Shakespeare también mencionó en algún momento que “cada locura tiene una lógica”, pero sin duda la que ocurrió aquel miércoles 12 de setiembre estaba lejos de ser comprendida por todos. La llamarada de esa casa, que comenzó durante la madrugada, pasó de ser la sospecha de un accidente al escenario de un terrible crimen de un descuartizador.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

La locura se desató en la cuadra. Los bomberos buscaban extinguir el incendio con sus mangueras. Las llamas se imponían impetuosas ante la cuadrilla de soco­rristas, los amenazaba azotando con brazos inci­nerantes a la primera línea de combatientes.

—¡Retrocedan! —se escu­chó a lo lejos, era el capitán de los matafuegos al per­catarse que la orientación del viento cambió repenti­namente. Eso amenazaba a su grupo y prefería dar unos pasos atrás y desple­gar otra línea con caudal de agua para imprimirle fuerza al combate.

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Un par de horas después, cuando la noche se iba diluyendo en los minutos, uno de los bomberos gritó con voz de alivio

—¡Controlado, capitán! — fue apagado el último bas­tión de fuego en la casa. Todo quedó en cenizas, el manto blanco y grisáceo sepultó todo lo que había. Era una alfombra blanda de un montón de partícu­las de lo que alguna vez fue la casa de Francisco.

Aparentemente nadie estaba en la casa, esa impresión les dio en un principio. Nada de lo que veían –mientras escarba­ban con un gancho– les permitía encontrar ves­tigios de que alguien la habitó. La esperanza de los vecinos es que él no haya estado al momento en que eso comenzó a arder.

Los bomberos en su tra­bajo incesante se dividie­ron en pequeños grupos para abarcar mayor parte de la superficie. Los testi­monios –que aumentaban a medida que la muche­dumbre se agolpaba– les indicaban que la espe­ranza era surreal, Fran­cisco llegó antes del incen­dio y estuvo acompañado.

El capitán les dio la orden de ser puntillosos en la búsqueda. La tensión aumentaba a medida que el tiempo pasaba con res­puesta estéril. Removían todo buscando rastros y en medio de su labor que­daron asombrados, final­mente hallaron a don Vallejos.

El torso y algunas de sus extremidades estaban completamente calcina­das. Esa imagen quedó en la memoria de todos los matafuegos.

En medio de esa escena macabra, un grupo de curiosos prestó atención a un perro que paseaba en medio de los restos de la casa. Llevaba algo entre los dientes, iba aferrado a él apurando la marcha a un destino impensado. Más curioso resultó que algunas gotas de un tono oscuro caían de aquello que cargaba en la boca, era una de las piernas de ese hombre muerto.

El momento fue espan­toso. Tanto que la policía ordenó que todos retro­cedieran al menos veinte metros para evitar otro momento como ese.

En las inmediaciones, una pareja de vecinos se preparaba para salir de la casa. El hombre subió a su moto, tiró del embra­gue hacia el manillar, pre­sionó el botón de encen­dido y luego el acelerador. Fue a la entrada a esperar a su pareja, pero en el patio algo se veía extraño.

El conductor se percató terrible. Sus ojos se dila­taron por completo. Estu­pefacto y con la garganta seca, tartamudeó. —Ema, en el patio hay algo, vamos a ver… pero no te vayas a asustar… —le indicó a la mujer, ella no entendía si se trataba una de sus tan­tas bromas o le habló con seriedad.

Fueron juntos, carga­dos con la intriga de qué podía ser, sabiendo que acababa de ocurrir una tragedia a pocos metros y se habían encontrado partes de un cuerpo. La intuición tuvo la razón: era un brazo y todo tenía relación con el caso.

Los pol icías tomaron como prioridad encon­trar la cabeza del hom­bre. Aquel lo fue un endemoniado momento trágico. Se escuchaban lamentos, llantos y gri­tos de desesperación. Todos estaban espan­tados con lo que esta­ban viviendo. De un momento a otro, pasó de un supuesto accidente con fuego a la hipótesis de un crimen atroz.

La policía local tomó el mando, esperando la lle­gada de los agentes de Homicidios. Mientras tanto optaron por frag­mentar la escena bus­cando más evidencias que puedan revelar el trasfondo de la tragedia.

ANALIZABAN LOS RESTOS

Los expertos sabían que los cortes proporciona­dos solo podían ser hechos por alguien que conocía los puntos exactos para no solo acabar con la vida de alguien, sino también cer­cenarlo. ¿Quizás alguien que trabajó en medicina, algún faenador, carnicero?

Era una pregunta recu­rrente entre el forense que ya había acabado con su trabajo y los agentes de Criminalística. Marcaron los sitios donde encontra­ron los restos y no había un patrón aparente. La idea que les venía a la mente es que el asesino sabía lo que estaba haciendo y desespe­radamente intentó desha­cerse del cuerpo para evi­tar que lo descubran.

No quedó de otra y pregun­taron a los vecinos cuáles de estas opciones podían encontrarse en los alrede­dores. ¿Existía alguien con esa condición de odio hacía la víctima, alguna amenaza o deuda que pudo llevar a una acción demencial? Las interrogantes se mul­tiplicaron por cien, pero poca respuesta hallaron. Muchos temían por ven­ganza y prefirieron el silen­cio cómplice y cobarde.

Una pista, después de tan­tos datos descartados, iluminó el camino de los investigadores. Francisco estuvo en una chanchería mucho antes del incendio, no estaban seguros de si de ese lugar fue hasta su casa, pero si lo vieron en ese sitio bebiendo con otras personas aguardando por el partido de la selección paraguaya.

Una chanchería. Todos apuntaron a ella. Y los cabos comenzaron a unirse. Los policías fueron hasta el lugar, y entre las pregun­tas realizadas, supieron que Francisco estuvo allí antes y se retiró en compañía de su amigo Daniel. El joven, que era jornalero, dedicaba algunos días a la chanche­ría, donde faenaba y podía ir cualquier día, ya que los propietarios eran sus fami­liares.

Él no tenía un domicilio fijo. A veces se quedaba en la chanchería, otras en lo de su tía, y en ocasio­nes también en lo de don Francisco. Tras las sos­pechas, que apuntaban a Tua’i, fueron de inmediato a la casa de la tía. Policías y una comitiva fiscal pro­cedieron a la inspección del domicilio. –Él no vino por acá en estos días, fue la respuesta de bienvenida de la mujer, quien luego recordó que contaban con una habitación donde el joven ingresaba incluso sin dar aviso.

Allí hallaron ropas tira­das en un balde con agua, aparentemente listas para ser lavadas. Las tomaron y notaron en ellas man­chas de sangre. El asesino estaba cerca y buscaba borrar toda evidencia. Pero sobre el techo había algo mucho más com­prometedor: un cuchillo bañado en sangre.

La búsqueda comenzó. Daniel Salinas, alias Tua’i, fue detenido esa misma noche de miércoles sobre un camino vecinal de Capi­lla del Monte, a pocas cua­dras del lugar del hecho. Tras varias horas de inte­rrogatorio, comenzó a relatar algunos detalles del crimen, pero en ter­cera persona. Dejando entrever a los investigado­res que él solo fue un tes­tigo. Entre burlas, cayó en varias contradicciones. No soportó la presión. “Sí, yo le maté”, expresó sin titu­bear y dibujando una son­risa como si recordarlo le causara satisfacción.

Finalmente, en horas de la madrugada reveló datos del lugar donde ocultó la última parte del cuerpo. A dos kilómetros de la casa hecha cenizas, en una casa del barrio san Isidro de Reducto, San Lorenzo, lugar donde vivía un amigo y Daniel lo fre­cuentaba. Allí en un baño frágil, muy precario, se escondían bolsas. Algunas escondían ropas con man­cha de sangre, pero… una tenía lo que buscaban para cerrar el caso: la cabeza de don Francisco Valle­jos. El tiempo se detuvo. Un momento de frialdad surcó impetuoso en la espalda de todos, dejando la piel helada. Inmóvil y atónitos observaban el rostro inerte, que inmor­talizó el espanto.

Daniel había pasado 4 años de su vida en la cár­cel antes del crimen. Tenía antecedentes por robo. Todos pensaron que era una etapa cerrada y de ahí no pasaría. Parecía un chico normal, pero en otros momentos algo trastornado, fue difícil de definirlo. En su carácter tranquilo, denotaba –tam­bién– una furia asesina.

Doce estocadas a la altura del tórax posterior fueron el inicio del mortal ataque del que fue víctima don Francisco, de acuerdo a la inspección de la caja torácica encontrada entre escombros de la sinies­trada vivienda. Esta pista reveló que la víctima fue atacada por la espalda y, tras encontrar la muerte, sus extremidades fueron desmembradas. Luego el asesino lo decapitó.

Los jueces sentenciaron aquella temeraria y enfer­miza acción con 25 años de cárcel. Nadie reclamó el cuerpo de Francisco, que yace olvidado bajo tierra municipal de aquella san­grienta ciudad. FIN.

Etiquetas: #Amistad#fuego

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