- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
“En 1872, el ‘Mingo’, aún se acordaba de la Dolores”, nos dijo aquella mañana el Silvano. Chozno del Eusebio, arriero que desafiaba el viento blanco para guiar ganado mular entre Argentina y Chile, en el ‘26 del siglo 19, supo de aquel romance trunco entre el joven maestro adolescente y la alumna niña que “pudo haber terminado en tragedia”. Lo miré fijamente.
Me convenció, con su mirada, que de su boca salía una verdad de a puño. Lo escucha desde niño y, a quienes por primera vez los escuchó relatar aquella historia popular, son nada más ni nada menos que A sus abuelos, abuelas, bisabuelos y bisabuelas. El “Mingo” que mencionó el Silvano, es Domingo Faustino Sarmiento quien, además de enorme escritor –tal vez el mejor de su generación y de algunas que lo sucedieron– fue periodista, educador, actor público intenso, Presidente entre los años 1868 y 1874, gobernador, embajador en los Estados Unidos, Senador nacional, Ministro del Interior, e intrépido seductor. De allí que la palabra del Silvano, con mi amigo-hermano y periodista Oscar Flores, quisimos escucharla.
“PARA QUE NO ESCUCHEN LAS MUJERES”
El narrador nos aclaró que desde 1826, de generación en generación, sus ancestros – todos arrieros hasta la década del 30 en el siglo XX– contaban esta historia con discreción y en voz muy baja, “para que no escuchen las mujeres”. De hecho, este tema, casi mítico –supe luego– en la historia cuyana, zona de Argentina que integran las provincias de Mendoza, San Juan y San Luis, en el Oeste de este país, no es un asunto histórico-social que se niegue. La historia popular de Sarmiento es interesante y atractiva. San Francisco del Monte de Oro es un pequeño pueblo en la provincia de San Luis –unos 1700 km al suroeste de mi querida Asunción– no muy lejano de la frontera argentino-chilena.
Allí estábamos, en esa mañana en la que el sol apretaba sin sofocar, con Óscar, enorme y avezado guía que quiso mostrarme los senderos más hermosos que recorre desde su niñez en esas sierras que allí están desde que emergió la Cordillera de los Andes desde las entrañas de la tierra. Era temprano cuando bajamos de los cerros. Decidí detenerme en un parador a la izquierda del camino.
Descender desde esas cumbres romas que son también el refugio de los cóndores que nos acompañaron buena parte del camino, divierte, pero agota. Conducir en descenso desde unos 1.700 metros de altura sobre el nivel del mar, dibujando curvas y contracurvas en los caracoles que se extienden desde lo más alto de las sierras puntanas hasta la puerta misma de la iglesia de San Francisco, que se encuentra a un lado de la plaza de ese bellísimo pueblito parado en el tiempo, exige relajarse.
Cuando arribamos allí, la gruta de Intihuasi, estaba todavía impresa en mis retinas. Unos 8 mil años atrás, en ese lugar, donde alguna vez, en 1951, el investigador Alberto Rex González descubrió pinturas rupestres que no fueron preservadas, habitaron los ayampitín, el pueblo originario más antiguo de América, asentado territorialmente desde Ecuador hasta la Tierra del Fuego. Solo algunas puntas de flechas quedan de aquellos ancestros. Me invadió la tristeza.
El pasado es parte sustancial de nuestra identidad. La charla con el Silvano volvió mientras mateábamos sentados en uno de los bancos de la plaza. Todo era s i l e n cio. Sin embargo, sorpresivamente, las campanas de la más que centenaria iglesia lugareña echaron a vuelo. Las paredes de rocas ferrosas de los montes cercanos devolvían algunos ecos lejanos de ese acompasado concierto que, desde el campanario encerrado en la fina cúpula, buscaba el espacio abierto a fuerza de sonidos. No era hora de misas. Tampoco de oración comunitaria. “Vaya uno a saber”, dijo Óscar.
UN CHICO TRAVIESO
Nos largamos a caminar con paso cansino en busca de un lugar un poco más alejado que nos permitiera conversar sin tener que elevar el tono de la voz. El Silvano nos dijo que “Sarmiento tenía 15 años, en 1826, su madre, doña Paula [Albarracín de Sarmiento] lo envió aquí para que su tío, el padre De Oro, el cura del pueblo, lo hiciera trabajar y le enseñara a obedecer. Al parecer, el chico era inquieto y muy travieso. Su padre, José [Clemente Quiroga Sarmiento y Funes], estaba poco en casa. Era arriero y, con frecuencia, arrastrado por los poderosos de la época, también era soldado”. Aseguró, con vehemencia, que su chozno, lo conoció.
“La Iglesia y la escuela fueron construidas por el cura, Sarmiento, su sobrino y algunos hombres que los ayudaron”. En cuanto los dos edificios estuvieron terminados, comenzaron las clases. “Solo unas pocas nenas y nenes, eran alumnos menores que el maestro. El resto, eran personas grandes. Pero querían aprender”. El relato era preciso. Detallado. “Entre las alumnas estaba la Dolores”, detallo el Silvano quien aseguró que “el maestro se enamoró de ella”. Rechazó de plano aportar mayores detalles pero sugirió que ese romance adolescente devino en una situación embarazosa que alteró gravemente el ánimo del pueblo y, en especial, de la familia de la niña que, enardecida, se presentó en la escuela para exigirle una explicación a Sarmiento. Golpearon la puerta en vano. No estaba.
Fueron a buscarlo en la iglesia de su tío que tampoco estaba. Nadie supo dónde se encontraban. Desaparecieron al mismo tiempo. “El maestro se escapó y su tío, el padre Oro, lo ayudó”, precisó. Nunca se supo más de ellos desde ese momento y por algún tiempo. Un nonagenario que junto con su perro caminaba lentamente por la plaza, se acercó hasta nosotros. “¿Molesto?”, preguntó con prudencia y respeto. Inmediatamente, aportó a la charla. El Eugenio, así se presentó, cuando supo de qué hablábamos, aseguró con firmeza: “Se escaparon para Chile”. Después de explicarnos que un tío bisabuelo, suyo –arriero, el Rosendo– contó sobre la fuga, precisó que “a caballo anduvieron hasta que pararon en la Vinchina, en La Rioja. Recorrieron cerca de 150 leguas [poco más de 700 km], sin parar”. Allí, descansaron algunas horas y partieron en el amanecer siguiente hacia El Jagüel y, luego, a Chile. “En el camino, mientras Sarmiento escapaba, tuvo que quedarse en un refugio para no morir de frío. Nunca volvió. El cura sí, pero aseguró que no sabía donde estaba el maestro”.
UN VIAJE EN EL TIEMPO
El viejo Eugenio siguió su camino. Entre Óscar y yo solo había dudas. Interrogantes. Descreimiento y silencios. Los relatos que escuchamos, aunque imprecisos o incompletos, eran verosímiles. Inesperadamente vimos un grupo de automóviles que se acercaba. Detuvieron la marcha frente a una reja verde que aporta seguridad a un viejo rancho de adobe con sus paredes blanqueadas a la cal. El vecindario, curioso como nosotros que dejamos de matear, salió de sus casas. Caminamos, junto con vecinos y vecinas para mirar. Quiénes estaban dentro de ese predio protegido. “Es el rector de la Universidad Nacional de San Luis (UNSL), Víctor Moriñigo, amigo mío”, dijo Flores. Nos acercamos. En el momento de los saludos percibí en ese hombre de mirar inquieto, como si quisiera verlo todo – incluso lo invisible– era también afectuoso, amable y sonriente. “Nos preparamos para entregar, el próximo lunes 25, como lo hacemos desde el 2017, la ‘distinción honoraria especial a la defensa de la educación pública y de calidad’”, dijo Moriñigo. Con cálida amabilidad nos invitó a recorrer las instalaciones de la escuela rancho, aún en pie, en la que Domingo Faustino Sarmiento, desde 1826, se inició en la docencia. “¿Por qué se fue Sarmiento de aquí?”, pregunté. Una mujer que parecía ser parte de la comitiva, aunque no era así, sin permitir que alguien responda, se adelantó y aseguro que “tuvo que huir a Chile y exiliarse por razones políticas. Lo perseguían las montoneras de Facundo [Quiroga]”. Aquel caudillo riojano y Sarmiento tenían profundas diferencias políticas. Pedimos permiso para recorrer la vieja construcción. El rector y sus acompañantes fueron hacia otra parte. Es un tipo inquieto que apunta a la perfección. Se nota claramente que calidad y excelencia son sus metas más preciadas y siente que tiene mucho que hacer de cara al futuro. Con Óscar ingresamos en un pequeño recinto en el que alumnos y alumnas, 195 años antes, aprendían de las enseñanzas de Domingo, el maestro. Pisos polvorientos. Antiguas vitrinas. Pequeñas bibliotecas. Libros amarillentos. Troneras en las paredes para mirar hacia afuera, vigilar, prevenir y rechazar eventuales peligros. Emocionante viaje en el tiempo.
“DIARIO DE GASTOS” Y SORPRESA
Nuestros ojos iban de un lado a otro en procura de ese dato, esa información que nos permitiera verificar aquella historia que el Silvano y el Eugenio nos contaron. Por cierto, era difícil de creer. En eso estábamos cuando, inesperadamente la tapa de una publicación nos atrajo.
“Diario de Gastos” de Sarmiento. Nos acercamos a una mesa de madera amplia y rectangular. Lo tomamos. La reseña abarca viajes realizados entre 1845 y 1847 en Europa, a donde viajó oficialmente en nombre del gobierno de Chile para conocer y estudiar los sistemas educativos europeos. Abruma tanta prolijidad. Todo parece indicar que ningún gasto quedó sin registrar. “Cigarros, 3 centavos”; “Cena en Versailles, cigarro y mozo, 3,15″; todo registrado. Sarmiento, claramente, imponía extremas normas de transparencia. De allí que esos registros, en los tiempos actuales, son de alto impacto para el lector desprevenido. Nada quedó fuera de sus anotaciones. De hecho, el 13 de octubre de 1846, Sarmiento –175 años después de que sucediera– estamos en condiciones de informar que Sarmiento se fue de joda en Madrid. “Comida”, 28; “Café y helados”, 6; y, finalmente, “Orgía”, 40. No se privó de nada. ¿Alguien se animará a negarlo? Es información oficial registrada de puño y letra por el mismísimo especialista en educación más trascendente de aquella época a quien el compositor Leopoldo Corretjer, con justicia, en el himno que le dedicó llama “Padre del aula”.
“ES DE ACUARIO...”
Una desconocida que cerca de nosotros nos miraba con atención y, seguramente escuchó algunos de nuestros comentarios, vino hacia nosotros. “Sarmiento nació el 15 de febrero de 1811″, nos recordó en alta voz. ¿Y, entonces? “Es de Acuario”, agregó. “Según el famoso astrólogo Joe Fernández, a quien sigo desde muchos años, quienes nacen bajo ese signo, son livianos, desestructurados en la vida, divertidos, alegres, infieles”, explicó con convicción. Antes de retirarse y sin motivos, nos advirtió: “No se rían, saquen conclusiones”. Prudente silencio. De inmediato, una carta impresa, que en ese pequeño museo los visitantes pueden comprar por 200 pesos [aproximadamente un dólar], llamó nuestra atención. Datada el 2 de enero de 1872, fue escrita por el entonces presidente argentino, Domingo Faustino Sarmiento, que la envió al gobernador de San Luis, Juan Agustín Estrada.
El jefe de Estado, en la misiva, asegura – 46 años después, de los sucesos ocurridos en 1826- que recuerda “los nombres de los señores don Máximo Gatica y la señorita entonces de 13 años, Camargo, hermana de los niños de 18 a 20, del mismo apellido, de quienes era yo maestro de escuela con quince años”. En ese contexto, Sarmiento, dice “no” saber “si la hermosa señora Borjas Quiroga es la discípula hermosísima que yo tenía en aquella escuela en que todos los alumnos eran mayores que el maestro; pero mi recuerdo me inclina a creer que era dolores (sic) el nombre”. Le dice luego el presidente al gobernador que es “gratísimo” para él saber “que (en ese pueblo de San Luis) no han olvidado al sobrino del presbítero (católico) Oro” –su tío por línea materna– y agrega que guarda memoria: “De unos peñascos por entre los cuales se desliza el arroyuelo inmediato y (que) de los alrededores de la casa de la familia Camargo, conservo estas dulces y tenaces impresiones primeras, que ni los viajes ni los años borraron jamás. De la niña Camargo, recuerdo la figura, baja de estatura entonces, pues no había alcanzado todo su crecimiento”.
¿Sarmiento enamorado? ¿Encuentros furtivos? ¿Por qué no? Algo así sugirieron el Silvano y el Eugenio, cuando charlamos con ellos antes de entrar en la escuela-rancho y museo que recorrimos. ¿Cómo habrá sido, Óscar, el verdadero Sarmiento que a los 77 años se apagó en Asunción cuando aguardaba la llegada de su amadísima Aurelia Vélez –otro de sus amores imposibles– que, en vapor, desde Buenos Aires, iba a su encuentro? Con el tremendo estilo del gran escritor que fue, exhortó a la Vélez: “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida. Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndidos, el Chaco incendiado, música, bullicio y animación. Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado”.