Por Pepa Kostianovsky - Ilustraciones (Gentileza-Flia. Kostianovsky)
Las imágenes paternas que se forjan en la infancia suelen ser poco objetivas y, de grandes, por obra y gracia del recuerdo que otras personas traen de ellos, solemos darle un valor diferente a lo que creíamos. Esta es una declaración de amor por una madre a la que la hija le atribuía el valor de ser un ama de casa exigente, pero desconocía su valor como intelectual y maestra vocacional, que descubre por referencias de quienes la conocieron en otras circunstancias.
¿Ustedes tienen todavía mamá?
Yo no. Ni mamá, ni papá.
Fallecieron hace mucho tiempo. Primero papá y poquito después mamá. Se me ocurre que ella, sin él, ya no tenía ganas de vivir.
Habían estado juntos tantos años. Creo que se casaron en el 40′, el 21 de abril de 1940, puede haber sido en el 39′, en Clorinda, porque papá estaba exiliado. Y se fueron a vivir a Formosa, donde fueron pobres como lauchas. Papá y Roque Gaona alquilaron una rudimentaria imprenta con la que sacaban un periódico. Había estallado la guerra y pasaban las noches escuchando la radio para “levantar” información.
Cuando hablaba de Formosa, mamá solo parecía tener tres recuerdos:
La madrugada en que llorando compusieron en tipografía manual la noticia de la caída de París.
La generosidad de don Roque que renunciaba a una cena caliente para compartir las monedas con un paternal “gringa, ¿por qué no preparás un café con leche para los tres?”.
Y el primer hijo que dejaron allí enterrado. Como su padre, se llamó Joel y “tenía unos ojos tan hermosos que no parecía para este mundo”.
Ella adelantó su vuelta a Asunción para tenerlo a Adolfo. Y luego una niña que no llegó siquiera a tener nombre, pues murió en el parto.
La guerra civil del 47′ los volvió a exiliar. Y me tocó nacer en Buenos Aires, en una maternidad pública en la que no quedaban cunas disponibles, por lo cual me instalaron en un lavamanos en desuso.
Como éramos dos –es decir, quedábamos dos–, un varón y una nena, Adolfo era de mamá y yo de mi papá.
Mi papá era un tipo sensacional. Era periodista, brillante, talentoso, valiente. Todo el mundo admiraba su pluma ágil, su punzante sentido del humor. Escribía hermosos sonetos “a mano alzada”. Siempre y hasta hoy recibo el halago de quienes saben que soy su hija.
Mamá era ama de casa. Como era pelirroja, la llamaban Kolo, la colorada, o simplemente la gringa.
¡Y ERA TAN HINCHA!
Con mamá no se jorobaba. Nos mandó a la escuela cuando teníamos cuatro años porque “si sacaron la inteligencia del padre, que les sirva para algo”. Y cuando, cada quien a su turno, nos quisimos hacer los tilinguitos y declarar “agotamiento”, nos repuso rápidamente con sendos pares de mamporros.
Papá decía: “Dejalos Gringa, no ves que son muy chicos, tienen tiempo para ir a la universidad”. Mamá decretó: “Vos no te metas”. Y no lo dejó meterse hasta que cada uno trajo un título. Ingeniero y abogada, como ella quería.
Mi mamá leía todo el día, incluso cuando cocinaba. Su gran preocupación era conseguir libros, los compraba, los prestaba, los traía de la biblioteca del Centro Cultural, se hacía amiga de gente insólita solamente para intercambiar libros que parecían no darle abasto. Debe ser la única persona del mundo que se leyó de un tirón los tres tomos de Gironella sobre la Guerra Civil Española.
También le gustaba enseñar. Lo que fuera. Ella sabía matemáticas, historia, gramática, geografía.
Como nosotros no le servíamos porque aprendíamos demasiado rápido, ejercía su vocación docente con cuanto burrito agarraba al paso.
Era lo más corriente llegar a mi casa y encontrarme con dos o tres de mis compañeros sentados en la sala, con mi mamá que los desasnaba para el examen del día siguiente. “A vos no te vendría mal sentarte a repasar un poco”, sugería por si acaso. Porque, como les decía, mi mamá era hincha.
Su argumento era: “Son como el padre, si no les andás atrás…”.
Mi mamá presumía de no ser coqueta, y hasta fingía desprecio por quienes se atrevían a serlo. Lo cual era una cándida hipocresía, ya que si bien era muy prudente en sus afeites, no prescindía jamás del lápiz labial que destacaba su boca generosa y unos dientes envidiables. A pesar de que usaba lentes, sus inmensos ojos verdes, sus cejas generosas y su cabello crespo y rojo eran adornos que no reclamaban acento.
Llevaba siempre impecablemente arregladas las manos y los pies a los que, sabiendo perfectos, exhibía en “lujuriosas” sandalias.
Lo que no lograba disimular, la muy farsante, era su afición a los vestidos. Era más bien baja. Y el tiempo que abarcan mis recuerdos no incluye la esbeltez ni el talle que solo documentan algunas viejas fotografías. En síntesis, era una gordita que se empeñaba en buscar vestidos “sentadores”.
Yo adoraba uno, de lino azul con unos delicados bordados en blanco. Y otro, largo, de seda negra. Supongo que ella misma le había pintado en la falda unas suaves pinceladas en verde y blanco, sugiriendo una flor o algo parecido. Era tan lindo que ocasionó uno de los pocos odios que le conocí a mi madre.
No creo oportuno mencionar el nombre de la maliciosa dama que –como entendí mucho después– más que el vestido le envidiaba el marido, y le dijo en medio de una concurrida recepción: “Querida señora, es la tercera vez que la veo con ese traje, pero es tan hermoso que no puedo evitar ponderarlo”.
Como toda respuesta, mamá mostró su espléndida sonrisa y tomó el brazo de papá, que nunca se dio por enterado del duelo que sus postreros encantos habían motivado.
Al día siguiente, durante el almuerzo, ella misma contó la anécdota, cuidando muy bien limitar el agravio y sus motivos a que “esa vieja bruja” lo hizo para destacar el reprise de su vestuario. Ella era así. Nunca la vi darle a mi padre el gusto de una escena de celos.
Como les decía, papá era brillante y mamá era ama de casa.
Yo era de mi papá.
Mi hermano era de mamá.
Y viceversa.
Algunos años después de morir mamá, le hice una entrevista a la doctora Mercedes Sandoval. Y en un paréntesis, ella me dijo: “¡Qué inteligente era tu madre!”
No sé por qué pensé que la confundía con mi tía Catalina, hermana de papá.
Pero ella inmediatamente aclaró: “Vos sos hija de Sofía, ¿no es así?”.
Y continuó:
“Era la chica más inteligente del Colegio Nacional. Estaba un año más adelantada que yo. Teníamos un profesor de contabilidad que era un inepto. Llegaban los exámenes y estábamos angustiados. No entendíamos nada. Y alguien nos dijo que le pidiéramos ayuda a Sofía. En una tarde nos explicó todo el programa, nos aclaró todas las dudas, fue como si pusiera a funcionar nuestras cabezas. Era brillante”.
Me quedé atónita. Nunca me había dado cuenta. No lo había pensado. Para mí ella era un ama de casa eficiente, cariñosa y muy hincha. El brillante era papá.
El regalo de Mercedes era inmenso.
Quise compartirlo con mis hijos, que solo tenían doce y ocho años cuando la perdimos.
Y sin demostrar sorpresa alguna, respondieron: “Solamente una boba como vos podía no darse cuenta”.