La visita del entonces presidente de los Estados Unidos Herbert Hoover a la Argentina, en 1928, que gobernaba Hipólito Yrigoyen, ambos distantes ideológicamente, tuvo un matiz singular que se relata en esta historia “incierta”. Los informes cuentan que el visitante no pudo dormir en la casona donde lo alojaron por causa del fantasma de una joven llamada Soledad, que habitaba (y aún dicen que lo hace) ese bello lugar.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

El 31er. presidente electo de los Estados Unidos, Herbert Clark Hoo­ver, visitó la Argentina en 1928, cuando el año se apro­ximaba a su fin. Lo recibió, el 13 de diciembre, en la estación ferroviaria de Retiro, a donde llegó desde Chile a bordo del que se conocía como Tren Transandino, su homólogo local, Hipólito Yrigoyen. Una recepción inusual, dado que, por entonces, los dignatarios extranjeros que visitaban este país llegaban en barco. El día era caluroso. El sol, a pleno. Pero, a Herbert, solo le interesaba sobremanera, conocer y dialogar –cara a cara– con don Hipólito. Las relaciones bilaterales entre la Argentina y Estados Uni­dos no eran buenas.

Jardines del Palacio Noel que, según coincidentes testigos, recorre el fantasma doliente de Soledad Noel.

UNA MANIFESTACIÓN DE BIENVENIDA

En política exterior, la Unión Cívica Radical (UCR) –el partido que lideraba Yrigo­yen– era neutralista y, en consecuencia, rechazaba las intervenciones norteame­ricanas en América Latina. Seguramente por ello, cuando el mandatario visitante des­cendió del vagón presidencial que lo transportaba, una mul­titud, a voz en cuello, gritaba “¡Ni-ca-ragua! ¡Ni-ca-ragua!”. Los opositores del radica­lismo aseguraban que “Yrigo­yen movió el aparato partida­rio para que el gringo supiera que en la Argentina se admira a César Augusto Sandino”, líder nicaragüense. Los cro­nistas de entonces aseguran que Hoover no se sorprendió, pero que tampoco dirigió sus ojos a los manifestantes. El mandatario argentino exhi­bió una marcada frialdad protocolar. Incluso, cuando juntos caminaban hasta los automóviles que los habrían de transportar, Hipólito Yri­goyen, no se guardó nada. Pocas horas después del inicio de la visita, durante la “cena de Estado” que se celebró el día siguiente, con total cla­ridad le hizo saber a Hoover, que lo preocupaba que Esta­dos Unidos no respetara las soberanías de los países de la región. Herbet rechazó que las intervenciones norteameri­canas respondieran a moti­vaciones económicas y enfa­tizó al expresar que solo se desarrollaron “para proteger los derechos de sus ciudada­nos”. Sin asumir compromiso taxativo alguno, dio seguri­dades a su anfitrión de que “no se repetirán”.

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Otra vista del magnífico edificio que ahora es museo.

UN PRESIDENTE CON CARA DE “MAL DORMIDO”

Sus palabras fueron muy bien recibidas por el gobierno argentino aunque, de acuerdo con los comentarios, chis­mes, corrillos, como quie­ran llamarlos, que circularon entonces entre los segmentos más acomodados de la socie­dad local, “el presidente nor­teamericano tenía cara de mal dormido, de enojado o de estar molesto”. Hoover –desde la perspectiva política– tenía enorme legitimidad. Su par­tido, el Republicano, se impuso con el 58,21% de los votos elec­torales al candidato demócrata Al Smith [40,80%], en las elec­ciones celebradas el martes 6 de noviembre de ese mismo año. Nada nuevo en la política estadounidense de entonces. Los republicanos gobernaban desde 1920. Yrigoyen y Hoover cumplieron con una agenda de trabajo amplia. Por esa razón, al mandatario electo estadou­nidense, el protocolo presi­dencial lo alojó en lo que aquí aún se conoce como el Pala­cio Noel, ubicado sobre la calle Suipacha, a media cuadra de la Avenida del Libertador. Pocas cuadras separan a esa residen­cia de la Casa Rosada, sede del gobierno argentino. Como es de suponer, la casa fue ocupada no solo por Hoover. Allí tam­bién se instalaron sus custo­dios, agentes ellos del Servicio Secreto que, sobre si el presi­dente yankee no había tenido un buen sueño –como se chis­moseaba– nada dijeron que permitiera confirmar o des­mentir que así hubiera sido. Las enormes ojeras con que se lo vio hasta que regresó a su país, fueron el disparador necesario para que el even­tual mal dormir de Hoover se popularizara.

Poeta Oliverio Girondo y su esposa la escritora Norah Lange, vecinos del Palacio Noel. Aseguran que vieron el fantasma de Soledad, de noche, en el jardín.

LA HISTORIA DE LOS NOEL

Hoy diríamos que, aque­llos rumores, fueron “tren­ding topic” y se mantuvieron en lo más alto de la tertulia pública por varios meses. En esa casona, de estilo colonial peruano del siglo 18, vivieron durante cinco años [1922- 1927], los hermanos Martín y Carlos Noel, con sus familias. El primero, arquitecto e his­toriador, ocupaba las depen­dencias delanteras de la resi­dencia. El segundo, político y diplomático, radical como el presidente Yrigoyen, entre el 16 de octubre del 1922 y el 3 de mayo de 1927, fue intendente de Buenos Aires. Casado con Josefina Acosta, tuvieron tres hijos. Soledad, Carlos y Fran­cisco Noel Acosta. Todos vivían en el sector principal de aquella casona. En la parte de atrás. La historia barrial recuerda que la infortunada Soledad, a los 17 años, falleció porque padecía tuberculosis. Una tragedia que golpeó muy fuerte a los Noel Acosta. La agonía de la joven, se asegura que fue terrible. Que sus llan­tos –aterradores– se escucha­ban desde varias cuadras. Que el vecindario estaba estremecido. La alegría familiar dejó de ser. Años más tarde, com­prometido con la moderniza­ción de Buenos Aires, en ese inmueble, Carlos Noel creó el Museo Municipal de Arte Colonial. Cuando el presi­dente Herbert Hoover regresó a su país, los comentarios y entretelones sobre la visita se prolongaron en el tiempo. La “cara de mal dormido que tenía” –desde la perspectiva social– continuaba siendo el gran chimento.

La puerta del Palacio Noel en Buenos Aires, Suipacha 1422, donde pena la presencia de Soledad Noel.

INFORME SECRETO “FANTASMAL”

Sin embargo, varias décadas más tarde, luego que fueran desclasificados los reportes del Servicio Secreto sobre aquella gira sudamericana de Hoover, se conoció que el mandatario se quejó por­que su sueño fue varias veces interrumpido con porta­zos, lamentos y llantos que parecían ser de una mujer. Varios de los integrantes de su comitiva fueron más allá con las descripciones. Ase­guraron que, además de los gritos, los llantos y los porta­zos, pudieron ver a una mujer muy joven, vestida de blanco, que caminaba por los jardi­nes y en la zona del aljibe. En la memoria oficial de la ciudad de Buenos Aires, se consigna que los “vecinos [de la zona] afirmaron que el espíritu [de Soledad] quedó vagando en el Palacio Noel”. Agrega el breve texto que “algunos integran­tes de la comitiva [del presi­dente Hoover] denunciaron haber visto una figura que se paseaba por los jardines” y que “el presidente se quejó de no poder dormir debido a los lamentos y ruidos de puertas que se escuchaban en las noche”. Enorme mis­terio sin dilucidar. Pero no fue solo aquel presidente el que dio cuenta de la fantasmá­tica figura. El poeta Oliverio Girondo y su mujer, la escri­tora Norah Lange, habitan­tes de la casa lindera, conta­ron entre sus amistades que vieron la presencia de aque­lla figura femenina, vestida de blanco en los jardines del Palacio Noel. Ninguna cró­nica norteamericana con­signa las visiones y audiciones presuntamente extrasenso­riales del presidente Hoover durante el breve lapso en que visitó Buenos Aires. Sí revelan que, cuando Hebert triunfó en aquella presidencial sobre el partido Demócrata fue, entre otras cuestiones, porque Al Smith, su adversario, se opo­nía a la “prohibición”, a la Ley Seca que, desde el 17 de enero del ‘20 se extendió hasta el 6 de diciembre de 1933.

Interior del Palacio Noel, hoy Museo Fernández Blanco, en Buenos Aires.

ELLIOT NESS, CHARLESTON Y AMETRALLADORAS

Eran años duros en Norte­américa. De allí que, luego de aposentarse en la Casa Blanca –en el ala oeste– el 4 de marzo de 1929, el jefe de Estado comenzó a devolver favores a sus electores. Habi­litó a John Edgard Hoover, el mítico jefe del FBI, para que conformara un grupo de once agentes especiales al mando de Eliot Ness –Los Intoca­bles– para que fuera contra el gangster Alphonse Al Capone, al que no logró encarcelar por cientos de asesinatos, sino por no pagar impuestos. Sorpren­dente. Aunque, no pocas veces, es posible pensar que, aquel episodio histórico, podría ser, tal vez, la emergencia concreta y popular de una de las tan­tas hipótesis de Max Weber que, entre 1904 y 1905, explicó en un libro magnífico, su idea sobre “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Las principales ciudades estadounidenses, durante su mandato, sin dudas, hedían a pólvora, alcohol, sangre y corrupción. La música de aquella sociedad estaba com­puesta por el Charleston y las ruidosas ráfagas de las ame­tralladoras Thompson. Ade­más, a pocos meses de admi­nistrar su país, se dio la Gran Depresión. Se derrumbó Wall Street y, los escombros, pro­vocaron la bancarrota del mundo que fue aplastado por la miseria. Al presidente Hoover, no le faltó nada de nada hasta el 4 de marzo de 1933, cuando, sin lograr su reelección –para bien o para mal– dejó la Casa Blanca, a su nuevo habitante, el demócrata Franklin Delano Roosevelt quien, desde el 30 de noviem­bre de 1936 –por tan solo 48 horas– visitó la Argentina dic­tatorial de Agustín P. Justo, quien se decía presidente sin la imprescindible legitimi­dad de origen que solo otorga la voluntad popular.

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