Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Nick siempre había tenido la intuición que desde arriba los problemas se verían más pequeños. Lo pensaba desde joven, cuando miraba alguna foto de los picos escoceses y soñaba con la vida montañesa donde el viento soplaba diferente. Donde la vista se perdía en un horizonte de azul cielo y verde vida, y donde abajo quedaba lejos. Demasiado lejos para que invadiera la desdicha.
Pero no había tenido tiempo –ni ganas– de escapar de nada en los años que vivió con Janet. Se habían encontrado a mitad de camino, en la segunda vuelta de sus vidas afectivas. Conocerse fue una de esas coincidencias felices, de las que devuelven la fe en las almas gemelas, y no demoraron mucho en casarse. Como a los dos le gustaba la quietud del campo, decidieron salir de Londres cuando llegó el tiempo de jubilarse y se ubicaron en un lugar remoto de las tierras altas escocesas. Por fin soplaba el aire de esa vida montañesa. Ahí los días transcurrían en una rutina serena de libros y recetas, largas caminatas por el bosque y silencios prolongados de los que se disfrutan cuando la compañía es perfecta.
Eran tan afines, que Nick todavía recuerda cada amanecer de esos 30 años que pasó con Janet. Todavía jóvenes y dueños de sus tiempos y de sus días. Afortunados y felices en esa vida compartida. Envejeciendo poco a poco –y a veces de pronto– cuando encontraban sus cuerpos frente al espejo y llegaban a concluir que al final de cuentas la vida era muy corta. Pero a pesar de la crudeza de los años, el deterioro era paulatino para ambos, inseparables en esa aventura remota que los iba frenando de a poco con los cambios de las estaciones.
Hasta que Janet empezó a salirse del ritmo natural de las cosas. Primero, con las complicaciones de la osteoporosis y luego con sus lagunas mentales.
El diagnóstico de Alzheimer le dolió más a Nick que a ella. Porque cuando Janet se iba a ese viaje no lo sentía –y cuando volvía– Nick estaba ahí con su sonrisa perenne, recordatorio de aquel amor inmenso que se tenían. En cambio, a Nick le laceraba cada lapso como una herida. Como si cada confusión se robara para siempre algo de ella. Ellos que se habían contado todo y ahora esa brecha que se abría: Porque Nick no le decía que la soledad se agigantaba en el silencio de esas horas. De esa casa sin vecinos, de los ratos sin ella. Le puso tanto ahínco a cuidarla que se olvido de sí mismo. La rutina se fue transformando en torno a Janet. Hasta que llegó el momento que tanto temía: La internación permanente por no poder cuidar más de ella.
–81 años ya es muy grande para estar tan aislado y hacerte cargo de ella –le dijeron como si fuera fácil prescindir de su propia historia.
Hasta que al final la razón ganó la batalla y Janet quedó internada. Y Nick se quedó solo, con sus 81 años, sin saber que hacer con su vida. Rechazó la idea de volver a Londres y regresó a su casa solitaria. Condenado a la cadena perpetua del silencio sin ella. Intentando recomponer sus días de la mejor manera, pero sin encontrar la sazón –ni el corazón– sin su compañera. Y en esa penumbra andaba hasta que un día en una de sus caminatas solitarias elevo la vista al horizonte y de pronto tuvo una epifanía:
Los picos majestuosos de Escocia –”Los Munros”– ahí seguían. Bellísimos e incólumes a pesar de los años y los humores del clima. Recordó entonces su sueño de juventud y aquella idea de que los problemas se harían más pequeños desde la cima. Que el azul cielo, que el verde vida le darían perspectiva.
Y que paso a paso, escalaría. Como escalaba los días de soledad sin ella.
Y fue así como una mañana salió de su casa y comenzó a escalar los 282 “Munros” de Escocia (montañas de más de 900 metros de altura) en un reto de 1200 días. Y para darle un sentido, decidió honrar a su esposa recaudando dinero con este desafío para la Sociedad de Osteoporosis y las organizaciones benéficas Alzheimer en Escocia.
–”Perder a Janet ha sido de lejos la montaña más dura” –dice sin poder ocultar la tristeza en sus pupilas – “Escalar es la manera de rescatar mi alma. De poner sobre el tapete la importancia de encarar la salud mental de manera proactiva”.
Los amigos que Nick ha encontrado en el camino le han ayudado a sostenerse en el duelo de perderla. Fueron ellos –más jóvenes– quienes lo instaron a crear un blog narrando su historia y el desafío, para compartirlas en las redes sociales.
Sus 81 abriles no lo detienen, y a veces vuelve a sentirse un niño cuando observa el paisaje extasiado desde la cima. Nunca está solo, porque camina por ella. Con ella. Y cuando la tristeza sube y una lágrima se empina… mira el horizonte, y una y otra vez respira.
Y avanza, paso a paso en lo que le queda de vida.
De los 282 Munros de Escocia, Nick va por el 177 y hasta el momento lleva recaudado más de 30.000 libras.