COMENTARIO

Por Esteban Aguirre, @panzolomeo, Ñembonvivant

Hoy es lunes, según me informa mi calendario mientras observo mi teclado y trato de sacar una ceja que quedó secuestrada entre la g y la h. No es un lunes cualquiera y, particularmente, es después de mucho tiempo lo más lejano a uno de esos no deseados mal rotulados “lunero”. Hoy es un LUNES en mayúsculas, un gran día para decirle “quiero vale cuatro” al resto de la semana.

Ayer marcó el regreso de quien les escribe al escenario luego de 3 años de luz intermitente.

Tal vez por eso hoy me siento a escribir con ganas de declararle mi amor al inicio de la semana. La sensación de sacarse una curita que ya ha sobreextendido su tiempo de estadía es siempre satisfactoria. A veces la dejas tanto tiempo que cuando la sacás ni siquiera queda huella de la herida que alguna vez requirió vendaje.

El motivo por el cual dejé de subirme a hacer algo que me gusta desde que tengo noción del tiempo: reírme con un montón de gente (si es a carcajadas, mucho mejor), fue porque la última vez que subí sentí que el mundo no estaba de acuerdo con mi mundo, que es una forma ocurrente de decir estaba deprimido (o depresivo, uno suena peor que el otro, pero ambos son una patada en las bolas mientras estás durmiendo una siesta dominical).

Irónicamente, una de las mejores formas de mejorar la salud mental es compartiendo una risa, como dice la frase “la risa es la mejor medicina”, pero llegar a comprender esa noción desde el cuarto oscuro en el que se convierte el cerebro cuando cae sometido a la depresión es una tarea casi imposible.

Es extraño el proceso lógico por el cual uno pasa en su camino de salida (que en cualquier momento puede ser de entrada también). Lo primero que haces es tratar de entender y amigarte con la tristeza. Un estado de ánimo que solo se celebra en el oriente y se intenta ocultar en el occidente. El mismo ying-yang sostiene que toda felicidad tiene su tristeza y toda tristeza tiene su felicidad, una no podría existir sin la otra. Estar feliz te vuelve sociable, con ánimos de conocer y conquistar el mundo; la tristeza te regala un viaje introspectivo, solemne, propio. Ambos son grandes maestros. Cuando estás feliz, escuchás y bailás al ritmo de la música; cuando estás triste, entendés y apreciás las líricas. Lastimosamente en occidente la interpretación del ying-yang es “toda bondad tiene su maldad y toda maldad tiene su bondad”, ver el mundo en malo o bueno, en Cerro/Olimpia, no sirve, no instruye, no suma; solo divide. Entender que la virtud no es más que la felicidad y la felicidad es un subproducto de la función. Y saber que básicamente somos felices cuando estamos funcionando es darle al tiempo que la tristeza madure y, eventualmente, “ZAS!”, arrancar esa curita de una.

Encontrar de vuelta el ritmo haciendo y estando en movimiento. “Sin prisa, pero sin pausa”, como dice mi tío/ primo.

Me pongo a pensar por qué comparto esto y no encuentro otra razón más allá de que, desde mi momento solemne, leer y escuchar historias de personas que pasaron o están pasando por la misma guerra oculta, propia y silenciosa, fueron las mejores lecciones para encontrar el cartel de salida. Ojalá estas palabras le lleguen a cualquiera que las necesite y que se conforten en la idea de que el foco de ese cuarto oscuro que habitamos cada tanto todavía funciona.

“La felicidad es un subproducto de la función, el propósito y el conflicto, y los que buscan la felicidad por sí misma, buscan la victoria sin guerra”.

-William Burroughs

Dejanos tu comentario