En esta entrega, Bea Bosio nos relata la vivencia tan especial en México, donde el Día de los Muertos es una fiesta única que no siempre de lejos se puede comprender y, sin embargo, tiene una profunda relación con el sentir popular.

  • POR BEA BOSIO

De la mágica expe­riencia de mi tiempo vivido en México, recuerdo muy especial­mente la tradición del Día de los Muertos. Habíamos decidido con mi marido ir a acompañar las festivida­des a Janitzio, en el estado de Michoacán, y nos hici­mos a la ruta sabiendo que presenciaríamos un ritual inolvidable. Confieso que a los 24 años todavía me cos­taba entender la fascinación de este pueblo con las calacas y todo el revuelo que rodeaba a ese día, porque la muerte para mí era macabra y más aún aquel insólito hábito de celebrarla.

Claro que en ese entonces la muerte para mí era algo lejano, que solo había ocu­rrido a parientes distantes y nada entendía yo todavía del amor extrapolado a la eter­nidad. Entonces, con más curiosidad que sentimiento nos hicimos a la ruta para asistir a los festejos.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

La tradición indica que el primer paso es preparar los alimentos que le gustaban al difunto.

Y ahí va surgiendo algún mole, algún taco acompañado de mezcal o tequila. Las horas pasan y las calles empiezan a inundarse de cantos y cuando el sol va cayendo, aparecen cirios y antorchas para ilu­minar el lugar.

El ambiente es festivo, pero es imposible no sentir un toque místico-nostálgico al ver que el cementerio se va inundado de ofrendas con las flores de cempasúchil. Alguien me dijo que según la leyenda el fuerte aroma que desprenden despierta a los espíritus del sueño profundo para guiarlos por esa noche de nuevo al plano terrenal. Las velas también hacen lo suyo, alumbrando el camino hacia los altares que han pre­parado los seres queridos que ya los esperan para recordar.

Porque en esta fiesta de la memoria, la comunicación fluye de un plano a otro en forma de recuerdos y anécdo­tas. De algún canto o chiste que evoca la risa y de pronto se vuelve lágrima –e incluso reproche– intentando vencer al olvido a través de un amor que trasciende el tiempo y busca hacer las paces con la eternidad.

–Ve seño? Allá donde las aguas se ondulan es porque las almas ya empiezan a vol­ver– me dice un baqueano señalando el lago de Pátz­cuaro. De pronto miro y veo al viento moviendo suave­mente las aguas, y más que miedo siento una emoción inmensa y una profunda sen­sación de paz.

Entonces, me hermano yo también con las almas que regresan, porque aunque no se vean, ahí están.

En cada viuda y cada huér­fano. En cada madre. En los sobrinos y los nietos, en los hermanos, amigos y primos, que están ahí y siguen ahí, fieles a la memoria y que por esa noche logran la magia de vencer a la muerte y ser luz en la oscuridad.

(Ya haría las paces con la muerte yo también años más tarde, cuando la vida me enseñara a sacarle lo macabro a ese inevitable tránsito porque el amor siempre puede más). Y apren­dería la importancia de los recuerdos, porque dentro de lo inevitable de la fragi­lidad humana, es el culto a la memoria lo único que nos salva del olvido y logra la magia de perpetuar la vida de quienes ya no están.

Etiquetas: #Día#Muerto

Déjanos tus comentarios en Voiz