Óscar Lovera Vera, periodista

Estaba harto de tantos maltratos y, dominado por una furia inusual, decidió ponerle punto final a los años de abusos. Lo hizo de la forma más cruel, él quería ver muerta a toda la familia que lo acogió cuando tenía 11 años. Alfredo Manuel Elizeche García, el asesino de la familia Rivelli.

En la tarde del viernes 4 de junio de 1993, Alfredo Manuel, de 14 años, se quedó solo en la casa número 820, de las calles Gaudioso Núñez y Cerro Corá de Asunción. Era un día más de su tortuosa rutina como criado: fregar el piso, lavar ropas, ordenar cada habitación, sin olvidar los golpes que le servían de motivación para cumplir con disciplina los mandados; pero él se decidió a cambiar eso. Esa familia no imaginó que esos maltratos despertarían el lado más violento de Alfredo.

Era joven, estaba lejos de su familia y a cargo de su pequeña hermana en la misma casa, todo sumado a la violencia física y sicológica. Los detonantes para planificar lo que consideró un crimen perfecto.

Se encerró en su habitación, estudió el horario de cada uno de los integrantes de la familia Rivelli, eliminaría a cada uno de ellos en la medida en que llegaran. Solo faltaría el doctor José Rivelli; él estaba de viaje. Esto no sería impedimento para frenar su locura.

Alfredo tomó dos armas que pertenecían al dueño de casa para ejecutar el plan, un revólver calibre 38 de caño largo y otro de un calibre menor, un pequeño pero efectivo 22, de un tubo cañón más reducido.

UNOS HOMBRES PELIGROSOS

Dora Carmen era la pequeña hermana de Alfredo. Al terminar el día en la escuela fue hasta la casa, en la siesta de ese viernes. Su hermano la encerró en la pieza de ambos y encendió el televisor. Alfredo convenció a la pequeña sobre algo muy malo que sucedería en la casa; unos hombres muy peligrosos vendrían y se ocuparían de los Rivelli, por eso ella debía permanecer oculta y callada. Antes de salir subió el volumen de las caricaturas y dio dos vueltas al cerrojo de la puerta.

Para evitar imprevistos, utilizó tranquilizantes para sedar a los dos perros de la raza dóberman que custodiaban la casa. Luego cargó las armas, apagó las luces y se puso a esperar sentado en el sofá de la sala.

Eran las 16:30, soplaba un viento fresco en aquellos días de otoño. Detrás del romanticismo de junio estaba una tarde y noche con desgracia y sangre.

María Lourdes Rivelli, una analista de sistemas de 29 años, maniobraba lentamente su vehículo para aparcar en la casa. Alfredo se paró frente al portón y lo abrió para dar paso al automóvil, como todos los días. Ella dejaba ver una sonrisa en el rostro, compró un terreno junto a su prometido; con él se casaría en pocas semanas. La emoción la llevaba distraída, no le permitió ver las dos armas que escondía Alfredo en su cintura.

Cuando estaba por subir las escaleras que conducían a su habitación, la mujer escuchó: ¡Quieta! Dio media vuelta y vio a Alfredo con un revólver en la mano, era el arma calibre 22 que tenía en una cartuchera de cuero oculta bajo su abrigo de lana. La amenazó con matarla si no obedecía sus órdenes. Sujetó sus manos con una soga, tomó una tijera, le cortó el pantalón y la violó. Después disparó dos balazos en el pecho de su víctima, un tercer proyectil rozó la nuca de la joven.

Sin esperar y con el cuerpo tibio, inmediatamente Alfredo arrastró el cadáver hasta el fondo de la casa, a un taller de costuras. Limpió como pudo la sangre y reposó su cuerpo en el sofá, a la espera de su siguiente víctima.

19:00 horas. Con la señora Angélica Torres fue más sanguinario, apenas escuchó que la mujer de 58 años estacionó el vehículo en la cochera, Alfredo le disparó dos veces: un impacto le atravesó el pecho y el otro en la frente. El cuerpo también fue llevado al taller de costuras.

Cuarenta y cinco minutos después la venganza continuaría; el último en llegar a la casa fue José Luis Rivelli, el hijo menor del matrimonio, un estudiante de 24 años y empleado bancario.

Al abrir la puerta principal de la casa, recibió tres disparos, esta vez fue con el revólver calibre 38, pero los disparos lo dejaron malherido, no lo había matado. José Luis intentó correr y, en ese momento, otra vez el arma percutiría una vez más, la bala la recibió en la espalda, lo suficiente para tumbarlo. Alfredo Manuel movió su cuerpo hasta la cocina.

UNA LLAMADA INESPERADA

Alfredo, en su plan, olvidó qué haría con uno de los hijos del matrimonio: Raúl, un sociólogo casado y que vivía en otro sitio. El no prever eso condujo al rápido descubrimiento del crimen.

El hombre llamó a la casa y Alfredo respondió: “La señora María Angélica no puede atenderlo, no se sentía bien y se acostó temprano”. Esto le hizo sospechar, pero no le prestó tanta atención hasta que se sumó la respuesta sobre la presencia de sus hermanos. Alfredo le dijo que todos salieron; en ese momento intuyó que algo no estaba bien.

Por la noche, Raúl descubrió la matanza. Abrió la puerta de la casa y siguió un rastro de sangre que se extendía hasta la cocina. Ahí encontró el cuerpo de su hermano, el grito de auxilio alarmó a los vecinos que coparon la casa con curiosidad desmedida.

Al no encontrar a los demás en los dormitorios, pese a que sus vehículos estaban en la casa, Raúl registró cada una de las habitaciones, hasta que llegó al taller de cortinas. Probó la cerradura y estaba con llave, lo que no sería un impedimento para derribar la puerta a golpes. Tras azotarla contra la pared, la madera dejó al descubierto una escena cruel: los cuerpos de su madre y hermana sin mucha ropa, maniatadas y con rastros de abuso sexual.

Para ese momento Alfredo ya no estaba en la casa, escapó con su hermana luego de robar doscientos mil guaraníes y algunas joyas. Como un último sello de su venganza, dañó alguno de los autos de los Rivelli, el adolescente estaba fuera de sí.

Poco después, las balizas policiales inundaron la calle. La policía llegó al lugar. Hasta como de sentido común, la ausencia del criado y de su hermana lo pusieron como el principal sospechoso.

UN RELATO DE FANTASÍA

Sábado 5 de junio. En una casa de empeños, en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus, la policía detuvo a Alfredo. Estaba con su pequeña hermana. Allí trató de vender las joyas que robó de la casa. Sin tener a dónde ir, relató a los agentes que deambuló junto a la niña de 9 años por la calles, hasta que un desconocido los recogió y les dio albergue.

En la comisaría, Alfredo continuó con más de sus historias; dijo ser inocente y dio una versión poco convincente a los policías. Con una voz firme relató que cuatro a cinco hombres encapuchados entraron a la casa preguntando por los miembros de la familia Rivelli. Él les dijo que no estaban y decidieron esperar. Más tarde llegó María Lourdes, ella fue atacada y llevada a la sala por los encapuchados. “Ellos me obligaron a abusar de ella y luego colocaron mi dedo en el gatillo para que dispare a matar, todo esto lo hicieron amenazándome con matarme…”.

Siguiendo con su relato fantasioso, Alfredo dijo que hicieron lo mismo con María Angélica. La llevaron al taller y también le ordenaron violarla, pero él se negó. En un descuido, la señora corrió hacia el patio, pero no logró salir a la calle. Otra vez le obligaron a disparar poniendo su dedo en el gatillo, cuando cayó intentó sostenerla, dijo con voz convincente tratando de explicar la sangre en su camisa y pantalón.

Con la última víctima la coartada no cambió, otra vez lo obligaron a disparar dos veces. Esta vez con el arma calibre 38.

La versión no tuvo mucho futuro, la policía no creyó en lo absoluto y con las evidencias que le mostraron se sintió acorralado. Alfredo confesó y finalmente contó cada detalle del triple homicidio. ¿El motivo? Desarrolló un odio profundo hacia la familia que lo acogió cerca de tres años. Parte de su declaración decía esto:

“José Luis solía llevar mujeres a su casa y después yo tenía que levantarme a limpiar todo el desastre que ellos dejaban. A veces era muy tarde, pero igual me obligaba a que yo limpie la cocina. Y yo estaba muy cansado y no aguantaba. Igual él me obligaba a limpiar”.

Idas y venidas judiciales, donde no decidían qué hacer con Alfredo. Por la edad no lo podían imputar y encarcelar, pero la presión mediática pudo y finalmente el adolescente fue condenado a 25 años de cárcel, y solo estuvo 12 años como convicto. En el 2005 quedó libre. Cambiado a la religión evangélica, se mudó a la ciudad de Cambyretá, en el departamento de Itapúa. Ahí se casó y tuvo un hijo, pero siempre bajo la sombra del temor, constantemente recordaba que su cabeza tenía precio.

En enero del 2015, Alfredo almorzaba con su esposa. El rugido de una moto rompió el silencio de la cuadra, un hombre entró a la casa intempestivamente, disparando tres balazos a quemarropa. Murió al llegar al hospital. La policía barrió con las calles, pero nada encontró. El sabor del ajuste de cuentas secaba las dudas de muchos que alguna vez supieron del asesinato de la familia Rivelli.

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