Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

“Sólo unas pocas palabras pudo balbucear antes de morir. Agonizó durante horas”, escuché que un tipo, con notable acento francés, confidenció –con pretensión susurrante– a un aburridísimo mesero que lo escuchaba, tal vez, despojado de otras opciones. Gélida y ventosa, pintaba la nocturnidad, recuerdo. Tal vez, esa fue la razón más relevante para que ingresara, bastante avanzada la madrugada del día siguiente, en aquel bodegón maloliente y prostibulario muy cercano a la Vuelta de Rocha, corazón del barrio de La Boca, en Buenos Aires, mi tierra natal, unos 1.260 Km al Sur de mi querida Asunción. Una de las tantas mesas vacías me recibió. Estaba poco firme. La vieja y gastada silla, de esterilla, también. Con mis ojos recorrí el lugar, para nada acogedor. Sin quitarme las manos de los bolsillos del Montgomery, procuré –sin éxito– mirar hacia afuera por la ventana a mi derecha.

Poco pude a través de ella tal vez por empañada o, simplemente, por mugrienta. “Un carajillo doble”, ordené al mozo que, con desgano, se acercó. El francés quedó casi hablando solo. Mi atención se fue sobre él. El breve fragmento de su relato que pude escuchar me atrajo. Como toda aquella historia en la que sé que se da cuenta de muertes o agonías. Me parecen atractivas. No sé por qué. Quizás porque son, en no pocos casos, la vida misma. Alguna vez tendría que hablarlo con Alassia, pensé. Alejandro es un médico joven con tan alta como infrecuente capacidad de escucha. El carajillo llegó. Afortunadamente, humeaba. Primera satisfacción en muchas horas. El camarero, presuroso, regresó hasta donde, al lado mismo del mostrador, el francés aguardaba a su único oyente. Mis ojos fueron hacia ese lugar. Con su mano derecha levemente levantada, con la palma hacia adentro, me invitó. Accedí. Al cabo de cuatro pasos me detuve frente de él. “¿Molesto… interrumpo?”, consulté.

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“SIÉNTATE Y ESCUCHA”

“Asseyez-vous et écoutez”, respondió. “Je suis Jean Paul Lavigne, correspondant de guerre et journaliste à la retraite. Parlez-vous français?”, se presentó y preguntó. “Vous parlez espagnol?”, respondí, solidario con el mozo, al tiempo que le hice conocer, al chamuyante, que éramos colegas. Inmediatamente, retomó el relato. “Cuando usted llegó, le contaba al señor de la muerte –por envenenamiento– del teniente Mauricio Barouille, militar y compatriota francés que, según supe dos días atrás, murió en la primavera de 1902, en la ciudad de La Plata”. Mi interés creció. “Mis últimos reportajes, los escribí desde Argelia, entre 1959 y el momento mismo de la independencia”, aclaró antes de proseguir.

Aseguró, también, haber sido amigo de Frantz Fannon. Asentí para que supiera que sabía de qué y de quién hablaba. Un héroe como pocos Fannon, que me conmovió profundamente cuando leí “Los condenados de la tierra”, tal vez, la obra en la que con mayor precisión describe la crueldad colonialista francesa, para nada diferente de otros coloniajes. Consolidado como relator, el hombre avanzó. “De nada sirvió la estrategia del general Paul Aussaresses, los paracaidistas fueron vencidos”, agregó con un gesto que me disgustó. Me pareció de tristeza. “¿Habrá sido un infiltrado colaboracionista de aquel criminal y torturador que sistematizó las técnicas del terrorismo de Estado y capacitó a los perpetradores latinoamericanos en los 60 y 70 del siglo pasado?”, sospeché en silencio. Todo puede ser, me respondí pero… Lo invité a proseguir. “Es muy larga la historia”, dijo y tomó aire.

DOS COPAS Y UNA HISTORIA

Dos copas generosas de Cubana Sello Verde [un viejo licor ámbar con una graduación del 40%, que la casa Pernod Ricard destilaba en la Argentina] llegaron a la mesa sin que nadie las ordenara. También la graciosa botella que cuatro horas más tarde estaba vacía. Al parecer, aquella mañana de un mes que aquel viejo contador profesional de historias retirado no pudo recordar con precisión, en 1881, estaba lluvioso y frío, en el sur de Francia. Más precisamente, en el puerto de Draguinhan, que era una de las puertas al Mediterráneo. En esa localización, que en estos tiempos es parte de la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, vivían 9.816 personas.

Desde allí partió, con rumbo a la Argentina, François Beuf, un oficial de la marina de Francia, veterano de la Guerra de Crimea que, una vez en este país en desarrollo, tuvo una carrera exitosa como militar, científico y docente. En ese contexto y cuando era profesor en la Universidad de Buenos Aires (UBA), deseoso de contar con colaboradores formados, Beuf invitó con una carta al teniente de marina Mauricio Barouille, para informarle que aquí, lo esperaba, con excelentes expectativas laborales. El joven oficial no se hizo desear. Embarcó y, pocos años antes de que finalizara el siglo 19 y de que su mentor falleciera en 1899, después de cruzar el Atlántico, desembarcó aquí liviano de equipaje pero cargado de ilusiones. Beuf le facilitó tanto la inserción social como laboral en el novísimo Observatorio Astronómico de La Plata. Los dos militares franceses, por cuestiones profesionales, comenzaron a recorrer senderos diferentes. Mauricio despidió a François que partió hacia la Cordillera de los Andes. Luego, regresó hasta el hotel de Eugenio Bruny donde se alojaba. Estaba muy cerca del ferrocarril.

LA BODA DEL TENIENTE FRANCÉS

Con el correr de los días, la soledad hizo mella en el espíritu del teniente que comenzó a frecuentar a Rosa Bruny (20), una de las dos hijas del hotelero. El amor se hizo presente. Con una gran fiesta el noviazgo culminó en casamiento. Con enorme pompa, cuando los brindis y el baile cesaron, los tórtolos inauguraron la casa marital en el 418 de la calle 59, entre 3 y 4. Hogar, dulce hogar. Pero –contaba Lavigne– los sueños, que eran muchos comenzaron a darse de bruces contra las posibilidades económicas reales de la pareja. Los malos humores sacaron del medio a los buenos modales. La violencia intrafamiliar –como se la categoriza por estos tiempos– comenzó a horadar sus corazones. Algunos memoriosos le comentaron al contador de esta historia, que Barouille “no tenía miramientos con su esposa y se imponía descargando sobre ella sus pesadas manos”. Sin embargo, continuaban.

Como la residencia familiar era muy amplia, el milico decidió que era necesario alquilar algunos cuartos para contar con mayores ingresos. El primero de los inquilinos que se interesó en la oferta fue Andrés de la Plaza (22), estudiante en la Facultad de Agronomía y Veterinaria platense. Nacido en Mar del Plata, era parte de una familia tradicional y adinerada en el sudeste bonaerense. Terratenientes, su abuelo Fortunato, uno de los fundadores de la ciudad de Miramar y, también, el primero de los intendentes de General Pueyrredón, donde está Mar del Plata. Entre Andrés y Mauricio, al parecer, se estableció una relación casi de amistad. Aunque, con el paso de los años, no faltan pocos ni pocas chimenteras que dan cuenta que “Rosa y Andrés eran más que amigos, pero en secreto”. Las reyertas familiares crecieron en frecuencia e intensidad. Andrés –como amigo de Mauricio– escuchaba sus cuitas solidario. También prestaba amable atención a Rosa.

LÁGRIMAS Y CERVEZA

El francés, atribulado, mezclaba lágrimas con cerveza que compartía con el marplatense. “Un sábado de agosto –precisó el periodista francés acodado sobre la mesa a la que miraba fijamente– decidieron ahogar las penas. Una mucama del matrimonio trajo cerveza fresca. Andrés se hizo cargo del destape en la cocina donde también buscó dos vasos. Regresó, sirvió y, mirándose a los ojos, brindaron por la pronta concordia marital. Eran compadres”. El francés no hizo fondo blanco. “¡La cerveza está rara. Tiene mal gusto, pruébala…!”, dijo al tiempo que increpaba a su empleada porque “no limpiaste bien el vaso”.

Andrés fue a prisa a una farmacia cercana. Regresó con premura. El francés, visiblemente enfermo, estaba acostado en su cama. El médico de la familia, alertado por De la Plaza, concurrió de urgencia. Diagnosticó “intoxicación grave”. Un día más tarde, François padecía de hemiplejía. El médico reportó su intervención a la policía que, a su vez, informó a un juez que, cuando concurrió al lugar, encontró a Rosa, “en llanto”. Era viuda. De inmediato ordenó la autopsia. Se asegura que hubo alguna resistencia familiar “por cuestiones religiosas que el juez no escuchó”, dijo Lavigne con voz casi inaudible. Tuve que acercarme para escuchar que “esa pericia post mortem comprobó que François Barouille murió por la ingesta de colchicina, un tóxico natural que, en dosis cuidadosamente suministradas, era utilizado por la farmacopea epocal para tratar enfermedades reumáticas.

La ciudad de La Plata se sacudió con la novedad que corrió como solo lo hacen las tragedias. Se dijo que Andrés fue detenido cuando procuraba escapar hacia Mar del Plata. Rosa, también fue presa. La policía y el juez hicieron público que, “después de varios días, De la Plaza confesó que envenenó al teniente François Barouille porque estaba enamorado de Rosa y no podía soportar que le pegara duramente”. La viuda, también presa, fue liberada. Al parecer, negó a quien se señalaba como su amante. Lo acusó de “conductas impropias” y aseguró que, “por esa razón lo evitaba”. Una buena parte de la sociedad platense descreyó. Algunos levantaron la voz para recordar que el acusado “era una excelente persona, profundamente creyente y padrino de uno de los hijos de la pareja”. Otras voces ratificaron las acusaciones. “De la Plaza consiguió la colchicina en la Facultad de Veterinaria, donde estudiaba cómo curar la parálisis en algunos animales”, declararon. Fue condenado por “homicidio con premeditación y alevosía”. Rosa fue absuelta de culpa y cargo “sin que la formación de proceso afectara su buen nombre y honor”.

LAS MUJERES Y EL VENENO

El caso tuvo alto impacto en Europa. Eran tiempos en que la ciencia criminalística sostenía que –casi con exclusividad– las mujeres matan con veneno. Un libro que el periodista Thomas de Quincey publicó en 1827 –”Del asesinato considerado como una de las bellas artes”– un siglo más tarde, todavía influía en científicos y en el seno de las magistraturas. De Andrés y Rosa, poco se supo, con el correr del siglo pasado y lo que corre de éste.

En eso pienso esta noche de viernes sentado en la vieja mecedora, con el copón cargado con un Gran Enemigo Cabernet Franc 2016. ¡Enorme vinazo cuyo deleite compartimos con mi querido amigo Francis Fariña! Así las cosas, debo confesar que había olvidado esta historia. Sin embargo, Facebook –casi una plataforma maldita, en este caso– en un “grupo privado”, que dice tener “6,2 mil miembros”, llamado “Misterios de la ciudad de La Plata”, en un posteo del 15 de agosto del 2019, recuerda como “Uno de los crímenes más resonantes (…) cuando el teniente Mauricio Barouille es envenenado en su casa”. Un poco más abajo, un tal “Gastón Barouille” escribe: “Mi bisabuela Bruni asesinó a mi bisabuelo Mauricio envenenando su cerveza. Lo hizo en complicidad con su novio (que era farmacéutico)”. ¿Dónde estará la verdad?

El crimen del teniente Barouille atrapó la atención de la prensa de la época. Captura de Facebook - Los Misterios de la ciudad de La Plata.
Periodista Thomas de Quincey, escribió “Del asesinato como una de las bellas artes”, en 1827.
El envenenamiento del teniente Barouille”, en la prensa de la época. Captura de Facebook - Los Misterios de ciudad de La Plata.
Andrés de la Plaza: ¿Culpable o inocente? - Captura de Facebook - Misterios de la ciudad de La Plata.

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