Por Óscar Lovera Vera Periodista
Los cabos sueltos ayudaron a un jefe policial a unir las piezas para lograr desarmar a la banda. Llevaban varios asaltos violentos y a una ciudad en zozobra. Pese a la insistencia de los investigadores, el caso no terminaría como ellos imaginaron.
Con la pista de Gabriela Insfrán Giménez como una de las posibles piezas de –hasta ese momento– un grupo desconocido por el equipo del comisario Antonio Gamarra. Aún con la duda, pero con la convicción del instinto, el grupo de investigadores trazó su segunda operación en búsqueda de los asesinos de Verónica.
– En el barrio Vista Alegre de Luque –comisario– ahí tenemos un dato. Gabriela vive en una casa junto con otras personas. Pudieran ser parte del grupo –pasó su reporte “rojo”. Así lo conocían todos, por su notablecabellode texturafuego.
El 11 de febrero –un mes más tarde– Gamarra y diez policías más rodearon la casa marcada por la pesquisa de inteligencia hecha.
Unos minutos antes del atraco, el comisario explicó su plan: rodear la construcción de material sólido como si fueran personas comunes, sin alertar a ningún vecino, pero atentos a cada movimiento. En caso que logren divisar a alguien armado deberán reportarlo y prepararse para un posible enfrentamiento.
Gamarra sabía que las gavillas de este carácter no temían al plomo y responderían con violencia si de huir se tratase.
Para entonces, la Policía estaba segura que la banda estaba integrada por Alcides Scarpellini y Jorge Parchieta. Lo dedujeron por anteriores asaltos donde ya tenían indicios de que trabajaban juntos. Era unir los cabos sueltos y todas las sospechabas estaban confirmadas. Su primera teoría de la muerte de Verónica obedece a que el automóvil serviría para otro golpe. Un auto veloz, duro y pasaría desapercibido. Tenía las características necesarias.
Esta misma banda ya tuvo sus grandes hazañas en un sinnúmero de golpes violentos y el escenario –que siempre los tenía como protagonistas de tapas de diarios y reportes en radio– fue la capital y el departamento Central. Un ataque tras otro, esta vez debían caer.
BUEN GOLPE
– Comisario, está limpio el lugar. No hay hombres armados por lo que pudimos ver. Podemos entrar –reportó uno de los suboficiales a Gamarra. Era momento de entrar a la casa.
En solo unos minutos, como salidos de un hormiguero, el puñado de agentes rodeó la casa en sigilo. Todos dando pasos en compás, con la discreción empuñada en el arma, la concentración de semanas de trabajo y el objetivo puesto en que –quizás– todos estarían distraídos y el trabajo sería limpio, sin disparos.
El azote de la puerta alertó a todos en la casa, Gabriela se vio intimada por las armas que la apuntaban directo al cuerpo, no pudo reaccionar y se rindió. Nadie más estaba en ella y en pocos minutos la casa fue controlada.
– Señores, revuelvan todo. Que no quede nada sin ser revisado. Cada cajón, cada mueble, debajo de cada cama. Todas las pistas posibles quiero y en una hora –ordenó Gamarra. No tenían mucho tiempo. Sí dieron con gran parte del grupo, los líderes estarían al tanto y buscarían esconderse lo más distante posible, y eso no podían permitirse los agentes.
Manos blancas de látex, no era el quirófano, pero resultaba igual de delicado el procedimiento. Todo podría ser útil. Mientras Gabriela observaba, sentada y con mirada de cazadora furtiva. Sabía lo que ocultaba en cada rincón y que pronto lo encontrarían. En el armario de su habitación, bajo su lencería, encontraron un pequeño, pero potente polvorín: –Tenemos varias armas comisario, además de municiones para todas ellas: revólveres de calibre 38, marcas Taurus, Smith & Wesson y HWM, y una pistola Colt calibre 45, con dos cargadores, pequeño arsenal para una sola persona… –mencionó el agente de criminalística mientras almacenaba las evidencias en una bolsa de polietileno las rotuló y acomodó sobre la mesa. Alguna de estas podría tener la clave sobre el disparo que mató a Verónica.
Gabriela se mantenía en silencio y se acurrucó en la silla cable en la que ordenaron que se siente. Tenía la cabeza pegada a las rodillas, como si se lamentara por algo. Solo que había algo más, sus brazos se movían incesantes.
¡¿Qué estás haciendo, qué tenés ahí?! –interpeló enérgico uno de los oficiales, al percatarse –muy de paso– de los movimientos que hacía la mujer.
Gabriela ocultaba un teléfono móvil, el que estaba utilizando para enviar un mensaje. Se lo sacaron para registrarlo como evidencia, y lo más llamativo no fueron los mensajes que logró remitir, sino la propiedad del artefacto. El celular le pertenecía a Héctor, el novio de Verónica, el mismo que robaron la noche del crimen.
Con toda esa evidencia la conclusión del comisario Gamarra reveló que la casa de Gabriela fue el refugio de los asesinos. Pasaron días en ella, buscando “enfriar” la situación. Una vez que la presión policial termine y los medios dejen de acechar, la banda estaría lista para un nuevo golpe.
Pero eso no ocurrió, con la operación que hizo el grupo policiaco el grupo quedaría expuesto y vulnerable.
UN ASALTO NO CASUAL
La tranquila noche del 27 de marzo del 2010 se irrumpió con la brusca frenada de un automóvil, en un paraje de la ciudad de Fernando de la Mora. Un hombre terminó de pagar al comerciante de una bodega. Llevó un par de botellas de litro de cebada fría, sudada botella que sería inmolada en nombre de la sed, el calor el culpable. Bien por aquel hombre de bodega que hizo buena plata ante a la reticente despedida de ese mes.
La violenta inyección de frenos parió a varios hombres armados, todos con gorra y la boca cubierta.
– ¡Dame toda la plata ahora, rápido carajo! –le ordenó uno de esos corpulentos criminales.
Actuaban en coordinación, parecían bien entrenados. Uno quedó con el cañón de su pistola semiautomática apuntando al comerciante; otros dos tenían el arma empuñada y apuntando a direcciones distintas, le cubrían la espalda al que llevaría el botín. Sin duda, eran personas entrenadas.
Cargaron el dinero en una cartera que llevaban y escaparon. Sin dejar más que la tristeza de la pérdida como sendero, la amargura del trabajo en vano. Pero no se rendiría, el comerciante llamó a la Policía y relató su penuria. La reacción fue rápida. Las patrulleras de la comisaría local enfocaron su búsqueda con las características de un sedan de color blanco. Las balizas irrumpieron en las calles, destronando a la pacífica noche fernandina. Se cruzaban entre sí, todo el batallón policial de Central se involucró; incluyendo al equipo del comisario Gamarra.
En una calle sin salida, de la Zona Norte, la Policía impuso en número contra la furtiva cacería de los asaltantes. Ya no había dónde ir, tampoco esperanzas de lograr paso con fuego, eran muy superiores y lo mejor era la vida a morir.
Las luces de las patrulleros pusieron nombres a los criminales: el ex militar Alcides Dionisio Scarpellini Pérez y otro más, el ex militar Feliciano Romero Barrios. Faltaba uno y ese fue más audaz, en el rodar de la persecución se lanzó del automóvil y subió a otro. Gamarra intuía que este era la última pieza de la gavilla, la misma que mató a Verónica. No fue un asalto casual, la banda intentaba recuperarse económicamente, comprar armas y planificar algo más grande.
Luego de varios días de “ablandar” a los militares un dato se desprendió. El más importante para lograr cerrar el caso, el que permitiría llegar al cerebro de los atracos.
LA CAÍDA DE PARCHIETA
Dicen que los criminales nunca abandonan la zona donde se sienten cómodos. Para Jorge Parchieta Fernández esa lógica se aplicaba en la ciudad de Fernando de la Mora; pocos policías para 21 kilómetros cuadrados de superficie. La comisaría más importante era la segunda Central y su pelotón no dista de los 20 agentes divididos en dos turnos. Varios comercios quedaban al descubierto y la corrupción policial hacía que muchos policías sean comisionados para hacer de guardias privados en bancos, financieras y algunos locales de comercio pudiente. Una mina de oro para el delito. Parchieta no podía dejar la ciudad así nada más, pese a que un par de semanas atrás logró eludir a la Policía por muy poco.
Fue así que el 23 de junio de ese mismo año no logró intuir los pasos de Gamarra detrás de él, ya lo tenían y eran su sombra. Él no lo sabía. Con el aporte de los dos militares, el jefe de policía puso a sus hombres vigilando las calles Nueva Asunción y Fulgencio Yegros, en el barrio Caaguazú. A lo lejos lo estaban fotografiando, Parchieta estaba tranquilo, fumando un cigarrillo, en una camioneta pick-up.
Debían tener mucho cuidado, Parchieta llevaba a cuesta una foja delictual comprometida con la eficiencia en los atracos y el fiel ingreso a los presidiarios, diez hasta esa fecha. Todos por asaltos, robo de coches, el hurto y la venta rápida.
El humo del cigarrillo se colaba por la ventana de la camioneta, Parchieta pensaba a lo lejos. Su objetivo estaba en un comercio sobre la ruta principal. Hacía vigilancia a un local próximo a asaltar. Quizás esa confianza que se tenía lo distrajo y no se percató en los espejos laterales; en ellos se reflejaba –de ambos lados– como avanzaban agazapados los agentes de Gamarra, iban armados y apuntando hacia la cabina del conductor. Era un paso a la vez, lento y seguro, ya lo tenían y esta vez no escaparía. En unos segundos le flanquearon los cañones de varias armas, y frente a él dos figuras se imponían, miró en el espejo de atrás y otros dos hombres estaban ahí. En total seis, todos policías, lo rodeaban. No tenía escapatoria. Parchieta tuvo que entregarse.
POR TODO Y POR NADA
La muerte de Verónica no era la única que pesaba en las manos de esta banda. El jefe Antonio Gamarra observaba todas las carpetas de antecedentes que logró conectar al detener a todo el grupo. Junto con Scarpellini participó del asesinato de un feriante almacenero, Ángel Morínigo Escobar. El hombre defendió su local de la lluvia de disparos que hizo el militar para llevarse todo el dinero, fue el 29 de octubre del 2009. Al cerrar un archivo vio otro. Su mirada fija se clavó en el detalle de la edad, el sexo y la forma de operar. Algo notó que era común. Víctimas vulnerables y objetos que pudiera vender rápidamente. El asalto a una joven mujer determinó ese punto crucial. Ella era María Soler Mendoza, la habían lastimado con violencia para robarle el teléfono celular, y ese mismo aparato estaba en manos de Parchieta cuando lo tomaron por sorpresa.
La familia de Verónica recibió la noticia al mismo tiempo en que los reportajes relataban la hazaña policial. Sin abrir fuego lograron poner a todos detrás de las rejas y al fin lograrían conectarlos con el crimen de la universitaria. Pero esta no es esa historia, la Policía no encontró la cantidad de elementos para sostener ante los jueces que este grupo fue el que mató a Verónica. Solo la reducción de un celular, nada más que esa evidencia. Era un hilo de algodón remolcando un transganado, era impotencia y dolor para la familia. No habría justicia.
Actualmente, Parchieta y Scarpellini cumplen un fallo por el homicidio de Morínigo Escobar. Los elementos en contra de este hombre –por el contrario– resultaron sólidos y un tribunal decidió condenarnos a 20 años de prisión en un juicio del 2012.
Una condena que fue todo, pero a la vez nada.
FIN