Por Óscar Lovera Vera, periodista

Dos hermanos fueron asesinados con un mazo a finales de febrero del 2004. Sus cuerpos fueron encontrados por un vecino que más tarde se convirtió en una importante pieza para dar pistas sobre los detalles de lo que condujo a la muerte violenta de los dos.

Aver… anotá mi hijo en tu libreta y luego pasamos al acta.

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–Sí mi comisario.

–Manos y pies atados, el tobillo; eso detallá así. Desnudo y boca abajo, este es el arquitecto Miguel Scarone, tiene 48 años y es arquitecto, según nuestro sistema.

Su hermano, Ernesto, tiene 62 años. Es el que está en suelo, vestido con una remera y un short. Esto de aquí parece un fuerte golpe en la cabeza, de hecho, los dos presentan lo mismo. ¿Ves el cúmulo de sangre bajo ellos? Bueno, todo emana de aquí, explicaba el comisario Néstor Sosa a su ayudante, utilizando el dedo índice derecho para orientarlo en la observación que hacían en la escena del crimen.

Al jefe de Homicidios lo llamaron a las 18:35 del martes veintiséis de febrero del 2004. Fue un agente –de la central de policía– quien lo alertó de un doble crimen en una vieja casona al 1006, de la calle Teodoro S. Mongelós, en el antiguo barrio Bernardino Caballero de la capital.

–Comisario, los peritos de medicina forense llegaron. Los hice pasar.

–Sí mi hijo, dejá que ellos se encarguen ahora y luego hablaré con el forense. Mientras verificá la casa, a ver si encontrás algún rastro de robo o alguna pista.

Al poco tiempo, el forense llegó a la habitación. Estaba ataviado con una impecable bata blanca, quizás era el primer caso por el que lo llamaron durante su turno. Los guantes de látex chistaron al acomodarse en las manos, y tras tomar una pequeña linterna maglite utilizó las yemas de sus dedos para hacer el cabello a un lado y verificar la herida en la cabeza de Miguel Ángel.

–Noto dos heridas en la parte frontal, una en el parietal izquierdo y otra en el derecho. Esta segunda es la más profunda y la que habría causado un traumatismo de cráneo severo. En cuanto al hermano, noto a simple vista en el pómulo izquierdo un golpe hecho probablemente con la misma arma. Muy profundo, pero no fue esto lo que finalmente lo mató. Siento una anomalía en la parte anterior de la nuca, quizás un desprendimiento de la vertebra a consecuencia del golpe.

En la morgue podré confirmar fehacientemente esto, pero en principio esto fue lo que pasó comisario. Y algo más –advirtió el forense– veo tres puntos fundamentales para establecer el tiempo de muerte, y acá se determina por lo siguiente: El algor mortis, al dejar de latir el corazón la temperatura del cuerpo comenzó a bajar hasta nivelarse con el ambiente, luego observe livor mortis, la piel blanco-cadavérica, las células que comienzan a concentrarse en las zonas del cuerpo más cercanas al suelo y se presentan como pequeñas marcas púrpura y, por último, el rigor mortis, el endurecimiento del cuerpo. Los yacimientos de calcio se desbordan de las células y esto hace que se contraigan los músculos. Aparecen tres o cuatro horas después de la muerte, y como ahora no lo está, y se atenúan a las 48 horas; entonces llevan fallecidos aproximadamente dos días. Eso es comisario Sosa, mi conclusión.

LAS SOSPECHAS SE IBAN CONFIRMANDO

Sosa se quedó durante todo el procedimiento médico, quería cerciorarse de su teoría. Los años le dieron un ojo clínico sobre casos como este, y no solo eso sino todo el entorno.

Sus sospechas comenzaban a dibujar un probable en el contexto del asesinato, pero esa misma sapiencia le dictaba premura. Debía aguardar por más para comenzar con su búsqueda. Sin duda, el asesino dejó algunos mensajes claros, tal vez por torpeza o por odio y una intención auténtica para que se descubriera porqué mató.

El jefe Sosa recordó lo que le dijo aquel vecino, el que descubrió todo. Su curiosidad y lo mucho que conocía a los dos solitarios hermanos Scarone lo llevó a la casa y descubrir los rastros de sangre.

Humberto Irala, un hombre observador, para no llamarlo fisgón, sabía que el mayor de los hermanos, Ernesto, acostumbraba a regar su jardín todos los días. El retiro lo llevaba a entretenerse con eso y largas charlas con Irala, pero llevaba un par de días sin hacerlo. Esa fue la clave.

Humberto se asomó a la muralla, posó sus manos sobre la parte superior y levantó la mirada por encima de ella. No alcanzó a ver mucho; sí al menos la puerta, que aún permanecía cerrada. Pero el viento lo rosó levemente en las fosas nasales y consigo traía un hedor insoportable, fétido y característico. Se imaginó la peor circunstancia y llamó a la policía.

Aquel policía que promediaba los 40 años y más de 20 en la profesión sabía que ese asesinato, por la saña, no fue con fines de robo. Tenía otro trasfondo. Aunque no entendía qué papel jugaba el hermano del arquitecto, ya que para él el objetivo fue el menor de los Scarone. Para salir de la duda fue junto a aquel por demás curioso vecino, Humberto debía conocer a los familiares y amigos cercanos.

UNA LLAMADA MISTERIOSA

Los datos del Humberto Irala orientaron al viejo comisario, lo condujeron hasta la familia. Pero aún más cerca del caso estuvo una llamada telefónica. El teléfono repicó insistente ante la llamada de un hombre que no se identificó. La voz, algo distorsionada, solo apuntó a dar datos sueltos sobre lo que ocurrió en la casa mientras los hermanos aún estaban con vida.

–Ocho jóvenes del barrio estuvieron en la noche del 24 de febrero, dos días antes de la muerte. El arquitecto los invitó a una fiesta… lo que siguió a breve comunicación fueron las pulsaciones agudas del teléfono, dijo y cortó.

El comisario Sosa quedó algo confundido, pero solo fue por la llamada sorpresiva. Pero si llegaba a confirmar la información estaba ante la primera lista de sospechosos.

Nuevamente la clave fueron los vecinos, el miedo a sufrir amenazas los mantuvo en silencio sobre la fiesta previa a la muerte. Sosa sabía eso pero supo manejar a su favor, el comisario logró convencer a varios y obtuvo esa nómina de posibles. Ahora faltaba detenerlos.

La redada policial, casa por casa, puso a diez jóvenes bajo luces de mucho calor y enceguecedoras. Los agentes de homicidios los interrogaron por horas, por separado, con todo tipo de presiones. El resultado les fue nulo, no tenían nada.

Nuevamente el departamento estaba sumido en una confusa crisis, saben que de ese grupo tenía que salir el autor, y no lograban quebrarlos.

SOSA ENCONTRÓ LA CLAVE

–Estos dos chicos, libérenlos. No tengo nada en contra de ellos. Pueden irse, muchacho, vos y vos. Ellos tenían dieciocho y diecinueve años.

–Comisario, yo quiero decirle algo, antes de irme. No puedo guardar esto, porque a lo mejor tiene sentido para ustedes. Nosotros no estuvimos hasta tarde ese día, porque llegaron dos muchachos en taxi. Eran raros, unos visitantes extraños. Entraron, no saludaron y luego de eso el arquitecto cortó la música y nos pidió que nos retiráramos, pero no ellos, los que acababan de llegar…

–¿A qué hora fue eso? Preguntó Sosa, mirando al joven que no lograba sostener la mirada directa al policía. Lo superaba y se sentía nervioso.

–A las once, u once y cuarto. Muy bien no recuerdo, pero estoy seguro que fue antes de medianoche comisario.

Sosa intuía que estaba cerca de tomar el hilo que lo conduciría a los probables asesinos, ahora debía identificar a esos dos jóvenes y al taxista. Para eso utilizó la vieja estrategia de publicar en varios medios la pista que tenía, con ello presionaría a quien no querría quedar pegado al crimen. Una jugada riesgosa pero útil cuando se tiene cabos sueltos y complejos de sujetar.

Y tuvo resultados, tal como lo planeó. El taxista se acercó al departamento de homicidios. Escuchó en los noticieros que buscaban a uno de su clase como cómplice de homicidio y eso lo mortificó.

El hombre fue esposado, de momento podría ser uno de los tres principales criminales. Pero no tardó mucho en revelar su intensión, quería paz y no quedar vinculado a la situación.

Continuará…


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