemos de cerca una historia original.
- Por Pepa Kostianovsky
Se levantó. Agobiada de resignación y de fastidio.
Un domingo tan frío y tan gris ¿para qué dejar la cama a las siete de la mañana?
Hubiera querido dormir un poquito más. Lo intentó sin éxito.
Los años habían gastado hasta el apego de su piel a las sábanas.
El cuarto de baño estaba helado. Desvestirse para tomar una ducha reclamaba osadía.
¡Si ya ayer se había bañado dos veces!
Los baños con lavado de cabeza incluido de los sábados por la tarde eran un ritual que cumplía rigurosamente desde que “se hizo señorita”.
Entonces tenían sentido. Los sábados implicaban “algo”, una fiesta, cine. Con un cortejante ocasional. Y mamá. Después fue sólo con mamá.
Desvestirse para tomar una ducha reclamaba osadía. Pero de todos modos tenía que hacerlo. No se podía quedar en camisón.
No conseguía un canillita que le dejara el diario bajo la puerta solamente los domingos. Tendría que salir a llamarlo cuando lo escuchara pasar.
El vapor caliente la animó. Ahora el desafío era salir del chorro de agua tibia. Se envolvió en el toallón –tan áspero de vejez como todo allí– y se vistió tiritando.
Las medias corridas, los pantalones de franela, una camisa y un sweter tejido a mano que –como ella– décadas atrás, había sido un primor.
El grito la obligó a correr hacia la puerta mientras se pasaba un cepillo por el pelo. Abrió, lo llamó. El chico estaba llegando a la esquina, pero regresó y le vendió el diario.
En la calle no había nadie más.
Se había vestido para nada. Por si algún vecino estuviera mirando, por si a alguien se le ocurriera pasar en aquel momento. Y ella, en salto de cama.
¡Qué estupidez!
¿Por qué no podría salir a comprar el diario en salto de cama?
¡Porque mamá se revolvería en su tumba!
Puso el agua a hervir.
El té en el colador. Como decía mamá, “el té en saquitos es horrible”.
Las galletitas, odiaba las galletitas húmedas.
Y la miel.
La mesa le quedaba grande.
En las películas las mesas siempre parecían quedarles chicas a los desayunos.
“¡Es que los americanos son increíbles. Solamente a ellos se les ocurre comer así en las mañanas!”.
Todo le quedaba grande. Grande y vacío. A pesar de los muebles antiguos y sólidos, de los retratos, de los cortinados oscuros, de la vitrina con la colección de tazas.
Si se podía llamar colección a siete tazas, que la ilusión del espejo duplicaba.
Dos de Bavaria, una de Limoges, la china, la Rosenthal, la Royal Dulton y la azul.
La taza azul era la joya. La única que en realidad tenía valor. Era Meissen, siglo XVIII, preciosa. El abuelo la había comprado en un remate. Ocupaba el centro del pretencioso cristalero que mamá abría una vez a la semana, para limpiar ella misma “su colección”.
Durante algún tiempo, había continuado la tradición. Después, la fue alargando. Como las visitas al cementerio, que fueron quedando libradas a que alguna amiga con auto también tuviera ganas de cumplir con sus muertos.
Hojeó el diario. Se detuvo en algunos titulares, en los comentarios. El horóscopo colapsó su mal humor. “Amor: buenas relaciones con el ser querido. La semana se muestra propicia para…”.
Ya era tarde para semanas propicias.
Las había dejado pasar. Porque ella era una señorita de familia que merecía a alguien de su clase, que había sido criada para un hogar como el de su madre, para tomar té en el desayuno, para cuidar la taza azul.
La taza azul.
Nunca había advertido que por dentro era blanca. Lógico, de otro modo desvirtuaría el color del té.
Si era para eso, para servir en ella el té. Para tomar el té.
El domingo ya no le pareció tan gris, ni tan largo, ni tan frío.
Puso el frasco de miel y las galletitas en el estante.
La vajilla en el lavadero. Se ocuparía después.
Ahora iba a llamar a una amiga. La invitaría a almorzar en algún restaurante, al cine, a mirar vidrieras.
El pañuelo turquesa le daría vida a ese vestido marrón, la harían sentirse más joven. Tomó la cartera y el abrigo y se dispuso a salir.
Al pasar frente al mueble, el vacío hizo que el espejo del fondo le devolviera su imagen.
Con esa crueldad que saben tener los espejos.
Volvió a colgar el abrigo. Esperó que el agua saliera tibia. La lavó con cuidado y la secó.
Puso la taza azul en su lugar. Y con dos vueltas de llave, cerró la vitrina.