Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Una historia real que parece de cine. Butch Cassidy, Sundance Kid, Ethel Place y Harvey Logan, los más buscados en 1905, llegaron a la estación de trenes de la provincia tranquila de San Luis, Argentina... ¿Cómo y por qué llegaron? Bueno. Pasen y lean.

Era la tarde de aquel 12 de diciembre de 1905. El calor apretaba con ganas en la ciudad de Villa Mercedes, provincia de San Luis, unos 1.400 km al suroeste de mi querida Asunción y cerca de 540, al oeste de Buenos Aires, capital argentina, donde se encuentra el Bajo Belgrano, mi pueblo natal. Una brisa cálida hacía que la tierra volara en las cercanías de la estación ferroviaria –en verdad una modesta parada– separada del casco céntrico por unas 25 cuadras. La sequía, fácilmente perceptible, resecaba las fosas nasales y los labios. El tren, en el que algunos pasajeros y pasajeras llegaban desde el Río de la Plata, arribó con un atraso considerable. Mister Winne, el jefe de estación que en la última hora miró incasable y nervioso su reloj de bolsillo, parado en el medio del andén, prestaba atención a cada movimiento. El pasaje llegaría agotado. Las maniobras para entregar los equipajes tenían que ser ágiles. Con un leve movimiento de cabeza al tiempo que con su mano derecha tocaba la visera de su gorra, Winne, saludaba a cada uno de ellos y de ellas. Nada escapaba a su mirada. Un poco por la responsabilidad que había aprendido de los británicos dueños de los ferrocarriles pero, mucho más, porque el comisario Domingo Mandaluniz, horas antes, le pidió estar con los ojos bien abiertos. La policía tenía información confidencial verosímil de que un golpe revolucionario, inminente, estallaría contra el gobernador Benigno Rodríguez Jurado.

“BUSCADO” Sundance Kid en Argentina.

ELEGANTES Y BIEN ARMADOS

Máxima tensión, entonces, en esa parada enclavada en aquel nodo epocal comercial y agroproductivo de enorme relevancia. El caso es que la imaginaria “revolución” no llegó esa tarde caliente, pero sí lo hicieron tres personas llamativas. Dos hombres y una mujer. Para nada comunes. Diferentes. Muy elegantes. Pero, por sobre todo, ella descollaba y era destino de todas las miradas. Vestía de amazona. Con botas, pantalones para cabalgar, su cabeza cubierta por una suerte de pequeño casco con visera; sin embargo, lo que resaltaba de su atuendo eran dos revólveres Colt Frontier Six Shooter 44-40 –extremadamente precisos y letales hasta 50 metros, con cachas de nácar– que pendían de un cinturón de cuero labrado con no menos de medio centenar de balas para recargar los tambores de sus armas de puño en el caso de que fuera necesario. Sus dos compañeros la seguían a muy corta distancia. Detrás de ellos, un tercero cerraba la marcha. Todos claramente armados, aunque no hacían ostentación de las armas que portaban. No fueron pocos, ni pocas los que trepidaron a partir de la memoria. La violencia, en una buena parte del siglo XIX, estuvo saturada de olor a pólvora en las provincias cuyanas. A la estación la invadió el silencio. “Mister Winne los recibió con mucha amabilidad”, coincidieron en comentar varias personas memoriosas. “Caballeros: Están ustedes en Villa Mercedes y sean bienvenidos a este pueblo. Esta es su casa”, dijo, al parecer, el jefe Winne, que – como el resto de los habitantes del villorrio– desconocía quiénes estaban delante de sí. La mujer arribada, con claro acento inglés, pero en español, agradeció la bienvenida y, sin que nadie se lo pidiera, agregó que “con mi esposo, decidimos venir a la Argentina para instalar varias estancias en estas tierras que van desde el centro y hasta el sur de este país”. Aseguran que Mr. Winne se mostró agradecido con un leve movimiento de cabeza. “Los socios de mi esposo sugirieron que la primera estancia se establezca aquí porque ellos tienen estudios que indican que son las mejores tierras para iniciarnos en la cría de ganado de raza. En este lugar nos radicaremos para hacer fuertes inversiones”, concluyó. El funcionario ferrocarrilero hinchó su pecho de orgullo.

Un puñado de gente en torno de ellos también se alegraron. Pero ninguno pudo pensar, ni imaginar, que los recién llegados constituían el corazón de la “Wild Bunch” más buscada en los Estados Unidos.

“BUSCADO” Sundance Kid en los Estados Unidos.

UN VIAJE AL SUR

La charla que, una decena de días atrás, sostuve con la amabilísima y memoriosa señora Nora Cooper, a cargo del Archivo Histórico Periodístico del fallecido Edmundo Tello Cornejo, quien durante décadas dirigiera el periódico más importante de Villa Mercedes, resuena aún en mis oídos. Llegué a ella de la mano de mi querido amigo-hermano, colega periodista y compañero de aventuras en procura de Ciertas Historias Inciertas, Óscar Flores. Por el relato de Nora y los registros de prensa que atesora, supe que así llegaron a Villa Mercedes, Butch Cassidy, Sundance Kid, Ethel Place y Harvey Logan. ¿Cómo y por qué llegaron a Villa Mercedes, San Luis? ¿Lo hicieron desde Buenos Aires o, tal vez, desde otra parada donde ascendieron en procura de ocultarse en un lugar más seguro? Dilema. Duda. Interrogante. ¿Alguien les avisó que estaban sobre sus pasos? Fue el querido y recordado colega Francisco “Pancho” Nabor Juárez, quien por vez primera me contó de las andanzas de la banda de Butch, cuando trabajábamos en Editorial Perfil. Él mismo, por decirlo de alguna manera, “los persiguió por la Patagonia”.

No habían comenzado aún los ‘80 cuando nos sentamos a una mesa con “Pancho” para que me contara más. Aquel relato con su voz todavía está conmigo. “Butch, Sudance, Ethel y Harvey llegaron aquí en marzo de 1901, recomendados por el cónsul argentino honorario en los Estados Unidos George Newbery, tío de Jorge y Eduardo, aeronautas, quienes los recibieron aquí”, me dijo en voz baja y acercándose a la mesa. Es muy probable que el dinero para viajar haya sido el botín del último asalto que hicieron en territorio norteamericano contra un banco en Winnemucca, seis meses antes de arribar a Buenos Aires. Butch, en verdad Robert Leroy Parker, se presentó aquí como Santiago Ryan; Sundance, bautizado como Harry Alonzo Longabaugh, dijo ser Harry Place; la mujer, que era su esposa y tendría cerca de 22 años, no mintió su identidad. “Pancho” aseguró aquella noche que “un viejo historiador policial me aseguró que Francisco Beazley, el jefe de policía de aquella época, sabía muy bien quiénes eran los recién llegados”. Nunca quiso decirme el nombre de aquel testigo clave. Pero, el mapa social de los receptores locales de los bandoleros prófugos le da entidad a aquella versión.

“BUSCADO” Butch Cassidy en Argentina

“VIVOS O MUERTOS”

Jorge Newbery, el más importante protector de la Wild Bunch, era amigo muy estrecho del presidente Julio Argentino Roca (1898-1904), quien también había designado a Beazley para comandar la policía y lo hizo hasta 1904. Un año antes, “entre marzo y abril”, aseguró Juárez, llegó a Buenos Aires Frank Dimaio, un detective de la Agencia Pinkerton, incasable perseguidor de Butch, Sundance y Etta. Se reunió con Beazley, a quien entregó mucha documentación y los afiches con sus rostros y datos identitarios con los que se empapeló el Far West. Los buscaban “vivos o muertos”. Frank y Newbery se reunieron. El local reconoció a los buscados y aseguró saber que estaban en la Patagonia, en un pueblo llamado Cholila, Chubut, donde tienen ovejas. Sostuvo, ante Dimaio que, seguramente, lo miraba perplejo que, en aquel lugar tenían muy buena reputación. Contó también, en detalle, que Julio Lezana, a poco de asumir como gobernador del lugar, durante una recorrida de trabajo “se alojó en el rancho de ellos y, hasta bailó muy a gusto, con Etta”. El historiador Ernesto Maggiori, en “Historias de fronteras”, confirma lo sucedido y lo categoriza como “uno de los papelones políticos más grandes” de los que se tenga memoria. El detective Dimaio estaba decidido a ir por ellos hasta la lejanísima Cholila. Se lo dijo a Newbery. Lo entendió claramente. De inmediato, con amabilidad, se pone a sus órdenes, le asegura que conoce la zona y advierte: “No es posible capturar a esos bandoleros ahora. En este momento. Le comentó que en pocos días más, “será imposible detener a esos criminales porque en mayo comienza la estación lluviosa y la región se inunda”.

Dimaio no hizo comentarios, esperaba más. “Será necesario ir primero a Puerto Madryn, 250 millas al sur de Buenos Aires y luego viajar por carro durante unos quince días a través de la selva. Tendrá que contratar un baqueano”, explica Newbery. El detective norteamericano toma nota y, más tarde reporta lo hablado a su central en Nueva York. Al parecer –según un reservado informante clave para el desarrollo de esta historia– Jorge Newbery agrega: “Al llegar a Cholila, el jefe de la guarnición (militar en la zona) tendría que ser entrevistado (por usted) para arreglar (su cooperación y la de sus hombres para) el arresto de estos criminales”. ¿Cooperación? El agente Dimaio no se arredró. Partió hacia el lejano sur. Verificó que los buscados ocupaban y explotaban 650 hectáreas de tierras fértiles. También dialogó con el gerente del Banco de Londres y el Río de la Plata, donde Cassidy operaba una cuenta. Algunos de sus hallazgos los compartió con Newbery, que se comprometió a telegrafiarle con novedades. Nunca lo hizo. Dimaio entendió que estaba solo. También lo informó.

“BUSCADO” Butch Cassidy en Estados Unidos.

ASALTO Y LEYENDAS

Tal vez, Butch, Sundance y Etta, a quienes ahora sabemos que se les había unido Harvey, de quien desconoce como ingresó en la Argentina, decidieran dejar Cholila asediados por los Pinkerton. ¿Alguien los alertó? Las conexiones de los bandoleros eran amplias entre los poderosos locales. La recomendación de mister Winne fue aceptada. Los cuatro se alojaron en el Hotel Young, donde se cruzan las calles Balcarce y Riobamba. Había mucho movimiento en la entonces pequeña ciudad. Se desarrollaba una feria ganadera que metía ruidos, algarabía, remates y negocios. Los bandidos gringos recorrieron cada día y cada noche todo lo que allí había para ver. Preciso relevamiento. Faltaban dos días para que todo finalizara. Que volviera la tranquilidad provinciana. Amaneció con enorme belleza. Cerca de las 10, cuando nadie lo esperaba, los cuatro cruzaron el patio previo al ingreso al Banco Nación fuerte y visiblemente armados. Con un par de tiros perforaron el techo que dejó caer restos de cielo raso. Al cliente Carlos Ricca le propinaron un culatazo que le destrozó dos dientes. De las cajas sacaron casi 14 mil pesos en monedas de níquel. “Creyeron que eran de plata”, dijo un viejo vecino años después a los realizadores de un documental. Fugaron a tiros para cubrir su retirada. Cuando comenzaban a hacerlo, Emilia Hartlieb (17), la hija adolescente de Carmen Beltrán y Federico, gerente del banco, que habitualmente practicaba con armas de fuego con su padre, los corrieron a tiros de fusiles Mauser. Con el tiempo, aquella niña valerosa fue una excelente artista plástica, según cuenta el profesor Carlos Sánchez Vacca. En la puerta del Nación, Etta Place tenía paralizado al vecino Ventura Domínguez para evitar que entrara al banco. El cañon del Colt Frontier apoyado contra el esternón fue suficiente para disuadirlo. Todos montaron y huyeron. Horas más tarde un grupo de policías y pobladores, cuando superaron el shock, fueron tras ellos. No sirvió de nada. Los perdieron después que vadearon el Río Salado en la vecina provincia de Mendoza. Algunos dicen que lograron llegar a Chile. El cine dice que Butch y Sundance murieron en Tupiza, Bolivia, el 6 de noviembre de 1908. Los rodeó el ejército. Los encerró, sin vías de escape, en una choza perforada a balazos. Los historiadores coinciden en sostener que Butch mató a Sundance porque estaba muy mal herido y que, luego, se suicidó. De Etta no se supo más. En Estados Unidos comentan que, desde Chile regresó a su país. Sin embargo, en Villa Mercedes, aún viven con el formato de una historia increíble que solo comentan las y los mayores, cuando alguno les pregunta. Las historias es preciso protegerlas. Cuidarlas.

Como Nora Cooper que, a la muerte de don Edmundo Tello Cornejo, director del diario de San Luis, rescató y atesora su archivo periodístico para dar respuesta a quien quiera saber con claridad qué pasó en su pueblo, Villa Mercedes, con esos temibles pistoleros y con muchas cosas más. “Los diarios son la primera versión de la historia”, se suele afirmar. Nora guarda esa memoria gráfica para cooperar en la construcción de la historia de todos y todas. El cine también ayuda. Pero no mucho en este caso. Butch, Sundance, Etta y Harvey –pese a que el filme que los inmortaliza desde el 27 de octubre de 1969 los presente con ciertos rasgos de calidez– en la vida real, sus trayectorias carecen de épica y fueron despiadados. Paul Newman, Robert Redford, Katharine Ross y Ted Cassidy, respectivamente, nunca fueron ellos, ni como ellos, ni parecidos a ellos. Me es difícil imaginar a Etta sonriente, enamorada, bajo el sol, sentada en el manubrio de una bici que conduce Sundance. “Raindrops are falling on my head/And just like the guy whose feet are too big for his bed/Nothing seems to fit/Those raindrops are falling on my head, they keep falling...”.

La primera plana del diario de San Luis después del asalto al Banco Nación.
Sundance Kid y Etta Place, el matrimonio.
Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta Place en Cholila, Patagonia, Argentina.

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