Por Pepa Kostianovsky

Esta semana, Pepa nos trae una historia impactante cuyo personaje principal es un retrato vivo de muchas niñas y adolescentes que viven en condiciones precarias y lejos de las oportunidades para superar sus realidades de exclusión. El destino las empuja con sus indiferentes manos y allá van, como María, con la carga de su triste historia a la que conjuran con su propia imaginación y la de darle refugio a sus hijos nacidos y por nacer.

La creciente había aislado el rancho que fungía de puesto de la estancia Karaja, en el confín norteño.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Cuando apenas pudo juntar fuerzas, María alzó a la recién nacida y al pequeño, indicó al mayor que se prendiera de su falda y, librada de equipaje porque nada tenía, subió al precario bote. Instaló a los críos y se armó de energía para remar hasta la orilla firme, desde donde echó a andar hacia el rumbo de su instinto.

No sabía cuánto tiempo hacía de cuando recorrió el camino inverso, siendo todavía una niña, con el hombre que la encontró vagando por el mercado, asustada y sola. Había huido de la casa en la que su madre servía como cocinera y de la cual una siesta se la llevaron a la comisaría después de darle una paliza. La patrona la acusaba de robar un rosario de oro.

María vio la escena oculta entre las ramas del mango grande, los dos jinetes se alejaron con la mujer caminando, a la rastra, con las manos presas por la soga que la ataba a un apero.

Cuando los curiosos se dispersaron, la chiquilina aprovechó para salir corriendo, antes de que se le arrimaran las culpas. Hasta que el cansancio y el anochecer la invitaron a ponerse al cobijo de un portal sombrío.

Basilio le notó enseguida el hambre y el miedo. Se sentó en el umbral donde ella había acomodado su desesperanza y, sin decirle nada, abrió el papel grasiento en el que guardaba dos pasteles y mandioca caliente. Envuelta en el aroma del cilantro y la fritura, no podía sacar los ojos del manjar.

Con una sonrisa blanca y salteada, el hombre le ofreció compartir aquel festín. Aceptó el convite y lo saboreó despacito, como intentando que no se acabara. Él se levantó y le hizo un gesto con la cabeza. Lo siguió sin preguntas y subió a la grupa de su zaino. El camino se hizo largo, pero ella quería irse lejos. Cuando llegaron al rancho, él le preguntó su nombre y la invitó a bañarse en el río.

De tanto en tanto, el hombre se iba tempranito y regresaba al anochecer. Traía aceite, kerosén, yerba, fideo, cigarro y caña. Cuando nació el primer hijo, trajo también una pieza de tela blanca.

Era tiempo de lluvias la mañana en que se fue y no vino más.

Ella veía crecer la riada y su vientre preñado por tercera vez.

Había empezado a sentir los primeros dolores de parto, pero en un momento se quedó dormida y soñó con la víbora grande.

Entonces supo que Basilio no iba a volver y que ellos también tenían que irse.

La brújula del azar guió su retorno al pueblo. Reconoció la plaza del mercado y el miedo viejo. Apuró el paso y buscó refugio en el corredor de la Iglesia. Los cuatro se confundieron en una criatura dormida de múltiples brazos, piernas y cabezas.

Los despertó el cura obeso y rubicundo, quien ordenó a los muchachones que hacían de monaguillos que los llevaran a la cocina. Los niños no se atrevían a tocar los tazones de leche azucarada, las roscas de chipa, la garra de bananas amarillas, el dulce de guayabas oscuro como el barro: sólo atinaron a dar cuenta del banquete cuando la madre los alentó y empezó a comer ella misma, mientras amamantaba a la chiquita.

El Pa’i esperó a que acabaran el desayuno para hacer preguntas. Ella recobró el temor y dijo que se llamaba María, María Lima. Cuando tuvo que hablar del hombre dijo que lo había matado una víbora enorme, que se lo tragó entero.

La noticia corrió primero por Concepción, e inmediatamente por el país. Al día siguiente, los diarios de Asunción publicaban en primera plana la historia del peón de estancia que había sido devorado por una kuriju.

Algunos decían que era imposible, que en la zona no había serpientes de semejante tamaño. Otros argumentaban que las crecientes podían haberla arrastrado desde los pantanales; era el cambio climático que generaba criaturas monstruosas; eran las consecuencias de los crímenes contra la naturaleza; era culpa de los gobiernos que hacían la vista gorda a la depredación de los bosques; el castigo de Dios por el abandono de la fe; una profecía bíblica. Los escépticos insistían en que la mujer era loca, que estaba alucinando. Un fiscal diligente insinuó que dejar a los niños con ella era un peligro. No faltó un periodista que la consideró una “traidora a la patria”, que con su historia fantástica –sumada a las auténticas y repugnantes fiebres tropicales– desalentaba a turistas e inversores.

Alguien sugirió tímidamente que lo que necesitaban era ayuda. Pero nadie se dio por enterado. Los políticos estaban demasiado ocupados. Las instituciones de asistencia, públicas y privadas, tenían suficiente que hacer con el dengue y las inundaciones. La prensa consideró que la noticia estaba agotada. Y hasta los crédulos dejaron primar el riesgo de la duda que podía ponerlos en ridículo.

Los dueños de la estancia aprovecharon los datos confusos brindados por María, olvidaron la parte de la desaparición del puestero de cuya familia jamás habían tenido noticia formal. Y se lavaron las manos.

Los cuatro infelices quedaron arrinconados en un cuarto de la casa parroquial. El sacerdote sabía que era una solución transitoria. Pero recurrió a su fe.

“Dios proveerá” –dijo, sabedor de que si la dádiva no llegaba, al menos los protegería del olvido.

María miró a los dos chiquilines arrimados a su cuerpo, cambió a la niña al otro pecho, y al mismo tiempo sacó de entre su andrajos el rosario de oro.

Rezando, se quedó dormida.

Etiquetas: #María Kuriju

Déjanos tus comentarios en Voiz