“Mi nombre es Adam May­blum. Y hoy estoy vivo. Estoy escri­biendo esto para que no se me olvide. PARA QUE NO OLVIDEMOS…

Como siempre, llegué un poco antes de las 8 de la mañana. Mi oficina estaba en el piso 87 de la Torre Uno de las Torres Gemelas. Está­bamos haciendo bromas, desayunando y revisando correos, cuando el primer avión se incrustó unos pisos más arriba… Debo recalcar que no sabíamos que era un avión. El edificio se sacudió violentamente como si fuera un terremoto. La gente gritó… Cayeron los apliques de luz y partes del edificio. La cocina quedó destruida. Estába­mos seguros de que fue una bomba. Miramos por la ven­tana. Trozos de papel volaban por todas partes. En la calle, la gente miraba hacia arriba. Hasta que el humo empezó a infiltrarse por los agujeros del techo. Creo que estába­mos entre trece.

No hubo pánico. Asumo que fue porque pensamos que lo peor ya había pasado. Revi­samos los pasillos. El humo era pesado. Los teléfonos fun­cionaban. Mi esposa había llevado a nuestro bebé al pediatra. Llamé a la niñera que estaba en casa para que le avise que una bomba se había detonado, pero que yo estaba a salvo, saliendo del edificio. Agarré mi compu­tadora, me saqué la camisa y la desgarré en tres pedazos. Los sumergí en agua y el mío lo até alrededor de mi cara para que sirviera como un filtro de aire. Empezamos a movernos hacia la escalera. Mi mejor amigo me dijo que prefería esperar hasta que vinieran la policía o los bom­beros. En los pasillos se veían pequeños fuegos y chispas. El techo había colapsado en el baño de hombres sobre quien hubiera estado adentro. Pri­mero pasamos la escalera de largo en el apuro, y tuvimos que regresar. Una vez aden­tro, tomamos extinguidores por si acaso. En el piso 85 un valiente colega me acompañó de nuevo a la oficina a bus­car a mi amigo que no había bajado. No había aire, solo humo blanco. Recorrimos el lugar llamándolo sin res­puesta. Derrotados volvimos a la escalera y seguimos hasta el piso 78 donde teníamos que cambiar a otra escalera por­que ese era el piso que hacía de unión hacia las plantas superiores. Pensé que habría más gente. Cables y fuego por todas partes. También humo. Me detuve para asegurarme de que todos los de mi ofi­cina estuvieran. Los guia­mos a ellos y a los que esta­ban desorientados a la otra escalera. En retrospec­tiva, recuerdo ver a Harry –mi jefe de transacciones– haciendo lo mismo.

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Descendimos ordenada­mente por la escalera “A”. Despacio sin entrar en pánico. Al menos sin demos­trarlo. Mis piernas no para­ban de temblar y mi corazón palpitaba fuerte. Hacíamos bromas nerviosas. Revisa­mos los celulares. Sorpresi­vamente había muy buena señal. Pero una de las redes estaba saturada. 1 de cada 20 intentos para que entrara o saliera una llamada. Como no podía comunicarme con mi esposa llamé a mis padres. Les dije lo que había pasado y que estábamos bien. Creo que eso era por el piso 65. Llamé a un amigo en San Francisco. Me dijo que había otro avión en camino. No entendí de qué estaba hablando. En ese momento el segundo avión chocaba con la torre dos. Estábamos tan adentro del edificio que no escuchamos ni sentimos nada. No teníamos idea de lo que estaba pasando. Seguía­mos abriendo camino para que se adelantaran los heri­dos. Nadie se veía muy las­timado. Todos cooperaban. Nadie preguntaba.

En el piso 53 nos encontra­mos con un señor corpulento sentado en las escaleras. Le preguntamos si necesitaba ayuda o si prefería esperar a los paramédicos. Eligió espe­rarlos. Le dije que avisaría a los rescatistas y nos fuimos.

En el piso 44 mi teléfono vol­vió a sonar. Eran mis padres. Estaban histéricos. Mi padre dijo salgan hay un tercer avión en camino. Yo no enten­día todavía y me molesté. No podía avanzar más rápido. Nadie adentro dimensionaba la situación. En este piso más o menos empezamos a ver los bomberos, policías y rescatis­tas que subían a medida que bajábamos. Detuve a varios para contarles del hombre del piso 53 y de mi mejor amigo en el piso 87.

En el piso 33 hablé con alguien que sabía casi todos los deta­lles. Dijo que dos pequeños aviones chocaron con el edifi­cio. Era un ataque terrorista, y había más en camino. Ahí recién entendimos.

En el tercer piso se apaga­ron todas las luces y senti­mos un estruendo horrible arriba nuestro. Pensé que la escalera estaba colapsando. Estábamos en una penum­bra absoluta. Eran las 10 de la mañana. El ruido era la torre dos derrumbándose al lado nuestro. Pero no lo sabíamos. Alguien tenía una linterna. Salimos de la escalera y atra­vesamos un oscuro y estrecho corredor hacia una salida. No veíamos nada. Había agua en todas partes. De pronto sali­mos a una habitación enorme, clara, pero cubierta de humo. Nos dimos cuenta de que estábamos en el segundo piso desde el cual se veía el lobby. Nos mandaron al patio donde solía estar la fuente. No podía entender de dónde venían tantos escombros por todas partes. Hierros y cables torcidos. Pedazos de pared por todos lados. Dijeron que había cuerpos y miembros, pero no miré. Nos agarramos de escombros que sobresa­lían y bajamos como pudimos hasta la calle. Y nos ordena­ron seguir caminando. Ahora solo estaba con un colega. Nos abrazábamos con una tris­teza profunda.

A varias cuadras del lugar llegamos a una oficina de correo. Ahí paramos y vol­teamos a mirar nuestro edificio. Un empleado de correo dijo que la torre 2 se había caído. Ahí miré y lo vi. Mi corazón latía a mil. Tratábamos de llamar a nues­tras familias. No podía dar con mi mujer. Finalmente pude comunicarme con mis padres. El alivio fue infinito. Pudieron dar con mi esposa y contarle que estaba vivo. Nos sentamos, estupefactos en la vereda. Una chica en bicicleta nos ofreció agua. Y mientras abría la botella escuchamos otro gran estruendo y alza­mos la vista. Nuestro edifi­cio, la torre uno se estaba derrumbando. Me dicen que fue a las 10:30. Menos de 15 minutos después de haber salido.

Ya no cabían dudas que el des­trozo era completo. Empeza­mos a caminar de nuevo len­tamente rumbo a un hospital, en estado de shock absoluto. Nos detuvimos al oír al pre­sidente hablar por la radio. Y de pronto, sonó mi teléfono. Era mi esposa. Me arrodi­llé en la calle al oír por fin su voz, y me contó el mila­gro más increíble: mi mejor amigo que pensé que había muerto en la oficina ¡se había salvado! Acababa de llamarla para saber si yo estaba vivo. Fue él quien me contó que salió con Harry –mi jefe– a quien ya había mencionado. En el piso 53 también encon­traron a Víctor, el señor con sobrepeso y que se dispu­sieron a ayudarlo. Cuando estaban en el piso 36 oyeron el mismo estruendo que yo había oído estando en el ter­cero, y que Víctor de pronto se negó a seguir bajando. Enton­ces Harry decidió no dejarlo solo. Esperar con él hasta que llegaran los médicos. Le pre­ocupaba el corazón del señor y le dijo a mi amigo que se ade­lantara… Haciendo los cál­culos, creo que Harry está muerto. Aunque recién vi que un Harry Ramos está en una lista de sobrevivientes, pero hay muchos Ramos en Nueva York y no estoy seguro. Rezo por él y por tantos como ellos. Héroes como los policías y los bomberos que murieron…

Esa noche al llegar a casa, lloré como un niño sobre mi hijo y abracé a mi mujer hasta quedarme dormido…”.

*Adam Mayblum escribió este mail al día siguiente de haber sobrevivido la caída de las torres. El texto original es más largo, con reflexio­nes sobre sus amigos y sobre tantos otros que murieron. Como Harry, que nunca fue encontrado. O Víctor. La carta se volvió viral en todo el mundo en su momento. Ayer se cumplieron 20 años de lo que se considera como el acto terrorista más grande de toda la historia, con un saldo de 2.977 muer­tos. In memoriam.

Etiquetas: #setiembre

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