Por Bea Bosio, beabosio@aol.com - Ilustración: Yuki Yshizuka

En este domingo de noche de brujas, va un relato basado en una historia verídica autóctona. Los nombres han sido cambiados. Pero la cruz sigue colgada en el árbol y me consta.

Arisco, indómito. Salvaje. Como el alma de aquel soldado chaqueño que había quedado a merced de los vientos de la noche…

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La luna marcaba el camino en la penumbra mientras avanzaban en sus monturas el ganadero con sus personales. Habían salido a correr sagua’as, esperando que la calma noctámbula los sacara del monte. Solo con luna llena era posible la hazaña, porque de lo contrario la oscuridad era aún más espesa que la vegetación salvaje.

El plan era esperar que el animal bajara la guardia y saliera del bosque para sorprenderlo y guiarlo hacia las trampas que habían montado un tiempo antes. Un poco apartados del grupo avanzaban patrón y mayordomo, expertos en la tarea: El primero por haber crecido al galope y el segundo por haber nacido en aquel paraje, antiguo dominio de la Paraguay Land Cattle & Company.

Los dos sabían que andaban por territorio embrujado en las inmediaciones de aquel potrero y avanzaban en silencio. La noche y sus ruidos helaban la sangre en el cuerpo, pero ninguno hablaba de eso. Sucede que en los tiempos de la Guerra del Chaco, el campo había sido paso en medio de la epopeya. Camino por donde transportaban a los heridos en el frente de batalla rumbo a los hospitales de Concepción. Eran pocos los lacerados que tenían la suerte de sobrevivir el viaje y muchos eran enterrados ahí mismo: bajo la tierra árida del camino, víctimas de la sed y del infortunio.

Luego llegó la paz y pasaron los años, y aunque los dueños de la tierra cambiaron, nunca llegó el olvido. Porque el pasado volvía a materializarse en cada cruz que todavía se erguía y hacía brotar en los fogones casos sobre presencias y espíritus. Se imponía un aire de respeto en medio de la faena si veían de pronto un crucifijo estacado en la tierra, pero nada era tan siniestro como la cruz colgada de un árbol, que tomaba por sorpresa a quien por ahí pasaba y tenía la mala idea de elevar la vista al cielo. Era imposible no sentir un escalofrío al verla pendular entre las ramas con el viento. A veces ni hacía falta levantar la mirada, porque cuando el sol se colaba a ciertas horas entre las ramas reflejaba una sombra larga en el suelo, como un presagio.

Cómo y por qué había llegado la cruz a aquel lugar, nadie con certeza lo sabía. Los baqueanos coincidían que tal vez porque la zona era un bañado, no pudieron clavarla en la tierra para marcar el lugar exacto de aquel último suspiro, y la colgaron del añejo algarrobo que ahí se erguía. Lo cierto es que las reglas eran muy claras: En esa zona aquel espíritu rondaba y hacía que uno se extraviara. Y, estaba prohibido elevar la voz en súplica, queja o grito, porque indefectiblemente el alma contestaba.

–No creas en aguerías pero cuidate de ellas…– decía siempre el padre de Ignacio y así andaba el estanciero aquella noche en busca del sagua’a.

Cuando pasaron por el árbol de la cruz colgada evitó elevar la vista. Si sintió algo extraño, no lo dijo, y avanzó unos metros más. No tenía miedo a extraviarse porque conocía su tierra como nadie, pero andaba en silencio por las dudas para no tentar a la suerte. Algunas nubes movedizas manchaban el cielo nocturno y cubrían la luna de manera intermitente. No eran las condiciones ideales para correr animales salvajes en la semipenumbra, pero un poco a fuerza de intuición e intervalos de claridad, se movían bajo el claro de luna en medio de la espesura de la noche.

De pronto, un movimiento. Un ruido de ramas quebrándose. Ignacio agudizó la vista pero no distinguió a nadie. Instintivamente llevó la mano a su revolver. ¡Por fin! ¡Ahí estaba el sagua’a! –pensó– y apuró el paso para guiar hacia las trampas al animal salvaje. Se adelantó tanto que su mayordomo lo perdió de vista cuando se adentró en el monte. Luego de un momento perdió el rastro y detuvo el paso. Miró a su alrededor buscando referencia y se dio cuenta de que estaba completamente desorientado en medio del silencio más absoluto. Una nube cubrió la luna y fue ahí cuando se le agitó el pecho y empezó a escuchar sus propios latidos acelerándose en la oscuridad.

–¿Y si era él quien había caído en la trampa? –se le ocurrió de repente– ¿Y si no era el sagua’a quien se movía en el monte?

Entre los árboles se volvían aterradores los ruidos salvajes.

–“Ñakurutû” “aguara’i” – pensaba tratando nombrar con lógica a los sonidos que lo asustaban. Pero no podía evitar la imagen de la cruz en el árbol agitándose en el viento de la noche, las historias de pora y la voz de su padre. “No creas en aguerías pero cuidate de ellas”…

Un sonido más y de pronto el instinto de supervivencia, desenfundando de una vez por todas el revólver. Y los tres tiros que estallaron al aire rompiendo la inercia de la noche.

PUM. PUM. PUM

Algún ave nocturna agitó sus alas sacudiendo el follaje. El mayordomo escuchó y apresuró el paso hacia donde venían los disparos de su patrón. Su miedo también era absoluto, pero la lealtad aún mayor.

Su jefe en tanto empezó a oír el galopar de un caballo acercándose. Y de nuevo otro movimiento entre el follaje.

–¡Díaz! –grito aterrado contra todas las advertencias– ¡Ko’ápe oî la oîa! (¡aquí hay lo que hay!)

Lo dijo así por no nombrar lo que les rondaba en el monte.

Y de pronto apareció su mayordomo con rostro desencajado y susurró increpándolo:

–¡Ma’erãpa la resapukái patrón! (¡Para qué lo que gritás patrón!), ko’ága ña nde perseguítama! (¡ahora nos va a perseguir!)

Y antes de que él pudiera responder comenzaron los gritos en una voz siniestra y aterradora imponiéndose en la noche.

–¡Ko’ápe oî la oîa! ¡ –¡Ko’ápe oî la oîa! mientras los dos galopaban a toda marcha, perseguidos por los gritos del ánima….

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